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Capítulo 9

—Por fin en casa —suspiró Grace mientras dejaba las llaves y el bolso sobre la pequeña mesa del vestíbulo. Se dirigió al dormitorio, con el sonido de las bocinas de los coches resonando en los oídos.

No estaba de buen humor.

Había pasado la última semana con los Argonautas. Aunque se habían mostrado amables y solícitos con ella, no habían podido aportarle pista alguna sobre el paradero de su hermano. Y ella tampoco había encontrado nada. Cada día lo había llamado a su móvil y a su apartamento: no había contestado. Tampoco había tenido suerte investigando el vuelo que lo habría sacado de Brasil. Eso si acaso había llegado a subirse a un avión…

Finalmente se dio por vencida y allí estaba, aunque lo cierto era que no sabía qué hacer. ¿Denunciar la desaparición en los Estados Unidos, como ya había hecho en Brasil? ¿Contratar a un detective privado? Soltando otro suspiro, revisó los mensajes del teléfono: tenía tres nuevos, todos de su madre.

Marcó el número de su hermano y esperó. Nada. Se activó el contestador automático.

A continuación llamó a su madre.

—¿Diga?

—Hola, mamá.

—Grace Elizabeth Carlyle: mi identificador de llamadas me dice que estás telefoneando desde casa… —le dijo en tono acusador.

—Llegué anoche mismo.

—No sabía que Brasil anduviera tan mal de tecnología moderna.

—¿De qué estás hablando?

—De teléfonos, Grace. Ignoraba que no hubiera teléfonos en Brasil.

Grace puso los ojos en blanco.

—Te dejé mensajes…

—Ni una sola vez pude hablar directamente con mi única hija. Ni una. Y ya sabes lo mucho que se preocupa tu tía.

—¿Es Gracie? —se oyó una voz al fondo. Su «preocupada» tía Sophie estaría probablemente acechando detrás de su madre, sonriendo de oreja a oreja.

Las dos hermanas habían estado viviendo juntas durante los cinco últimos años. Eran polos opuestos, pero por alguna razón se las arreglaban para complementarse perfectamente. Su madre lo planificaba siempre todo y le encantaba meterse a arreglar los problemas de los demás. Sophie era un espíritu libre que causaba precisamente los problemas.

—Sí, es Grace —dijo su madre—. Ha llamado para decirnos que está viva y que no la han secuestrado en la selva, como tú temías.

—¿Cómo yo temía? —se rió Sophie—. ¡Ja!

—¿Cómo estás, mamá? —la salud de su madre se había resentido últimamente. Había adelgazado y estaba cansada. Todavía no sabían cuál era el origen de aquella fatiga.

—Bien.

—Déjame hablar con ella —pidió Sophie—. ¿Qué? ¿Tuviste suerte?

—Yo no quiero oír eso —se oyó gruñir a su madre al fondo.

Automáticamente, Grace abrió la boca para responder que sí, que había conocido a un sexy guerrero tatuado y que había estado a punto de darle todo lo que una mujer podía dar a un hombre… Pero no le dijo nada de eso. Los sueños, o los espejismos, o lo que fuera que Darius había sido, no contaban en la estimación de Sophie.

Durante aquella última semana, había tenido oportunidad de reflexionar a fondo sobre la experiencia de Atlantis. Y siempre había llegado a la misma conclusión: nada de todo aquello había sido real. No podía haberlo sido.

—No —respondió, procurando disimular su decepción.

—¿Te pusiste el conjunto que te compré?

Se refería a la falda corta de leopardo, con la camiseta ajustada y escotada a juego.

—No tuve oportunidad.

—A los hombres les vuelven locos esas cosas, cariño. Son como los peces. Sólo tienes que ponerles el cebo adecuado.

Su madre reclamó entonces el teléfono.

—No te permitiré que le des lecciones de seducción a mi hija —acto seguido se dirigió a Grace—: ¿Qué tal le va a Alex? ¿Está comiendo lo suficiente? Nunca come bien cuando se marcha a esas expediciones suyas.

Con cada palabra, Grace experimentó una punzada de terror.

—¿No has hablado con él? —inquirió—. ¿No te ha llamado?

—Bueno, no —respondió su madre—. Pero ha vuelto, ¿no?

—Eh, yo… —¿qué podía decirle? ¿Qué no sabía si había estado comiendo bien porque hacía semanas que no lo veía?

—¿Qué pasa, Grace? —le preguntó su madre, preocupada—. Hiciste este viaje precisamente para ver a tu hermano… ¿y ahora me dices que no sabes cómo está?

—¿Tiene esto algo que ver con el hombre que nos ha llamado? —se oyó la voz de Sophie al fondo. Grace sabía que tenía que estar pegada al hombro de su madre.

—¿Qué hombre? ¿Cuándo?

—Hace una semana, alguien llamó preguntando por Alex —le explicó su madre—. Me preguntó si sabíamos algo de él, si sabíamos dónde estaba. Grace, ¿qué pasa? Me estás preocupando…

Decirle o no decirle la verdad… Quería muchísimo a su madre y detestaba darle motivos de preocupación. Y sin embargo, como madre de Alex, Gretchen tenía derecho a saber que su hijo había desaparecido. El golpe sería terrible.

Decidió que se lo diría, pero no por teléfono. Esperaría unos días a ver si para entonces había averiguado algo nuevo.

—Bueno, ya sabes que a Alex le gustan demasiado los donuts…—le dijo, evasiva. Y no mentía—. Puedo asegurarte casi al cien por cien que no está comiendo bien —era verdad. Nunca lo hacía.

—¿Así que está bien? ¿No le pasa nada? —inspiró su madre, aliviada.

—Si le hubiera pasado algo, te lo habría dicho, ¿no?

—Tú siempre has sido sincera conmigo —repuso >a madre en tono orgulloso, antes de chasquear los Labios—: Te juro que tu hermano es como el anuncio andante de una enfermedad de corazón. Quizá le mande unos pastelillos de soja. Con FedEx. ¿Sabes a FedEx trabaja en Brasil?

—No en el corazón de la jungla.

—Tendrá que pasar por su hotel en algún momento, ¿no?

Grace se frotó una sien.

—Lo siento, mamá, pero tengo que dejarte.

—¿Qué? ¿Por qué? No me has contado nada del viaje. ¿Hiciste compras? ¿Visitaste a los nativos? Tengo entendido que andan por ahí… —se interrumpió, escandalizada— desnudos.

—No, no los he visto. Y es una pena, porque le había prometido a la tía Sophie que les haría fotos…

—Hablando de Sophie, quiere saber si le has traído algún regalo.

—No es verdad… —protestó su tía.

—Os visitaré dentro de unos días y os pondré al tanto de todo. Palabra de honor.

—Pero…

—Adiós. Os quiero —cortó la comunicación. Esa vez se había ganado una buena reprimenda. Se imaginaba ya lo que le diría su madre en el futuro, cada vez que necesitara un favor: «¿Te acuerdas de cuando me colgaste el teléfono? Estuve llorando durante días».

Marcó el último número. Su amiga Meg dirigía el departamento de reservas de una importante compañía aérea, y Grace le preguntó si en su base de datos figuraba el nombre de Alex. No figuraba, pero eso tampoco significaba nada: era posible que hubiera tomado un vuelo privado.

Negándose a darse por vencida, recogió sus llaves y su cartera, metió en el bolso su spray de defensa personal y abandonó el apartamento. Tomó el metro con rumbo a Upper East Side. Necesitaba encontrar a su hermano, o al menos cerciorarse de que se encontraba bien, de que no le había pasado nada. Alex siempre había estado a su lado, desde que era pequeña. La había cuidado, la había consolado y reconfortado cuando murió su padre…

«Dios mío, por favor: que Alex esté en casa, por favor…», rezaba como un mantra al son del traqueteo del vagón. Si estaba, podrían pasar el resto del día juntos. Quizá cenar en Joe Shanghai, en Chinatown, su restaurante favorito.

Un cuarto de hora después entraba en el vestíbulo del edificio de apartamentos. Alex no llevaba mucho tiempo viviendo allí. Grace lo había visitado muy pocas veces, pero aun así el portero debió de reconocerla porque la dejó pasar sin preguntarle nada. Subió en el ascensor y llamó a la puerta.

Al ver que no abría, usó su copia de las llaves y entró. No hizo más que dar tres pasos y se quedó paralizada: la moqueta estaba llena de papeles y carpetas.

—¿Alex? —no se atrevió a pasar de la entrada.

No hubo respuesta.

Aunque sabía que lo más prudente era pedir ayuda primero, sacó su spray y se dedicó a inspeccionar hasta el último rincón del apartamento. La necesidad de saber dónde estaba Alex se impuso a cualquier sentido de la precaución.

No había ningún intruso esperándola, pero tampoco señal alguna de su hermano. Atravesó el salón y se quedó mirando una fotografía enmarcada en la que aparecían los dos en Central Park, sonrientes, bañados por la luz del sol. Su tía había tomado aquella foto varios meses atrás, un día en que decidieron salir a correr al parque. A los dos minutos de carrera. Sophie se había detenido jadeando, demasiado cansada para continuar. Así que habían hecho un descanso y ella había tomado la foto. El recuerdo le desgarró el corazón.

Una vez fuera del apartamento, se apoyó en la puerta que acababa de cerrar, abatida. No tenía ni idea de lo que iba a hacer a continuación ni de… De repente, un hombre pasó a su lado.

—Disculpe… —le dijo mientras una idea se abría paso en su cerebro. Forzando su mejor sonrisa, preguntó—: Vive usted en este edificio, ¿verdad?

—Sí. ¿Por qué?

—¿Conoce a Alex Carlyle?

—Sí. Y usted…

—Es mi hermano. Lo estoy buscando y me estaba preguntando si usted lo habría visto…

El hombre esbozó una sonrisa. Incluso le tendió la mano:

—Tú eres Grace. Te he reconocido por la foto que Alex tiene en la oficina. Creía que eras más joven.

—¿En la oficina? ¿Trabaja usted para Argonautas?

—Yo y la mayoría de los que vivimos en este edificio. Pertenece a la empresa —se interrumpió, frunciendo el ceño—. Desgraciadamente, hace semanas que no veo a Alex. Ni aquí ni en el trabajo.

—¿Sabe usted si ha podido estar en contacto con alguien?

—Bueno, Melva, de la puerta 402, le ha estado recogiendo la correspondencia… La vi esta misma mañana. Aún sigue aquí —y le susurró, como si fuera un vergonzoso secreto—: Argonautas no puede deshacerse de ella. Legalmente, al menos.

Grace le dio las gracias y se marchó. Minutos después estaba llamando a la puerta de Melva.

—Ya voy, ya voy… —gritó una voz ronca.

Momentos después, se abrió la puerta y apareció una mujer flaca y arrugada, envuelta en un albornoz blanco. Se movía con un andador.

—¿En qué puedo ayudarla?

—Me llamo Grace Carlyle. Estoy buscando a mi hermano y quería saber si se había puesto recientemente en contacto con usted.

—Su hermana, ¿eh? Esos listillos nunca me hablaron de una hermana. Tendrá que enseñarme alguna identificación.

Grace sacó de la cartera un documento de identidad con foto incluida. La mujer mayor asintió satisfecha.

—Hace tiempo que no veo a Alex. Tengo su correspondencia: se le había estado acumulando en el buzón. Me encargó que se la recogiera. Creo recordar que debería haber vuelto la semana pasada.

—Si no le importa, me gustaría llevarme esa correspondencia.

—Espere un momento. Todavía ando recuperándome de una operación de cadera y me cuesta un poco moverme —se volvió lentamente y desaparejó en el pasillo. Cuando volvió, llevaba un paquete de sobres de diferentes tamaños y colores—. Aquí tiene —apoyó una mano en el andador y le entregó el paquete con la otra.

—Muchas gracias.

Grace se apresuró a revisar el contenido. No vio nada que le llamara la atención y se lo guardó en el bolso. Ya lo examinaría con mayor detenimiento cuando estuviera en casa.

Algo más animada, abandonó el edificio. Pero su humor no duró demasiado, porque muy pronto tuvo la inequívoca sensación de que alguien la estaba observando. Miró por encima del hombro y no detectó nada fuera de lo normal. Después de todo lo que había sucedido con Alex, sin embargo, no intentó convencerse de que se trataba de una jugada de su imaginación. Aceleró el paso y metió una mano en el bolso para cerrarla sobre su spray de gas.

En lugar de dirigirse directamente a casa, se detuvo en una cafetería, una tienda de recuerdos y una panadería, en un intento por pasar desapercibida entre la multitud. Para cuando se sintió mínimamente segura, comenzaba a ocultarse el sol.

Ya de noche, entró en su edificio de apartamentos. «¿En qué lío me he metido?», se preguntó una vez dentro, mientras cerraba todas las ventanas. En aquel instante se le antojaba tan absurdo su antiguo gusto por el peligro y la aventura… Decididamente, había escarmentado.

Exhausta mental y físicamente, dejó su bolso sobre la mesilla y se sentó ante su escritorio. Encendió el ordenador y revisó su correo electrónico. Cuando vio que tenía un mensaje de Alex, sonrió de oreja a oreja y se apresuró a abrirlo.

Hola, Grace,

Estoy bien. Encontré una pista y tenía que seguirla. Perdona la nota, pero es que no tengo tiempo para llamarte. Probablemente estaré fuera de contacto durante un tiempo.

Te quiere,

Alex

Mientras leía el mensaje, la sonrisa se borró de sus labios. Debería haberse sentido aliviada. Después de todo, eso era lo que había querido: saber algo de Alex. Pero si había tenido tiempo para escribirle un mensaje… ¿cómo no lo había tenido para llamarla?

Con esa pregunta flotando en su mente, se quedó en ropa interior, se sirvió una copa de vino y se tendió en la cama. Luego se puso a revisar meticulosamente la correspondencia de su hermano. En su mayor parte era publicidad, con algunas facturas.

Acto seguido revisó sus cartas, y cuál no sería su asombro cuando descubrió una postal de su padre… ¡Su padre! ¿Cómo podía ser? Un hombre que había muerto muchos años atrás, después de una larga batalla contra la leucemia. Confusa, sacudió la cabeza y leyó la carta.

Gracie Lacie,

No pude venir a verte como planeaba. Algo me ha retrasado. Volveré a ponerme en contacto contigo. No te preocupes. Estaré bien.

Te quiere, Papá

Aquélla era la letra de Alex, de modo que tenía que tratarse de una especie de código. ¿Era posible que otra persona le hubiera enviado un falso e-mail? Quizá había sido la misma persona que había «retrasado» a Alex. ¿Pero por qué se había retrasado? ¿Por cuánto tiempo?

¿Y dónde estaba ahora?

Examinó el matasellos. De Florida, una semana atrás. Muchas cosas podían haber sucedido en una semana. Alex le decía que no se preocupara, pero no podía evitarlo. Estaba preocupada. ¿Y la pista? ¿Debería volver a Brasil?

Bueno, ciertamente no podía hacerlo esa noche… En su estado actual, lo mejor que podía hacer era descansar. La luz de la luna entraba en el dormitorio y el aroma de las velas perfumadas impregnaba el aire, relajándola. Suspiró profundamente y dejó a un lado la correspondencia. Luego cerró los ojos y se recostó en la montaña de cojines, mientras se preguntaba por lo que haría a continuación. Si Darius estuviera allí, con ella…

«Darius no es real», se recordó. Contra su voluntad, su imagen asaltó de pronto su mente. Con su rostro duro, de rasgos angulosos, que irradiaba tanta virilidad…

Desde el primer momento en que lo vio, debería haber adivinado que era como el producto ideal de sus más alocadas fantasías. Los hombres reales no eran como él. Los hombres reales no eran ni tan feroces ni tan salvajes, y sus besos no sabían a fuego, a pasión, a excitación…

Los hombres reales no la perseguían ni amenazaban con matarla, para luego acariciarla con exquisita ternura…

Aquel recuerdo en particular la hizo estremecerse, hasta que evocó un último detalle sobre Darius. Los hombres reales no admitían tan alegremente ser unos asesinos.

Su confesión la había sobresaltado. Pero también le había provocado una inesperada punzada de compasión, porque aunque Darius había afirmado que todo lo había hecho por propia voluntad, que nadie lo había obligado a matar, ella había creído distinguir un fondo de desesperación en su mirada. Había vislumbrado un interminable sufrimiento. En aquel preciso instante, la esperanza había estado completamente ausente de sus ojos.

Y ningún hombre debería vivir sin esperanza.

Rodó a un lado, abrazándose a un cojín. «Olvídate de Darius y descansa», se ordenó. Solamente debería importarle Alex. Quizá la clave para encontrarlo se le presentara sola, al día siguiente, después de una buena noche de sueño…

¿Pero cómo habría podido prever que aquella clave se presentaría en la forma y figura de un hombre de casi dos metros y más de cien kilos de peso?