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Capítulo 17

Con el medallón robado en el bolsillo, Alex tomó la mano de Teira entre las suyas, agradecido por su calor, su suavidad y su fuerza.

Temblaba. No de frío ni por la pérdida de sangre, sino por la forzada dependencia de la droga. Ansiaba aquella maldita sustancia… Tenía la boca seca. La cabeza le latía con un sordo dolor que pronto se convertiría en un infierno de sufrimientos. Necesitaba aquellas malditas drogas y le sorprendía que una parte de su ser quisiera quedarse allí a la espera de otra dosis.

La otra parte, la parte sana, evocaba imágenes de su hermana y de su madre. En la siguiente imagen apareció la propia Teira alejada de su lado a la fuerza, maltratada de todas las maneras posibles. Esa imagen persistió durante unos segundos, encendiendo un chispazo de furia. Y esa furia se impuso al síndrome de abstinencia.

Se marcharía de allí esa noche.

Salvar a Teira era necesario para su propia tranquilidad de espíritu. Se lo debía. Estaban juntos en aquel barco; sólo se tenían el uno al otro.

—¿Estás preparada? —le preguntó. Habían esperado a que el palacio se quedara silencioso, y ahora un denso silencio los envolvía con su abrazo.

—Sí —respondió.

—Yo te cuidaré —le prometió, rezando para que fuera cierto.

—Y yo te cuidaré a ti —repuso ella, en un tono aún más convencido que el suyo.

¿Cómo había podido dudar de ella? Le apretó la mano.

—Vamos.

Nada más acercarse a la doble puerta, las pesadas hojas de marfil se abrieron silenciosamente. «Qué fácil», pensó Alex. «Llevas un medallón y entras y sales cuando quieres». Se apresuró a sacar a Teira de la celda. Procuraba no pisar fuerte para no hacer ruido, con el pulso atronándole los oídos.

Conforme se alejaban de la celda, más frío hacía. La niebla se enroscaba a su alrededor, densa. «Es hielo seco», pensó, recordando que Jason se había jactado de haber metido toneladas por el portal. La escarcha crujía bajo sus botas.

De todas formas, se alegraba de la niebla, ya que los mantenía ocultos. Se guiaba con su mano libre, deslizando los dedos por la pared.

De repente, Teira se estremeció, y Alex le soltó la mano para pasarle un brazo por la cintura y atraerla hacia sí. Estaba temblando de frío.

Su fragante aroma le calentaba la sangre. Alex deseó haber podido ver su rostro en aquel instante, con la niebla enmarcándolo como un halo, porque sabía más allá de toda duda que sería la más erótica visión que había visto en su vida.

—Estoy aquí —murmuró.

—El frío… me debilita —le confesó ella, tambaleándose.

—Yo te haré entrar en calor.

Mientras se internaban en el palacio, Alex esperó que saltaran las alarmas. Que de repente se vieran rodeados de hombres armados. Pero no. No había más que silencio.

La pared que iba siguiendo con los dedos terminó demasiado pronto. ¿Adónde irían? Aquella blancura fantasmal era demasiado densa, demasiado opaca. Protectora, sí, pero también amenazadora.

De repente una solitaria figura surcó la niebla.

Alex escondió a Teira detrás de él, esperando a que el hombre se acercase. Se le había erizado el vello de la nuca. La tensión crecía a cada segundo.

Cuando el guardia se acercó lo suficiente, Alex no se lo pensó dos veces: simplemente le estampó el puño en la tráquea, dejándolo sin respiración. El hombre cayó al suelo como un fardo.

Rápidamente le quitó el abrigo y se lo echó por los hombros a Teira. Luego buscó un arma, pero no tema ninguna. Muy cerca, en el suelo, vio un extintor de incendios y se lo colgó a la espalda: no era precisamente un arma, pero de algo serviría.

—¿Por dónde se va al portal? —le preguntó a Teira.

—No puedes usar el portal aquí. Yo intenté escapar antes, cuando me separaron de ti. Demasiados guardias. Demasiadas armas.

Alex se pasó una mano por el pelo, suspirando de frustración. No había llegado tan lejos para detenerse ahora.

—Tendremos que sorprenderlos —le dijo, aunque ignoraba cómo iban a hacerlo…

—Hay otra manera —dijo ella—. Un segundo portal al otro lado de la isla. Darius Kragin es quien lo guarda y creo que podremos convencerlo de que te deje pasar. Él destruirá a esos hombres.

Una sonrisa de alivio se dibujó en los labios de Alex.

—Tú guías, cariño. Te seguiré a cualquier parte.

Teira le sonrió a su vez, pero con un aire de tristeza que lo dejó conmovido.

—Yo no quiero perderte. No quiero que te vayas.

—Entonces vente conmigo —al ver que abría la boca para protestar, la interrumpió—: No me des una respuesta ahora —se daba cuenta de que él tampoco quería perderla, y que lucharía con todas sus fuerzas para mantenerla a su lado. Después de tantos años aferrándose a su libertad, estaba dispuesto a sacrificarla por una relación estable con una mujer. Con aquella mujer—. Ya pensarás en ello. Ahora mismo lo que necesitamos es salir de aquí.

Volvió a tomarla de la mano y Teira lo guió por una escalera de caracol. La habitación en la que entraron a continuación era aún más fría, pero sin tanta niebla. Alex miró a su alrededor: no había muebles, y sin embargo, jamás en toda su vida había visto tanta riqueza. Los suelos eran de ébano, las paredes estaban forradas de joyas, bajo una bóveda de cristal. Su asombro lo hizo detenerse en seco.

«Esto es lo que quería Jason… Diablos, yo también lo quiero», pensó.

Experimentó una punzada de pura codicia. Tenía que haber una manera de que pudiera llevarse parte de aquel tesoro. Esconder quizá unas cuantas joyas debajo de la camisa. Llenarse los bolsillos. Él y su familia podrían llevar una vida de lujos durante el resto de sus vidas…

Pero el pensamiento de su familia lo anegó en una oleada de nostalgia. Jason le había dicho que no había sufrido daño alguno, pero Alex desconfiaba de aquel embustero asesino.

Alzó una mano y acarició con las yemas de los dedos una de las paredes cubiertas de joyas. Mientras lo hacía, un maravilloso aroma a jazmín, el de Teira, logró aflojar el nudo que sentía en la garganta y recordarle a la vez que ya tenía un tesoro a su lado: ella misma.

La miró, y Teira le sonrió: era una sonrisa de confianza.

Alex dejó caer la mano. La existencia de Atlantis tenía que permanecer en secreto. Hombres como Jason continuarían saqueándola, matando a hombres, mujeres y niños en el proceso. «Dios, qué estúpido he sido, qué obsesionado he estado con mis ansias de gloria y fama…», exclamó para sus adentros. Había puesto en peligro a toda su familia por aquello. Por prestigio y por dinero. Se le encogió el estómago de vergüenza.

—Vamos —dijo—. Salgamos de aquí.

—Sí.

Atravesaron cámaras y estancias vacías, cambiando cada vez de dirección: Alex tuvo la sensación de estar navegando por un laberinto. La mayor parte de las paredes estaban desnudas, con las joyas arrancadas. Había varios guardias apostados que no llegaron a descubrirlos, ya que en todo momento buscaron el amparo de la niebla y de las sombras.

Finalmente, llegaron ante unas altísimas puertas de marfil que se abrieron de par en par. Era noche cerrada. El rumor de las olas era relajante como una canción de cuna. La cálida brisa olía a mar y a sal. Teira se detuvo un momento para entrar en calor y reponer las fuerzas. El color había vuelto a sus mejillas.

Se quitó el abrigo y abrió los brazos.

Alex se embebió de aquella bellísima imagen de Teira frente a Atlantis. El verde exuberante de la vegetación aparecía nimbado de un resplandor rojizo. ¿Cómo podía una ciudad bajo el mar tener noche y día? No había sol, ni luna. En lo alto, una gigantesca bóveda de cristal se extendía interminable.

—Si seguimos el camino del bosque —dijo Teira en tono firme—, mañana podremos estar donde Darius.

—Entonces vamos.

Justo en ese momento, uno de los centinelas que montaban guardia en el bastión los descubrió:

—¡Allí abajo!

—¡Detenedlos! —gritó otro.

Las balas silbaron a su lado. Alex corrió todo lo que pudo, cargando con el extintor. En ningún momento soltó a Teira. Solamente aflojaron el paso cuando llegaron al bosque.

A Alex le gustaba pensar que se encontraba en buenas condiciones físicas, gracias a su afición al ejercicio. Pero en aquel momento estaba jadeando y el corazón le latía desbocado.

—Necesitas descansar —le dijo ella—. Aquí estamos a salvo. Podemos detenernos y…

—No. Nada de descansar. Sigamos.

Teira abrió la marcha, y él se obligó a seguirla; de repente los pies le pesaban como plomos. Intentó concentrarse en el presente, y no en las drogas que había dejado atrás. Teira se volvió para mirarlo con expresión preocupada.

—No te pares —le ordenó él.

Acababan de rodear un enorme olmo cuando un verdadero gigante surgió de las sombras, seguido de otro. Sus rasgos apenas resultaban visibles en la oscuridad, pero Alex casi podía sentir su furia.

Teira dio un grito.

Actuando instintivamente, Alex abrió el extintor y soltó el nitrógeno líquido, girando a la vez sobre sí mismo. Una densa espuma blanca envolvió a sus atacantes, cegándolos. Acto seguido arrojó la bombona al suelo y se internó con Teira en la espesura.

Corrieron. Corrieron esquivando árboles, arbustos, rocas. Vadearon dos arroyos cristalinos, siempre escuchando a su espalda los pasos de aquellos hombres fuertes, rápidos, decididos.

—¿Por dónde?

—Hacia el este —respondió Teira, jadeando—. Hay una… ciudad… cerca. Allí podremos escondernos.

Alex siguió por esa dirección, forzándose al límite. Cuanto más corría, más lejanos oía los pasos de sus perseguidores. O los habían perdido o se habían dado por vencidos. O quizá continuaran siguiéndolos, pero sigilosamente… de todas formas, no se confió. Sólo cuando Teira estuviera sana y salva en su apartamento, descansaría y se relajaría… eso sí, después de haberle hecho el amor. Varias veces.

Después de lo que les pareció una eternidad, llegaron a la ciudad. Tan pronto estaban rodeados por el bosque más espeso, cuando al momento siguiente suntuosos edificios de oro y plata se levantaban ante ellos. Alex aminoró el paso al encontrarse en medio de una bulliciosa calle empedrada, llena de gente… Pero no, no era gente: al menos no eran humanos. Hombres con alas, animales parecidos a toros y mujeres con cuernos. Y, entre ellos, altas criaturas con la piel del color de la nieve recién caída, que parecían flotar más que caminar.

Alex pudo sentir las ávidas miradas de aquellos seres clavándose en él, como si pudieran saborear su sangre… Vampiros. Se estremeció. Se movían con una gracia felina, meras pinceladas de piel blanca y ropajes oscuros. El único color de sus fisonomías era el de sus ojos, de un azul hipnótico.

En un gesto automático se frotó el cuello, cubriéndose las marcas de su último encuentro con un vampiro. El Libro de Ra-Dracus hablaba de una insaciable sed de sangre… eso lo sabía por experiencia.

—Por aquí —le dijo Teira, y lo hizo entrar en el edificio más cercano—. Nos esconderemos aquí de momento…

Una música estruendosa resonaba en todas direcciones. Voces y risas se mezclaban con la música mientras la gente hablaba, reía, bailaba. Se internaron en la multitud, intentando pasar desapercibidos. Al fondo descubrieron una mesa vacía.

Alex se dejó caer en el asiento, agotado. La adrenalina que había generado durante la persecución le había ayudado a disimular los efectos del síndrome de abstinencia, pero otra vez habían vuelto a temblarle las manos y a latirle las sienes.

Una mujer se acercó a ellos para dejar dos vasos sobre su mesa. Dos pequeños cuernos le brotaban de su frente. Esbozando una radiante sonrisa, les dijo algo en el mismo lenguaje que había utilizado Teira. Alex estaba empezando a familiarizarse con la pronunciación, así que no necesitó un intérprete para descifrar lo que les había dicho la camarera, antes de perderse de nuevo en la multitud:

—Bebeos esto y marchaos, o esta noche será la última de vuestras vidas.

—Hay muchos vampiros aquí —le dijo Teira, mirando a su alrededor—. Más de lo normal.

Una violenta mancha negra, una rápida descarga de electricidad y alguien apareció de pronto detrás de Teira, acariciándole un hombro. Las risas y la música se interrumpieron de golpe y todas las miradas se volvieron hacia ellos.

—Hueles bien, mi pequeña dragona —pronunció un vampiro con voz seductora, hipnótica—. Me pregunto a qué sabrás…

Alex tardó unos segundos en traducir las palabras. Cuando lo hizo, lo vio todo rojo. No le importaba lo muy fuertes que pudieran ser aquellos vampiros, ni que pudiera provocar una pelea con su actitud: simplemente no podía tolerar que amenazaran a Teira.

—Vete ahora mismo de aquí. O será tu sangre la que se derrame esta noche.

El vampiro soltó una carcajada de incredulidad.

—Mi sabor es el de la muerte —dijo al fin Teira—. Y ahora déjanos en paz. Nos marcharemos pronto.

—No, ni hablar. No hasta que haya probado tu sangre y la de tu humano.

Otro vampiro se reunió con ellos.

—No podemos hacer daño a los humanos, Aarlock. Lo sabes perfectamente.

—No lo mataré. A la dragona, sin embargo…

Todavía se acercó un vampiro más.

—Pero el humano no lleva la marca. Podemos matarlos a los dos, si queremos.

Los tres vampiros clavaron la mirada en el cuello de Alex. El tal Aarlock sonrió lentamente.

—Es verdad, no la lleva…

Alex se preguntó qué marca sería la que llevarían Jason y sus secuaces para evitar los ataques de vampiros. «Tengo que hacer algo», pensó, levantándose. Sin saber qué otra cosa podía hacer, alzó el puño. Pero antes de que tuviera tiempo de pestañear, el vampiro le agarró el brazo y se lo inmovilizó. Aquellos fantasmales ojos se clavaron en los suyos, desafiantes.

Una extraña letargia lo asaltó de pronto, como si acabaran de inyectarle un cóctel de deliciosas drogas. De repente sólo quería sentir aquellos colmillos hundiéndose en su cuello, entregarse a aquel ser tan poderoso…

Pero entonces, la dulce y delicada Teira soltó un aullido más animal que humano, se levantó de golpe y de sus dedos brotaron unas afiladas garras. Empujando al vampiro, lo derribó por encima de las mesas.

—No lo toques —gritó—. Es mío.

El resto de los vampiros se arremolinaron a su alrededor, algunos enseñando los colmillos, otros siseando. Alex salió por fin de su estupor cuando Teira estaba mostrando a su vez sus dientes, aún más largos que los de los vampiros. Se quedó anonadado. Había sabido que era una criatura relacionada con los dragones, pero no había esperado que su cuerpo pudiera cambiar tanto y transformarse en…

—Debemos irnos —le dijo ella, cambiando otra vez de idioma, pero sin apartar la mirada de las criaturas que los rodeaban—. Necesitaremos distraerlos.

Sudando, Alex miró a su alrededor: buscaba una Lanza, una antorcha, algo… Luego desvió la mirada hacia la puerta trasera. Los vampiros habían formado un círculo en torno a ellos, con sus cuerpos casi traslúcidos, vibrantes de energía.

Su instinto protector se aguzó: tenía que hacer algo para distraer su atención. Nunca había luchado antes con un vampiro, lógicamente… pero siempre le habían gustado las experiencias nuevas.

—Yo los entretendré —tensó los músculos, dispuesto para el combate—. Corre, cariño, y no mires atrás.

—¡No, no!

—¡Hazlo!

La puerta principal se abrió entonces de golpe: tres verdaderos gigantes entraron en el local. Un aire de amenaza los envolvía, tan oscuro como sus ropas. Tenían los ojos enrojecidos, como irritados por algún tipo de toxina… Alex los reconoció inmediatamente como los colosos que los habían perseguido en el bosque.

Los vampiros retrocedieron de golpe, siseando.

Teira se asomó por encima del hombro de Alex para mirar a los recién llegados… y se llevó una alegría.

—¡Braun, Vorik, Coal! —sonriendo de alivio, los saludó con la mano—. Ellos nos ayudarán.

Los tres gigantes intercambiaron una mirada de complicidad, asintieron levemente con la cabeza y se prepararon para la lucha.

Alex todavía no había salido de su asombro.

—¿Los conoces?

—Son los hombres de Darius.

—¿Entonces por qué gritaste cuando se acercaron a nosotros en el bosque?

—No sabía que fueran ellos. Vamos.

Aunque agradecido por la ayuda, Alex se sintió extrañamente decepcionado. Había querido ser él quien salvara a Teira. Había querido llevarse él todo su agradecimiento, todas sus alabanzas… Qué estupidez, ya que ninguno de los dos habría vivido para contarlo…

Mientras Alex y Teira se escabullían hacia la puerta principal, vampiros y dragones se dividieron el local hasta quedar frente a frente.

—¿Qué estabas haciendo en el bosque, Teira? —le preguntó uno de los guerreros sin dejar de vigilar a sus enemigos.

—Escapar.

—¿Escapar? Ya me lo contarás después —dijo, y señaló a Alex con la cabeza—. ¿Y ese humano?

Teira miró a Alex. Efectivamente: «¿y ese humano?». La pregunta la había acosado durante las últimas semanas. Si Alex hubiera sido como los demás humanos, habría podido ignorarlo. Si no se hubiera sentido tan atraída por él… Era casi tan alto como un guerrero dragón, fuerte, musculoso. Su cabello corto y rizado, rojo, enmarcaba un rostro duro, de mandíbula cuadrada. Pero eran sus ojos lo que más la había cautivado de él. Eran grandes y verdes, cargados de promesas y de sueños…

—Es mi amigo —le dijo ella—. No debe sufrir daño alguno.

Habiendo escuchado la conversación, Braun se volvió hacia ella, furioso:

—¿Y qué le ha pasado a Javar?

Detestaba decírselo, sobre todo en aquel momento. Pero no podía mentirles.

—Está muerto.

—¡Muerto! —exclamaron los tres dragones a la vez.

La tristeza se dibujó en el rostro de Braun, pero sólo duró un instante: rápidamente se vio reemplazada por la más férrea determinación.

—Había otros humanos en el palacio. Portaban extrañas armas que disparaban proyectiles…

—Así es —confirmó Teira—. Pero es que además congelaron el palacio. Todo está cubierto de hielo. Nos atacaron con sus armas cuando más débiles estábamos —recordó la facilidad con que su gente había sido derrotada. Tan pronto estaban todos felices y contentos como, al momento siguiente, habían muerto todos.

Cerró los puños, clavándose las uñas en las palmas: apenas sintió el dolor.

¿Por qué los humanos le habían respetado la vida y mantenido cautiva? ¿Para amenazar a Alex, quizá? ¿Para canjearla como rehén? La habían debilitado por el frío, y el hambre… Y el miedo. Sobre todo el miedo.

No descansaría hasta destruir a aquellos intrusos.

Había amado a su marido, había sido feliz con él, pero nunca había experimentado una pasión por Javar como la que sentía por Alex, como si no pudiera vivir sin tenerlo cerca. Suspiró. ¿Qué iba a hacer con é? Quería que se quedara allí, con ella. Quería abrazarlo cada noche, quería que la despertara a besos cada mañana… Y si no se quedaba con ella, lo perdería para siempre. Porque ella nunca podría vivir en la superficie.

El sonido de una gutural maldición la sacó de su ensimismamiento.

—No sois bienvenidos aquí, dragones —gruñó un vampiro.

—Hemos venido a por estos dos —dijo Vorik en tono tranquilo, con la mano apoyada en la empuñadura de su espada. Una espada que fácilmente podía atravesar el pecho de un vampiro, además del veneno mortal con que estaba impregnada—. No queremos problemas.

—Nosotros los vimos primero. Nos pertenecen.

—Quizá prefiráis luchar por ellos —sonrió Coal.

—Esa es una invitación que no podemos rechazar.

Los dragones eran más fuertes, pero los vampiros eran más rápidos. Años atrás, ambas razas se habían enfrentado y los dragones habían salido victoriosos. Pero unos y otros habían sufrido terriblemente.

Teira no estaba muy segura de cómo terminaría aquel combate: era más que probable que terminaran matándose entre sí.

—Dejadlos —dijo uno de los vampiros, sorprendiéndolos—. Esos dragones muy pronto se inclinarán ante nosotros.

—Eso no ocurrirá nunca —masculló Braun.

—Eso ya lo veremos.

Vorik arqueó una ceja.

—No, lo veremos… ahora mismo.

Y, sin emitir el menor sonido, los dragones se lanzaron contra los vampiros al tiempo que se transformaban de hombres en bestias. Soltaron sus armas, fiándose de sus propios reflejos.

Los vampiros, a su vez, se movieron rápidamente, trepando al techo para desde allí saltar sobre los dragones. Hubo gritos y aullidos de dolor. El sonido de la ropa desgarrada. El brillo cegador de las garras, el olor acre de la sangre.

—El olor a dragón apesta a kilómetros —gruñó uno de los vampiros.

—Dado que puedes olerme, Aarlock, también podrías probar mis llamas… —Vorik escupió un chorro de fuego que lo alcanzó en un costado.

Se oyó un aullido de dolor, mezclado con el siseo de la piel al quemarse… Con ojos desorbitados por el odio, el vampiro se giró, mostrando sus dientes. Antes de que Vorik tuviera tiempo para moverse, ambos rodaron por el suelo y Aarlock le clavó los colmillos en el cuello.

Vorik lo agarró entonces por el pescuezo y lo lanzó contra el suelo.

—¿Eso es todo lo que sabes hacer?

Y se enzarzaron de nuevo.

—Dame una daga —le pidió Alex a Teira. Nada más comenzar la pelea se había colocado delante de ella, para protegerla con su cuerpo.

No sabía si su ayuda serviría de algo, pero no podía dejar que aquellos dragones pelearan solos. Tenía que hacer algo.

—No —le dijo ella—. No debemos interferir. Sólo conseguiríamos distraerlos.

Alex no se dio por vencido y continuó buscando un arma, vigilando la pelea por el rabillo del ojo. Cada especie luchaba brutalmente, mordiendo, golpeando. Los dragones atacaban con los dientes, las garras y la cola, mientras que los vampiros se desplazaban rápidamente, mordían y se retiraban para volver a atacar. Procuraban inocularles su sangre, de un color marrón rojizo, que actuaba como un veneno.

Pero, al final, ni el veneno ni la velocidad fueron suficientes.

Los dragones, cuanto más fuego escupían por sus bocas, más poderosos se volvían. Incluso Teira parecía empaparse, alimentarse de aquel calor. El color había vuelto de golpe a sus mejillas. Alex, en cambio, estaba sudando.

Cuando la batalla terminó por fin, el suelo estaba tapizado de brasas y cenizas de vampiros. Braun, Vorik y Coal se mantenían en pie. Estaban cubiertos de sangre y heridas, pero habían sobrevivido.

Uno de los dragones, Braun, empujó a Alex fuera del local. Los demás los siguieron. Teira hizo las presentaciones.

Alex nunca había sido más consciente de la fragilidad del ser humano. Los hombres que conocía nada tenían que ver con aquellos guerreros sedientos de sangre.

—¿Qué es lo que quieren los humanos del palacio, Teira? —inquirió Vorik.

—Sus riquezas. Se las están llevando a la superficie.

—¡Malditos sean! —estalló Coal, fulminando a Alex con la mirada.

Alex retrocedió un paso, alzando las manos.

—Yo no estoy con ellos. Os ayudaré en todo lo que pueda.

—Era un prisionero suyo, como yo —les aseguró Teira—. ¿Hay más guerreros con vosotros? ¿Podremos reconquistar el palacio esta noche?

Braun negó con la cabeza.

—No podemos actuar hasta que vuelva Darius. Nuestras órdenes son rodear el palacio e interceptar a todo aquél que intente entrar o salir.

Vorik la miró ceñudo:

—La hora de la guerra llegará pronto, y entonces actuaremos. Por ahora no podemos hacer nada. ¿Entendido?

—¿Cuándo volverá Darius? —preguntó Teira—. Yo estoy deseosa de vengarme.

Ignorando su pregunta, Coal intercambió una mirada de preocupación con Braun.

—Nosotros también. Nosotros también.

 

 

Jason Graves estudió detenidamente el baluarte de los vampiros. Aunque aquella fortaleza carecía de las riquezas del palacio de los dragones, tenía también su interés. Aunque sólo fuera por sus paredes de plata y sus suelos de oro.

Quizá necesitara replantearse su alianza con los vampiros.

Los vampiros les habían proporcionado las herramientas necesarias para arrancar las joyas del palacio dragón, así como la localización de monedas y otros tesoros. Y, a cambio, Jason estaba acabando con los dragones. Era un buen trato, o al menos eso había pensado en un principio.

Porque estaba empezando a sospechar que en el momento en que los dragones fueran exterminados, los vampiros saciarían su sed con Jason y sus hombres, olvidada su antigua alianza. De ahí que estuviera acariciando la idea de golpear primero… De esa manera, no sólo salvaría su vida, sino que se embolsaría también las riquezas de los vampiros. Había oído que solamente ellos conocían la localización del mayor tesoro de todos: la Joya de Atlantis. Una piedra poderosa que garantizaba a su poseedor victorias inimaginables.

En aquel momento, sus aliados temporales sabían que a cualquier humano que llevara un medallón de dragón había que dejarlo en paz. Jason les había dejado claro desde el principio que si uno de los hombres era atacado, sólo uno, daría por rota su alianza y se pasarían al bando de los dragones.

Sólo que la amenaza dejaría de funcionar tan pronto como los dragones fueran exterminados.

—Has derrotado a Javar —le dijo Layel, el rey vampiro, mientras se acariciaba los labios rojos con sus blanquísimos dedos, recostado en su trono. Un trono hecho de huesos—. Es hora de que venzas también a Darius.

—Todavía no hemos terminado de saquear el primer palacio —repuso Jason. Estaba de pie en el centro de la sala y se removía nervioso. Siempre que pisaba aquella fortaleza, nunca se quedaba más tiempo del estrictamente necesario. El hecho de saber que sus hombres esperaban en la sala contigua, con sus armas preparadas, no lograba tranquilizarlo del todo. Layel habría podido degollarlo con sus colmillos antes de que hubiera tenido la oportunidad de gritar pidiendo ayuda.

—No importa. Quiero que mueran inmediatamente —el rey descargó un puñetazo en el brazo del trono… que parecía un fémur—. Los dragones son crueles, malvados asesinos. Tienen que perecer.

—Y perecerán. Pero nosotros necesitamos algo más de tiempo. No puedo dividir mis fuerzas. Y no abandonaré el primer palacio hasta que no esté completamente saqueado.

Un denso silencio siguió a sus palabras.

—¿Te atreves a decirme que no? —le preguntó Layel en tono suave.

—No, no exactamente. Simplemente te estoy pidiendo un poco de paciencia.

Layel deslizó lentamente la lengua por sus dientes afilados como hojas de afeitar.

—Sabía que eras codicioso, humano. Lo que no sabía era que fueras tan estúpido.

Jason frunció el ceño.

—Eres perfectamente libre para enfrentarte a los dragones tú solo —Jason ya no necesitaba a los vampiros: las herramientas ya estaban en su poder. Pero ambos sabían que Layel todavía lo necesitaba a el.

Una intensa furia brilló en los ojos del rey vampiro, de un azul fantasmal.

—¿Cuánto tiempo más necesitas? —gruñó.

—Una semana. Dos a lo sumo.

—¡Es demasiado! Si lograste derrotar a Javar fue precisamente porque lo sorprendiste. Sin el factor sorpresa, no vencerás a Darius —con un siseo de rabia lanzó la copa que tenía en las manos directamente contra la cabeza de Jason.

Jason se agachó y la copa pasó volando a su lado. A punto estuvo de alcanzarlo.

—Él es más fuerte de lo que lo fue nunca su tutor —añadió Layel.

Jason lo miró airado, apretando los labios. Pero las puertas se abrieron antes de que pudiera pronunciar una palabra. Uno de sus hombres entró apresurado:

—Alex y la mujer han escapado.

—¿Qué? —exclamó Jason, volviéndose hacia él.

—Acaban de informarme hace unos segundos. Escaparon por el bosque.

—¡Maldita sea! Registradlo a fondo. Una hora. Quiero que me lo traigáis en una hora.

—¿Vivo?

—Si es posible, sí. Si no…

El hombre se retiró a toda prisa. Jason se quedó donde estaba, apretando los dientes. Por una parte, no le importaba que Alex hubiera escapado. Era más que probable que pereciera a manos de cualquiera de las fantásticas criaturas que habitaban Atlantis. Pero al mismo tiempo era consciente del gran perjuicio que podía ocasionar a sus planes. Podía, por ejemplo, llegar hasta Darius y alertarlo.

—Jason —le dijo Layel.

Sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Sin necesidad de mirarlo, sabía que el vampiro se encontraba justo detrás de él. Se volvió lentamente.

—Arregla esto. Fállame y añadiré tus huesos a los de este trono.