— II —

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OLEÁBANSE LOS PALOMOS ESPADAÑÁNDOSE Y PISANDO MUY GENTILMENTE POR EL ARIMEZ DE LA azotea. Los más audaces volaban hasta las gárgolas de Santa María; y desde allí se asomaban, volviendo la cabecita, con ligereza y donaire femeninos, a toda la ciudad apretada y umbrosa.

Don Arcadio no se cansaba de mirarlos. Su blancura dejaba un copo de alegría, de ternura y de gracia en las viejas piedras. ¡Eran verdaderamente palomos de la familia de Fernández-Pons! ¡Con qué elegancia y docilidad acudían apenas les señoleaba! ¡Con qué gravedad se renovaban en las celdas de sus hormillas!

Después de encerrarlos, vigilaba la firmeza y tupidez de los alambres de las portezuelas, porque perdiose el sosiego de los palomares desde que los hombres de la Marina se avezaron a soltar palomas a los halcones de Berna, la sierra más excelsa y fragosa.

No podría preciarse esa gente de que él y sus amigos hubieran participado de tan aborrecible divertimiento.

Pasó sobre la frente del hidalgo un palomo grande, azuloso, de buche grueso y erizado, y la mirada encendida.

—¡Ése es ladrón! —gritó furiosamente el caballero—. ¡Nunca hubo en Serosca buchones!

Un macho de su palomar, blanco y calzado de plumoncito rizoso hasta los dedos, se gallardeaba encima del acanto de una dovela de Santa María.

Agradada la hembra, que era también blanca y fina con toquecillos de color de miel, subió a la hoja de piedra del muro. Y ya se dejaba espulgar por el dulce pico del esposo, cuando hizo su aparición, estrepitosa de alas, el palomo gordo y rapaz, que dejó caer tiesamente la cola, ahuecó la plumajería de la garganta, verde, con tornasoles siniestros, y moduló un lírico arrullo lleno de falacias.

Avisoles los peligros el amo; pero el buchón no les dejaba aliento para volar. Repitió la paternal llamada don Arcadio. Y el enemigo les rendía con insolencias y embelecos.

Ya no pudo contenerse don Arcadio, y arrancando una pedrezuela de la cornisa disparó contra las aves. Escapó el ladrón; vino enloquecida la hembra, pero el palomo familiar cayó a la honda plaza.

Desnuda la cabeza, descalzándosele los bordados pantuflos, saltando escalones, bajó el hidalgo; llegó a la Parroquia.

El pobre palomo estaba muerto. La piedra le había herido en los ojos; se aplastó la blanca pechuga contra las losas, y del pico entreabierto le salía una gotita espesa de sangre.

Maldijo el caballero el acierto de su mano; y la alzó crispada y trágica contra toda Serosca la nueva.

*

*    *

Y una tarde de febrero, de oro pálido y tibio, estando don Arcadio dirigiendo la poda de un durazno de su huerto, sintió que el aire vibraba de alaridas de cuernos, de bocinas y caracolas. Eran los avisos de que el gavilán de Berna había agarrado la paloma.

Siempre oyó don Arcadio estas señales paseando por el campo con sus amigos, o conversando en una sala cerca del brasero, de copa resplandeciente, y nunca quiso mirar ni saber un lance de estos vuelos feroces. El mismo don Lorenzo, tolerante y zumbón en todas las cosas, dedicaba un silencio de desdén y lástima a estas crueldades levantinas.

Pero esa tarde, esa tarde le sorprendió solo y aburrido aquel tumulto. Pensó en su palomar. ¿Estaría firme el cierre? ¿Le atormentaba la sospecha miedosa, y no remediaba un posible descuido? ¡María Santísima, si estaba en su casa y nadie le veía!

Y subió.

¡Qué contento tan ancho, tan leve y juvenil, sintió en la libertad de su azotea! ¡Qué azul tan pálido, tan inocente! Y allá dentro del azul, ¡qué hermosura!, ¡subiendo, subiendo… un blancor menudo y vivo! ¡La paloma, otra paloma perseguida por el dardo del halcón!

Llegaron a fundirse, a perderse en las llamas del ocaso.

Bajaba un rizo de plumas; y resonó un aplauso de triunfo, un aplauso que se oía como una lluvia torrencial sobre un bosque, y que calaba el pecho de don Arcadio. Tan grande era su emoción, que olvidose de todo recato, y se asomó a la acitara. Y de improviso le golpeó los hombros, y cayó a sus pies la paloma palpitante, victoriosa, con un surco abierto en la pechuga por el puñal de una garra. Y apenas la tuvieron sus manos, y empezaba a incorporársele el temblor de los latidos de la asustada vida, zumbó el aire junto a sus sienes por un aletazo de fuego, y el gavilán, cegado del enfurecimiento de la persecución, loco y horrendo, precipitose, desplomose hasta rasar los guijarros de la plaza de Santa María.

La plaza retembló de aullidos, de patadas, de golpes… Un tendero cojo, desgajó con su muleta un ala del pobre gerifalte.

Entonces el jubiloso vocerío traspasó toda la ciudad.

Una yunta saliose de la besana, mientras el labrador miraba hacia Serosca.

Y don Arcadio, congestionado, amando la paloma como si fuese suya, la mostraba desde lo alto, y braceaba y gritaba.

Desde otras azoteas aplaudían. Un caballero, tocado con gorrillo de borla, devoraba por el cañón del larga-vista el oleaje de la muchedumbre. Otro, asomado a su buharda pedía que le mostrasen el ala tronchada.

Y sucedió que el del birrete, el de la lucera y don Arcadio se miraron.

Y los tres hidalgos desaparecieron, porque eran el símbolo de la antigua raza sorprendido en el pecado de solazarse con la raza nueva.