— III —

— III —

URIÓ LA PÁLIDA DOÑA ROSA ANTES DE LA EXALTACIÓN DE SU NIETO. TUVO UNA MUERTE BIENAVENTURADA, sin agonía; expiró mirando el grabado de Mozart.

Desde su viudez fue secándose la vida del hidalgo. Apenas salía de su dormitorio. Allí le servía filialmente Loreto, blanca, lisa, dolorida de pensar.

Por las tardes rodeaban a don Arcadio los amigos, amigos nuevos y amigos del pasado, que a todos acogía con la misma sonrisa paternal y triste, que parecía descender de un trono.

—¿Todo igual? —insinuaba alguien de los llegados.

—Todo —repetía el caballero.

De tiempo en tiempo, un recuerdo de intimidades, de un episodio infantil, referido menudamente por el abuelo, acercaba la figura del héroe.

Se sentía el paso de Agustín entre el grupo de levantinos, un tránsito alado, una aparición de encantamiento.

—Si queríamos verle brincar de alegría no teníamos más que darle ciruelas confitadas, pero confitadas por Camila…

—¡Ciruelas!

Y se miraban; y a poco quedaba acordado que no había dulce más delicioso y digestivo que el de ciruelas.

—¡Con esta pluma escribió su ultima carta, la de despedida!

Y la pluma recorría todas las manos del ruedo.

—Ésta es la carta…

Y leían todos la firma.

—La t de Agustín —dijo un antiguo intérprete de puerto— es exacta, exactamente igual a la de un comandante de Marina que se llamaba Cortés, y descendía del otro Cortés tan célebre: Hernán Cortés, me parece. Y el comandante la copió de un pergamino que me creo que está en Madrid en un arca.

Todos volvieron a mirar la t de la firma.

Don Arcadio sentíase mecido en el regazo de Serosca, y se dormía. Entonces salían las amistades, y entraba Loreto para desnudarlo y acostarlo.

*

*    *

Y sucedió que, una tarde, recibió la doncella una carta muy sellada. Traía en el sobre un letrero, un membrete azul:

«Compañía Anónima Chilena de Importación y Exportación».

Desconocía los trazos manuscritos, pero le punzaron como abejitas en el alma. ¡Era la carta para ella! Y palpitando refugiose en la solitaria sala de costura.

Allá dentro, en la tertulia, repetían:

—¡Y esa compota de ciruelas que ustedes le daban!…

Y también:

—El entrecejo, y la pronunciación, y aquel levantar la mano…

Loreto abrió el sobre y leyó:

«¡Qué pensarán mis abuelos; qué pensarás tú, Loreto mía, de mí! No quise escribiros por no mentir disfrazando mis sufrimientos.

»Y esta carta, que aún puede sobresaltar a nuestros viejecitos, va para ti con letra ajena en el sobre; y te pido que no se la des a ellos si temes que la rápida confesión de mis trabajos pueda entristecerles mucho.

»He estado enfermo; me sentí desamparado; y una noche de sed de fiebre me vi dentro del agua clara de la alberca, me vi lívido, ahogado…

»…Ahora ya tengo pan; ya lo tenéis vosotros; me paso el día detrás de mi escritorio horrible de “jefe de envases”. También recorro a caballo las estancias. ¡Soy un centauro! Tengo un criado indio que me cree un dios; lo llevaré a nuestra casa. Por las noches estudio idiomas; y descanso de mi faena con mis inventos. He inventado un precinto de cajas y un lacre de legitimidad para frascos.

»Me ofrecen mil pesos. La dirección todavía no ha podido estudiarlo; me esperaré algún tiempo antes de vender el privilegio a otra gente. Las direcciones son iguales en todos los países… Estoy contento; quiero que tengáis también vosotros esta alegría de la fe. ¿Llora mucho mamá Rosa? ¿Y tú, Loreto, y tú? Iré… Todas las mañanas, al levantarme, me ciego el ojo izquierdo para mirar por los agujeritos del bastón de mi abuelo, y veo cerca el cielo de las tardes campesinas de Serosca, la torre de Santa María, nuestros árboles, todo lo que me gustaba mirar así para verlo lejano. Y por las noches abro el relojito de bachiller, que es ya de oro pálido, descolorido, y en sus horas paradas contemplo mi casa, mi infancia, toda mi vida… ¡Y decía mi abuelo que no podría verlas porque, siendo chico, averigüé que estaba roto el pobre reloj!».

… Salían los amigos de don Arcadio, y la llamaban. El enfermo apenas les atendiera aquella tarde.

Pasó Loreto llevando la carta sobre el temblor tibio y fragante de su seno.

Nunca le pareció el anciano tan postrado. Tenía la mirada caída, blanda y obscura; los brazos rígidos, sarmentosos, muy largos, muy largos, y las piernas se le retorcieron cuando quiso alzarse de la butaca y pisar.

Fue la primera noche que se notó sola para subirlo a la cama. Y tuvo miedo. Se le escapaba; la rendía. Colgaba una mano del enfermo; golpeaba su cabeza contra las columnas de los velos de la cama.

—¡Ayúdese por Dios, ayúdese, que no podré subirlo!

Don Arcadio se reía, y daba frío la mueca de su risa. Y tartamudeó:

—¡Si es que no sé subir; estoy todo enganchado; soy un alambre de una máquina del rey mi nieto!

—¡Por Dios, no hable, que aún se cansa más!

—¡Soy un esqueleto vivo, un esqueleto vivo que se ha roto! ¡Mira por dónde se me ha ido un brazo! ¡Cógeme los pies!

Sonaba su risa entre un hervor de saliva, de espuma de su boca morada. Le crujió un hueso.

Ella cegose toda de horror. Y empujaba ansiosamente aquel cuerpo derribado, duro, de garfios… Se sentía exaltada por la soledad, bajo el dominio de la muerte o de la locura.

La carta de Agustín dejó una caricia en su costado, un aleteo dichoso; y pudo seguir y tender y abrigar al pobre enfermo.

Latían sus respiraciones y su pulso tan sonoramente que parecían repercutir en todo el recinto.

Don Arcadio abrió los ojos y Loreto quiso reanimarle, y le dijo:

—¡Y si recibiésemos noticias suyas muy pronto; si nos escribiese!

—¡María, María Santísima! ¡Calla, mujer, mujer! Un rey no escribe… ¡Vendrá un enviado!

Quedose inmóvil. Y apagadamente murmuraba:

—Agustín III… Agustín I… Primero… ¿de dónde?

Estuvo seis días en una quietud rígida, con los ojos siempre abiertos, muy tirantes, alzados. De rato en rato se le meneaban las quijadas; parecía que mascase un pan amargo; y le salía un hilo de voz y de espuma.

Loreto le enjugaba las sienes, siempre sudadas, y los ásperos labios.

—Primero… primero… ¿de dónde?

La sexta noche sufrió convulsiones y náuseas; abrió la boca hasta torcer la mejilla izquierda; se desgarró un labio.

La enfermera gritó.

En el escritorio velaba el cazador de Calpe; y cuando pasó, recibiole la mirada blanca de dos pupilas dilatadas de cadáver.

Los labios de don Arcadio quedaron fijos en alto redondos, naciendo, dibujando una o interrogadora; tenía la lengua pegada a las encías.

Acudieron gentes viendo entornado el portal. Y preguntaron.

Asomose el hombre de Calpe y les dijo:

—El abuelo del rey ha muerto ahora mismo.

Había luna. La noche parecía de jazmines.