img1.png

Capítulo 11

Todo había sucedido en cuestión de segundos.

Tan pronto atravesaba Grace el salón a la carrera como al momento siguiente Darius ya la había derribado. Cayeron los dos sobre el sofá. Como consecuencia del impacto, se quedó sin respiración.

Darius le dio la vuelta y le inmovilizó las manos por encima de la cabeza. Al parecer, era su posición favorita. Grace ni siquiera tuvo tiempo para asustarse.

—Mi alma te pertenece, tu alma me pertenece —recitó con voz extraña, hipnótica. Tenía los párpados rojos e hinchados, pero, mientras la observaba, desapareció todo resto del gas tóxico.

—¿Qué estás haciendo? —se sentía cada vez más mareada.

—Estaremos atados el uno al otro —continuó él—. De esta luna a la siguiente. Entonces quedaremos libres.

Grace podía sentir la sangre alborotándose en sus venas como si fuera una extraña y oscura esencia. Retazos de pensamientos invadieron su mente, imágenes inmóviles en blanco y negro: imágenes del terror de un niño y de la búsqueda de un amor nunca encontrado. Imágenes de desolación y de una última definitiva renuncia a los sentimientos, a las emociones.

El niño era Darius.

Se encontraba en el margen de una visión, contemplando el escenario de una masacre. Hombres, mujeres y niños yacían encharcados en su propia sangre. Darius se arrodilló frente a uno de los niños: era una niña pequeña. Su largo cabello negro formaba un río de tinta alrededor de su rostro y de sus hombros, mezclándose con la sangre que manaba del cuello. Llevaba un vestido de color azul zafiro que se le había enredado a la cintura. Tenía los ojos cerrados, pero había una promesa de belleza en sus finos y delicados rasgos.

Delicadamente, Darius le bajó el vestido hasta los tobillos. De rodillas, alzó la mirada a la bóveda de cristal. Descargó un puñetazo en el suelo y gritó, soltó una especie de aullido más animal que humano.

Grace quiso llorar. Se sorprendió a sí misma estirando las manos, intentando abrazar al niño. Pero apenas había empezado a moverse cuando volvió a la realidad. Darius seguía cerniéndose sobre ella.

—Acabo de encadenarte a mí —pronunció, satisfecho—. Durante un día, no te separarás de mí. No tendrás escapatoria.

—Eso no es posible…

—¿Ah, no? ¿No puedes hablar mi lenguaje? ¿Acaso no he viajado hasta aquí, Gracie Lacie? —añadió en tono suave.

Se había quedado sin aliento.

—¿Cómo es que conoces ese nombre?

—Tu padre te llamaba así.

—Sí, pero… ¿cómo lo sabes?

—He visto dentro de tu mente —respondió sin más antes de levantarse. Ella se desplazó hasta el extremo más alejado del sofá—. Ve a tu habitación y vístete. Ponte algo que te cubra de la cabeza a los pies. Tenemos mucho de que hablar y poco tiempo.

—No pienso moverme.

Darius entrecerró los ojos.

—Entonces yo mismo te cambiaré.

Con esa amenaza resonando en sus oídos, Grace saltó del sofá y se dirigió a la habitación. Una vez dentro, cerró la puerta con llave y corrió a la ventana. Levantó el cristal y se disponía a salir… cuando se dio cuenta de que no podía. Se lo impedía un muro invisible.

Enferma de frustración, pateó y golpeó aquella invisible pantalla, pero no pudo romperla. Finalmente, jadeando, se dio por vencida. ¿Cómo se atrevía Darius a hacerle eso? ¿Qué le había dicho? Le había lanzado un conjuro por el cual la encadenaba a él. Increíble…

De repente llamaron con fuerza a la puerta.

—Tienes cinco minutos para vestirte. Si tardas más, entraré.

Grace no dudaba de que lo haría, aunque tuviera que tirar la puerta abajo. Soltando una amarga carcajada, se sentó en el alféizar y apoyó la cabeza en el marco de la ventana.

¿Cómo era posible que el niño desvalido que había visto en su imaginación se hubiera convertido en el hombre tan implacable?

No quería creer que aquellos flashes de la vida de Darius que había visto eran reales: sin embargo, había adivinado el nombre con que solía llamarla su padre… Y ésa era una información que no había compartido con nadie. La niñez de Darius, aquellas cosas que había visto… habían sucedido.

No le gustaba saber que antaño había tenido una infancia. No le gustaba saber que había sufrido terriblemente por la muerte de sus seres queridos. Saber todo eso le hacía desear consolarlo, protegerlo. Permanecer a su lado.

—No quiero cambiarme mientras tú sigas en mi casa —gritó—. No confío en ti.

—Eso no importa. Harás lo que te he ordenado.

«O yo lo haré por ti»; Grace terminó mentalmente la frase. Se acercó al aparador y se despojó de la camisa. Rápidamente se puso un sencillo suéter de cuello largo y un pantalón gris.

Cuando estuvo completamente vestida y calzada, se detuvo. «¿Qué voy a hacer ahora?», se preguntó. Saldría de la habitación y se comportaría de manera civilizada. Respondería sinceramente a sus preguntas. Y después Darius se marcharía, tal y como había aparecido.

Ciertamente, había tenido oportunidad de herirla, de hacerle daño: mientras dormía, mientras se besaban. De repente un estremecimiento de placer la recorrió de la cabeza a los pies, y frunció el ceño. ¿Cómo era posible que siguiera deseándolo después de todo lo que le había hecho?

Ya mínimamente sobrepuesta, abrió la puerta. Darius esperaba apoyado en la pared del fondo. Su expresión era tan fría e implacable como siempre. Sus ojos parecían auténticos trozos de hielo.

—Así está mejor —sentenció, contemplando su atuendo.

—Vamos al salón —propuso ella. No quería tener una cama cerca cuando hablaran.

Sin esperar su respuesta, se dirigió hacia allí. Ocupó el único sillón que había, para que no pudiera sentarse a su lado.

Darius tomó asiento en el sofá, lejos de ella.

—¿Dónde está el medallón, Grace?

Al parecer, había llegado la hora de las confesiones.

—Yo, eh… lo perdí.

—¿Qué? —rugió, levantándose de un salto.

—Que lo perdí.

Darius volvió a dejarse caer en el sofá y se pasó una mano por la cara.

—Explícate.

—Cuando volví a atravesar la niebla, se me soltó del cuello —se encogió de hombros—. Luego lo estuve buscando en vano.

—Si me estás diciendo esto porque quieres quedarte con el medallón, yo…

—Registra la casa, si quieres —lo interrumpió.

Darius se la quedó mirando pensativo. Luego asintió con la cabeza, como si acabara de tomar una importante decisión.

—Vamos a hacer un pequeño viaje, Grace.

—No lo creo.

—Iremos a la cueva. No nos quedaremos mucho tiempo.

Se quedó pálida, estremecida. ¿Pretendería llevársela consigo a Atlantis? ¿Para dejarla encerrada allí?

—Ni se te ocurra discutir —le advirtió él, como si le hubiera leído el pensamiento—. Yo debo ir. Y por tanto, tú también. Recuerda que estamos ligados.

—Pero Atlantis…

—No es allí donde te llevo. Sólo quiero visitar la cueva.

Grace se relajó: parecía que le estaba diciendo la verdad. «Otro viaje a Brasil no me vendrá mal», pensó, recordando la postal que Alex le había enviajo desde Florida. Podría llevarse su foto, algo que so había hecho la última vez, internarse en la ciudad, preguntar a la gente si lo había visto. Porque fuera cual fuera la pista que Alex había encontrado, lo que había hecho en Florida debía de haberle mandado de vuelta nuevamente a Brasil. Era allí donde estaba el portal. y era el portal lo que Alex había estado buscando.

—Si te acompaño… ¿me ayudarás a encontrar a mi hermano?

—¿No sabes dónde está?

—No, y lo he buscado. Sus colaboradores no lo han visto. No estaba en casa. Ni siquiera llamó a mama cuando lo hace habitualmente. Alguien me envió un e-mail supuestamente suyo. Pero yo sé que no era porque en el buzón encontré una postal suya, con matasellos de Florida, diciéndome que se encontraba en problemas. ¡Es todo tan confuso! La única gente que sabe que lo estoy buscando son sus colaboradores, pero ellos también lo están buscando, así que no entiendo por qué habrían de impedírmelo… Yo solo quiero encontrar a mi hermano sano y salvo.

Un brillo culpable asomó a los ojos de Darius.

—Yo no puedo quedarme mucho tiempo. Pero tienes mi palabra de honor de que, mientras esté aquí, te ayudaré a encontrarlo.

—Gracias —repuso ella en tono suave. Lo que no entendía era por qué se sentía culpable…

Darius se levantó y le tendió la mano.

—¿Nos marchamos ya? —inquirió ella.

—Sí.

—Pero necesito llamar a la agencia de viajes, tengo que…

—Sólo tienes que tomarme la mano.

Parpadeó varias veces con expresión confusa, antes de levantarse del sillón.

—Sólo dame unos segundos para… —corrió al armario y sacó un álbum de fotos. Después de extraer una fotografía y guardársela en un bolsillo, se apresuró a volver con Darius. Le tomó la mano—. Ya estoy lista.

—Cierra los ojos —su profunda voz resultaba hipnótica.

—¿Por qué?

—Haz lo que te digo.

—Primero dime por qué.

Darius frunció el ceño.

—Lo que vamos a hacer va a ser un poco… movido.

—Ya. Bueno, eso no es tan malo, ¿verdad? —cerró los ojos. Transcurrió un segundo y no sucedió nada. ¿Qué estaba pasando?—. ¿Puedo mirar ya?

—Aún no —su voz era tensa. Le apretaba la mano con fuerza—. En este momento no puedo ejercer un pleno uso de mis poderes, así que el viaje se prolongará más de lo habitual.

¿Viaje? ¿Y por qué no tenía pleno uso de sus poderes?

—Ya puedes mirar —le dijo Darius varios segundos después.

Grace abrió los ojos y se quedó sin aliento. Desnudas y rocosas paredes la rodeaban. Podía oírse un goteo constante, fantasmal. Una densa niebla helada los envolvía. Hacía mucho frío: de repente se alegró de haberse puesto pantalones.

Todo estaba oscuro. La única luz procedía del propio Darius a través de la camisa, sus tatuajes brillaban tanto que habrían podido iluminar un estadio entero de fútbol…

—¿Cómo has podido hacer eso? —le preguntó ella admirada—. ¿Cómo has podido traernos aquí tan rápidamente, sin dar un solo paso?

—Soy un hijo de los dioses —le dijo, como si eso lo explicara todo—. No te muevas de aquí.

Tampoco pensaba hacerlo. No tenía la menor intención de internarse en la niebla.

Darius se dedicó a explorar la caverna, tenso y alerta, con sus músculos dibujándose claramente a través de la ropa. Grace no pudo evitar recordar la sensación de aquel cuerpo bajo sus dedos. Se le hizo la boca agua. Sí, aquel hombre rezumaba peligro y aventura por todos los poros. Era demasiado amenazador, demasiado imprevisible, y también demasiado poderoso. Le había prometido que la ayudaría a encontrar a su hermano mientras estuviera a su lado, ella confiaba en él.

Porque si alguien podía encontrar a Alex… ése era Darius.

Vio que intentaba apartar una rama baja… sin conseguirlo, porque sus manos la atravesaron. Como si fuera un fantasma. Se quedó atónita, contemplándolo todo con los ojos muy abiertos. Luego se volvió hacia la pared más cercana y deslizó una mano por su rugosa superficie. Para su sorpresa, sus dedos desaparecieron dentro de la roca.

—Somos fantasmas —exclamó.

—Sólo mientras estemos aquí —le aseguró él.

Saber que no estaba condenada a ser para siempre un fantasma la tranquilizó un tanto. Estaba acostumbrada a las experiencias novedosas. La mayor parte de las veces, tenía que esforzarse por buscarlas. Pero, con Darius, ese tipo de cosas parecían surgir naturalmente: cosas extrañas para las que era imposible que estuviera preparada. Aquel hombre era la aventura personificada.

—¿Estás buscando el medallón? —le preguntó.

Se hizo un largo y denso silencio. Obviamente, no quería contestar.

—¿Y bien? —insistió ella.

—Debo encontrarlo.

¿Qué tendría aquel colgante? Ella misma había sentido su extraño, incuestionable poder.

—Tú lo quieres, y Alex también. Aparte de servir para abrir la puerta de tu cámara… ¿qué es lo que lo convierte en algo tan valioso?

—Los medallones de dragón son creaciones de Hefesto, el herrero de los dioses, y cada uno otorga un poder especial a su dueño, como viajar en el tiempo o el don de la invisibilidad. Además, permite abrir las puertas de todas las cámaras de cualquier palacio de dragones… como tú misma tuviste ocasión de experimentar —añadió secamente.

—Si hubiera sabido que tenía todos esos poderes, habría intentado no perderlo —le confesó—. Vaya, viajar en el tiempo… Precisamente mis novelas favoritas tratan de viajes en el tiempo. Siempre he pensado que sería maravilloso poder viajar a la Edad Media…

—Si hubieras conocido todos los poderes del medallón, no habrías vivido lo suficiente para poder viajar en el tiempo.

Eso ponía ciertamente las cosas en su justa perspectiva, pensó Grace.

—Supongo, por tanto, que no debería preguntarte cuales son los poderes de tu medallón…

—No, no deberías. Ni tú ni los demás moradores de la superficie deberíais conocer siquiera la existencia de los medallones.

Grace suspiró.

—Alex encontró un antiguo texto, el Libro de Re-Dracus. Así fue como llegó a saber de su existencia. Y del portal que comunicaba con Atlantis.

Darius se volvió para mirarla con los ojos entrecerrados.

—Nunca había oído hablar de ese libro. ¿Qué más decía?

—Alex no me contó gran cosa. Sí me comentó que el libro explicaba las distintas maneras de derrotar a las criaturas de las que hablaba. Pero no me dio los detalles, lo siento.

—Tengo que ver ese libro —«debo destruirlo», pensó Darius para sus adentros.

—Poco después de que lo encontrara… —abrió los brazos, impotente— alguien se lo robó.

Darius se frotó el cuello al tiempo que se arredilaba frente a un montículo de barro.

—Los atlantes son seres peligrosos. Más fuertes que vuestra gente y mucho más letales. Es por eso por lo que no entiendo que los moradores de la superficie se empeñen tanto en invadirnos. Todos aquellos que lo intentan, perecen inevitablemente. Cada vez.

—Yo no —le recordó Grace en tono suave.

Darius giró rápidamente la cabeza hacia ella por segunda vez. Hubo un silencio.

—No —pronunció al fin—. Tú no —y continuó mirándola fijamente, hasta que la hizo sentirse incómoda. Un brillo de deseo ardía en sus ojos: parecía abrasarla con la mirada—. ¿Dónde encontró tu hermano el libro?

—En Grecia. En el templo de Erinis —chasqueó los dedos al recordar el lugar exacto.

—Erinis, la diosa que castiga la deslealtad —frunció el ceño—. Una diosa menor. No entiendo por qué ella o sus seguidoras habrían de poseer un libro así. Un libro que detalla las formas de derrotarnos.

—Quizá quería castigar a los habitantes de Atlantis. Por desleales —aventuró Grace.

—Nosotros no somos desleales a nadie. Nunca lo hemos sido —replicó, airado.

—Tranquilo, no te pongas así…

—Tampoco intentamos conquistar la superficie. Servimos fielmente a nuestros dioses. Jamás hemos hecho nada que merezca un castigo.

—Bueno, eso no es exactamente cierto —aunque se había prometido a sí misma no volver a sacar el tema, no pudo evitarlo: conocía bien la leyenda—. Evidentemente, hicisteis algo. Vuestra ciudad se hundió en el mar.

—Nos ocultamos en el mar. Nadie nos creó deliberadamente. Nuestro origen data del momento en que Zeus cortó… —se interrumpió por un momento— su hombría a su padre, y la sangre de Cronos se derramó sobre la tierra. Él quería crear a los hombres, pero nosotros fuimos los primeros en nacer. Aunque propiamente Zeus era nuestro hermano, nos tenía miedo, así que nos prohibió que habitáramos en la tierra. Pero nosotros no fuimos desleales con nadie.

—¿Tú naciste de la sangre de un dios? —le preguntó Grace, curiosa.

—No —respondió Darius—. Mis padres me engendraron a la manera tradicional. Fueron mis antepasados los que nacieron de la sangre de un dios.

Apretó los labios, terco, y Grace supo sin lugar a dudas que no iba a sonsacarle más información.

Sus padres estaban muertos, eso lo sabía por sus visiones y una vez más sintió lástima por él. Lástima porque había sido él quien los había descubierto. Lástima porque los habían asesinado con una maldad que le daba escalofríos de sólo recordarlo. Sabía, lo muy terrible que era perder a un ser querido.

—Tu hermano —dijo Darius, cambiando de tema—. Dijiste que llevaba desaparecido varias semanas.

La mención de Alex le sirvió de frío recordatorio del motivo por el que estaba allí.

—No ha pasado por casa. Tampoco me ha llamado, eso sí que es extraño.

—Esos hombres que lo estaban buscando en la jungla… ¿es posible que estuvieran también interesados en su medallón?

—Bueno, sí… El intento de robo que te mencioné era anterior…

—Quizá deberías contarme todo lo que sucedió. Antes y después de que escaparas de Atlantis.

Grace le contó todo lo que sabía, sin omitir ningún detalle.

—Esos hombres… —dijo él— los Argonautas que te encontraron en la jungla… ¿crees que serían capaces de hacer daño a tu hermano con tal de conseguir el medallón?

—Espero que no, pero…

Darius se preguntó cuánta gente estaría implicada en aquella compleja red de misterios… que parecía complicarse más cada vez que Grace abría la boca.

—Ojalá pudiera encontrarlos y hablar con ellos —se incorporó—. El medallón no está aquí. Ya he registrado hasta el último rincón de la cueva.

—Yo no te mentí —le aseguró ella—. Lo perdí en la niebla.

Darius se pasó una mano por el pelo con gesto frustrado. Una vez más, no sabía si creer o no a Grace. Sus razones le parecían puras, honestas: el deseo de buscar y proteger a su hermano. Y sin embargo, era demasiada casualidad que hubiera perdido el medallón…

Seguía allí de pie, batallando consigo mismo, cuando sus tatuajes iluminaron un objeto oscuro. Lo había visto de pasada durante su búsqueda, pero lo había ignorado. Se agachó para estudiarlo. Era el arma de Grace. De la misma clase que las de los humanos que habían conquistado el palacio de Javar.

—¿Por qué traías esto? —le preguntó.

—¿La pistola? —cerró la distancia que los separaba y se arrodilló a su lado.

—Una pistola —repitió. No conocía la palabra—. ¿Por qué la traías? —le preguntó de nuevo.

—Para protegerme. La compré en Manaos.

—¿Cómo funciona? Si no recuerdo mal, intentaste herirme con ella, pero no sucedió nada.

—El tambor estaba vacío. Si hubiera estado lleno abría disparado balas. Para eso hay que apretar o gatillo. Las balas te habrían causado heridas. Incluso la muerte.

Intrigado, examinó el arma con mayor curiosidad.

—Me gustaría verla funcionar. Si te la entrego… ¿me enseñarás?

—No tengo balas.

—Consíguelas.

—¿Dónde?

—Lo dejaremos para más adelante, entonces. Cuando volvamos a tu casa, conseguirás esas balas y me enseñarás cómo funciona esto.

—De acuerdo —aceptó, aunque no estaba muy segura de que quisiera enseñarle cómo funcionaba una pistola—. Por cierto, ¿cómo vamos a llevárnosla a casa? Ni siquiera podemos recogerla. Somos fantasmas.

Darius acercó las manos al arma y cerró los ojos. Transcurrieron unos segundos. Arrugas de tensión surcaron su rostro. Su tez dorada palideció.

Grace no pronunció el menor sonido; ni siquiera se movió. No sabía qué estaba haciendo, pero se resistía a interrumpirlo.

Finalmente, vio que soltaba el aliento y abría los ojos. Acto seguido, recogió el arma sin mayor prosterna.

—¿Cómo has hecho eso? —exclamó, asombrada. Recibió la pistola de sus manos y se la guardó en la cintura del pantalón.

Darius ignoró su pregunta.

—Vamos —se dirigió a la entrada—. Quiero encontrar a esos Argonautas.

—Ellos también tienen armas como ésta —le advirtió—. Yo los vi.

—Ni siquiera sabrán que estamos aquí. Somos fantasmas, ¿recuerdas?

Tuvieron que reptar para salir de la cueva. Una vez fuera, se incorporaron. El calor y la humedad de la jungla amenazaron con ahogarla. Enseguida reconoció los olores familiares: a rocío, a orquídeas, a tierra recién lavada por la lluvia.

—¿Qué puede hacer uno para protegerse de una pistola? —le preguntó Darius, abriendo la marcha.

—Un chaleco antibalas. Es lo que usa la policía, al menos.

—Me gustaría conseguir uno de esos chalecos —comentó, pensativo.

—Quizá podamos comprarte uno por Internet. Yo podría hacer la búsqueda…

De repente sintió que algo le rozaba la ropa. Era una fruta que había pasado volando delante de ella, para estrellarse en un árbol. Enseguida oyó una risa: no humana, pero de diversión en todo caso.

Dos proyectiles más volaron hacia Grace. Darius se volvió rápidamente y se lanzó sobre ella para tirarla al suelo. Su peso amenazaba con aplastarla.

—¡Esos malditos monos! —estalló, furiosa—. Dijiste que nadie se daría cuenta de que estábamos aquí…

—Ah. ¿Ahora son los monos los que tienen la culpa? —aunque estaba serio, un brillo divertido asomaba a sus ojos dorados.

¿Dorados otra vez? La única ocasión en que sus ojos habían adquirido aquel color fue justo después de que la hubiera besado. Se preguntó qué sería lo que los hacía cambiar…

—Los animales pueden ver cosas que un ojo humano no puede distinguir —añadió.

—¿Te estás riendo de mí?

—Tal vez.

—Lo que quiero saber es por qué no te han lanzado nada a ti.

—Supongo que porque saben que me habrían servido de merienda.

Le gustaba ese aspecto de Darius, tan divertido y juguetón. No pudo por menos que sonreírse.

De repente, Darius bajó la mirada a sus labios, y un brillo de deseo relampagueó en sus ojos. Toda traza de diversión desapareció de su rostro. La misma Grace dejó de sonreír. Recuerdos de la última vez que se había colocado encima de ella asaltaron su mente… y lo deseó de nuevo.

Al mismo tiempo, ese descubrimiento la enfureció. ¿Cómo podía desear a un hombre así?

Debió de moverse, quizá incluso arquear las caderas, porque Darius soltó un profundo suspiro. Tenía los músculos en tensión…

Con un solo movimiento, se incorporó.

—Arriba —su tono era inexorable—. Estamos perdiendo el tiempo.

¿Perdiendo el tiempo? ¡Perdiendo el tiempo! Era el colmo…

Caminaron durante una hora entera. Evidentemente, el calor era el aliado de Darius, porque mientras que él tenía un aspecto fresco y descansado, como si hubiera salido de una clase de yoga, ella se sentía agotada, sucia y sudorosa. Pero era una fantasma, ¿no? ¿No se suponía que tenía que permanecer limpia e intocada por el ambiente exterior?

—Odio este lugar —masculló. Estaba cansada y sedienta. E irritada.

El culpable de aquel estado de ánimo se detuvo al fin.

—Aquí no hay Argonautas.

«No me digas, Sherlock», pensó Grace.

—Yo te dije que estuvieron aquí, no que siguieran aquí…

—Te creo: hay huellas suyas por todas partes. ¿Conoces los nombres de los hombres que te ayudaron?

—Sí. Jason y Mitch. Y Patrick.

—Necesito también sus apellidos.

—Lo siento —sacudió la cabeza—. No me los dijeron, y yo tampoco se los pregunté.

Darius experimentó una punzada de decepción. Había confiado en encontrar a aquellos hombres, interrogarlos y conseguir al fin las respuestas que tanto necesitaba. Cuanto antes terminara con aquello, antes podría reconquistar el palacio de Javar… y antes su vida volvería a la normalidad. No más caos. No más deseos insaciables…

No más Grace.

Frunció el ceño. Aquella mujer le estaba llevando al borde de la locura. Con la manera que tenía de moverse, de hablar, de mirarlo con aquella avidez en los ojos… Sí, una avidez que era incapaz de disimular.

No quería desearlo, pero lo deseaba de todas maneras. Y mucho.

Y Darius la deseaba a su vez… de una forma ciertamente alarmante.

Nada más pronunciar el conjuro que la encadenó a él. Había visto en su mente que era una mujer que huía de sus propios deseos. Al igual que Alex, su hermano. Ambos habían sido testigos de la lenta enfermedad de su padre y de su muerte final. Grace lo había querido mucho, y verlo morir había sido una experiencia tan dolorosa que se había retraído a un mundo de fantasía, imaginándose a sí misma en cualquier otro lugar que no fuera su casa. Imaginándose en todo tipo de situaciones excitantes, en toda clase de aventuras. Como incansable luchadora contra el crimen, como capitana pirata surcando los mares…, o como sirena que seducía a los hombres y los enloquecía de amor y placer. Esa última imagen era la que más le intrigaba…

Grace había buscado la pasión, la aventura y todas aquellas cosas con las que había fantaseado en sueños, pero la vida no le había ofrecido nada de eso. Nada había estado a la altura de sus expectativas. Había vivido una larga serie de decepcionantes aventuras… hasta que se internó en la niebla. Sólo entonces encontró allí, en Atlantis, el gozo y la realización suprema que tanto había ansiado…

Por tanto, ¿cómo podía pensar él en poner fin a aquella vida, cuando hacía tan poco que había empezado a ver realizados sus sueños? La pregunta lo acosaba porque conocía la respuesta: simplemente no podía aceptarlo.

Por mucho que quisiera que viviera Grace… tenía que permanecer fiel a su juramento.

Suspiró. Estaba perdiendo el tiempo allí, y el tiempo era oro: sus poderes ya se estaban debilitando. No estaba seguro de cuánto tiempo más sería capaz de aguantar.

—Volvamos a tu casa —le dijo a Grace. Sin esperar su respuesta, la tomó de la mano.

—Espera, quiero ir a la ciudad y preguntar por Alex… Es por eso por lo que me he traído su fotogra… —pero antes de que pudiera terminar la frase, se encontró de repente en su apartamento de Nueva York.