— II —
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OY ES EN VERDAD UN DÍA HISTÓRICO PARA ESTA FAMILIA! —REPETÍA DON CÉSAR SIN QUE NADIE LE HICIERA caso, afanosos todos por agasajar al viajero.
—¡Si tu padre te viese! —le decía llorando la abuela.
Y don Lorenzo nombró a la madre. Las miradas buscaron las vidrieras del dormitorio solitario. Parecía surgir la pálida figura de la cubana, acostada en el enorme lecho de columnas vestido de damasco rojo, que siempre evocaba una agonía llena de sangre. Aquel recinto había perdido toda la blancura, el tibio perfume de intimidad de la muerta. Se habían renovado las ropas, los muebles. Era ya uno de esos aposentos que nadie pisa, que siempre está umbroso; algunas noches se ve pasar como una sombra muy leve, muy blanda; parece que alguien haya suspirado; y la cama roja, trágica y sagrada como una tumba, hacía volver los ojos por un brillo húmedo que sacaba de la seda una onda de luna, fría y pálida como las manos de Carlota la noche de luna de un Jueves Santo…
Agustín recibía contento y aturdido los parabienes de las criadas, las caricias de la vieja Camila, las preguntas y exhortaciones del señor Llanos, del catedrático, y miraba su casa, después de tres semanas de ausencia, y hallábala más suya, más grande y más amada…
—¡Tan poco tiempo fuera, y qué alegría da ver todo lo mío!
Otra vez le besaron sus abuelos.
Don Arcadio estaba radiante de felicidad.
—¡Esa criatura siente la raza! ¿Lo negará usted, don Lorenzo?
Don Lorenzo estuvo a punto de negarlo. El bachiller parecía más nervioso que el mismo don Arcadio, más vehemente que el padre; el bachiller era ya un acabado levantino.
Callóselo, porque precisamente entonces el abuelo entregaba al nieto los prometidos regalos: una bujeta trabajada primorosamente por los chinos, que el hijo envió desde Cebú, meses antes de morir, y dentro un relojito de plata empañada con su leontina de dados de ónix y amatistas. Mucho tiempo estuvo el bachiller mirándolo; después lo sacó del bello estuche; sus dedos oprimieron el botoncito de la cuerda y de las agujas, las cuales se movían obedeciendo la voluntad de Agustín; pero las entrañas del reloj permanecían silenciosas. De nuevo hizo crujir el resorte; zarandeó la esfera junto a su oído; y el reloj continuaba quietecito y mudo.
—¡Pero esto no anda, abuelo!
—Ni le hace falta, hijo mío. Es el más precioso de todos los relojes del mundo, el primero que llevó mi padre y el que yo usé a tu edad. Este reloj no es como los otros, sino al contrario; mira: los relojes sirven para averiguar las horas que pasan, para saber el momento del tiempo en que estamos cuando se nos ocurre mirar sus saetas; pues éste, no, señor; éste señala las horas que han pasado, y nace meditar más; es el Kempis de los relojes. Te prevengo que estoy repitiéndote las mismas palabras que le pronuncié a tu padre y que me dijo el mío; y para que me entiendas he de añadirte que este reloj no puede andar ni debe hacerlo. Cuando salgas de casa o te dispongas a cumplir o hacer algo que requiera estudio, meditación, etc., antes colocas las agujas en la hora que entonces sea; ¿ya regresas o terminas el asunto?, pues bonitamente sacas tu relojito, y sabes el tiempo que has invertido… Claro que necesitas otro reloj que ande; pero, vamos, aquí, en la sala, tienes uno de consola, y en el comedor otro de pesas, muy hermoso y seguro, que nunca necesitó que las manos de ningún mecánico lo remendasen ni nada.
Atendía el bachiller a su abuelo, pero no le miraba; miraba constantemente su reloj ladeándolo, revolviéndolo.
Y añadió don Arcadio:
—… Catorce años tenía yo cuando me lo dio mi padre… Lo traje dos más.
Y en tanto que lo decía contemplaba con avidez al nieto.
El cual, como si hablase a solas, no hacía sino repetirse:
—… Para poner la hora que sea al salir, y después mirar otro y saber el tiempo que estuve fuera… Para mirar la hora parada… Y no anda… ¿Para mirar…?
Y Agustín tornó a moverlo y escucharlo; y de súbito exclamó, entre risueño y malhumorado:
—¡Abuelo; este reloj está roto! ¿De qué sirve?
Viose que el abuelo sufría, que se le mojaban los ojos, que miraba compasivamente al bachiller, su nieto, en quien siempre se recreó su alma.
—¡Valiera más que hubieses tenido la fe que yo tuve! Sí; ¡este reloj está roto! Dos años me costó averiguarlo; dos años pasé atento a esas horas paradas que decías. ¡Y aquella simplicidad de entonces hoy me procura el tiempo pasado que tú nunca verás en el pobre reloj roto!
El señor Llanos allegose a don César, murmurando:
—Es un reloj de doscientos reales si acaso; de modo que no me explico…
… Esa noche durmiose el peregrino bachiller sin ninguna alegría de su título ni de sus recompensas… ¡Cuánto habían llorado sus abuelos! ¡Qué tristeza en la frente y en la mirada de don Lorenzo! ¿Por qué miraría tanto la cama roja? ¿Cómo hablaría su madre?
Dos veces le despertó mamá Rosa para quitarle pesadillas.
—¿Qué soñabas, qué soñabas?
Y no lo dijo; pero vio una cabeza pálida y rubia como la suya reflejada en un espejo que todo lo envejeciese; y la cabeza salía del mar para contemplarle y tornaba a hundirse y aparecía más lejos, siempre mirándole desde las aguas llenas de sol…