— III —
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ABÍA UN GRUPO DE VARONES EN QUIEN TODOS VEÍAN REFLEJARSE LA ANTIGÜEDAD, LA VIEJA SEROSCA.
Se sentía por ellos la misma veneración arqueológica y la misma indiferencia que por el castellar de las tres torres, entre cuyas piedras mutiladas subía la ternura de una planta que llaman «trepadora de los fosos». Es una mata briosa, de vástagos trenzados, de hojas recias, pero tiene su verdor el melancólico apagamiento de las ruinas donde vive.
Don Arcadio, el catedrático don César y el señor Llanos, fabricante de sombreros, eran como los tres macizos seculares del castillo; y don Lorenzo —un músico triunfal y aventurero en su juventud—, la verdura jugosa del presente que aún parecía lozanear sobre el antaño con una suave tristeza.
Componían, además, los tres primeros y un serosquense del hábito de Santiago, que residía en Orihuela, la patricia y religiosa orden de los varales del Palio, pues sólo ellos y el juez y el corregidor podían llevar las doradas varas en los oficios del Jueves Santo.
Del industrial se sabe que estaba calvo, gordo y rico, y que casose en edad provecta.
Don César era alto, seco, rendido de hombros y miope. Esta cortedad de sus pupilas todavía le doblaba más el arco de su espalda para leer, para mirar su reloj, que consultaba con frecuencia, aunque no lo necesitase, y hasta para oír, gustar y tocar.
Sin embargo, más que por miope y brumado, acaso se inclinase para ver la Humanidad que él siempre se fingía de una manera entomológica, una humanidad traspasada por los agujones de la filosofía y guardada en las viejas vitrinas de la Historia.
Explicaba Historia de España, Historia Universal; y los lunes, miércoles y viernes, daba las cátedras de Geografía y de Francés, entonces vacantes en el Instituto de Serosca, y aún parece que llegó, algunos días, a suplir ausencias del profesor de Agricultura.
Pasmábase don Arcadio de tan copiosos estudios. Pero don Lorenzo solía tranquilizarle diciendo:
—Un catedrático español es una máquina estupenda: se le echan doce o catorce mil reales, y ya puede usted pedirle cuanto se le antoje.
En lo que a don César se refiere, creemos que la zona más alumbrada y firme de su sabiduría fue siempre la de la Historia. De la de España tenía escrito texto, con laudatoria censura del Ministerio de Instrucción publica. Y en la segunda edición de esta obra, humildemente titulada Apuntes para una Historia completa y razonada de España, después de un prefacio diciendo el éxito del primer tiraje, se copiaba el oficio del Gobierno francés otorgando a su autor las «Palmas Académicas».
Escribió, también, un rollizo volumen de monografías de antigüedades de Levante.
Para nosotros, lo más necesario y curioso de sus peregrinas investigaciones se contiene en un libro que todavía guarda la inestimada castidad de la ineditez, y que se titula: Compendio de las hazañas de Serosca.
No sólo el nombre, sino el método, y algunas atildaduras de estilo recuerdan el Compendio de las hazañas romanas, de Lucio Anneo Floro, leído, marginado y venerado en todo momento por el docto catedrático. Tal vez se le podía reprochar lo pobre, vano y seco del asunto; pero injustamente, porque don César no tenía la culpa de que Roma fuese Roma y Serosca, Serosca.
Como Floro, comienza don César por la hermosa comparanza de las edades de Serosca con las del hombre: infancia, adolescencia, virilidad, decrepitud.
Sigue la Etimología y orígenes, capítulo I del libro I.
«Para el estudio de la Arqueología, de la Lingüística, de la Anticuaria y otras ciencias polvorientas y apergaminadas, se necesita principalmente el impulso y llama de la Fe. ¡Desgraciados de los nuevos Tomases que quieran hundir sus dedos en las llagas divinas de la sabiduría!…».
Después de un macizo de prosa exaltada, emprende don César la disección etimológica del nombre de la amada ciudad.
«… Serc, significa en hebreo reposo; y osca, hace referencia a la naturaleza fosca de nuestra tierra.
»Serosca —reposo umbrío— debió de llamarse este lugar.
»Probablemente la c de la raíz serc, se aglutinó, desapareció por la tendencia perezosa a suavizar los vocablos…».
Y después escribe:
«… Aunque lo rechazamos con indignado ánimo, no queremos ocultar el origen que a nuestro pueblo atribuye un erudito bárbaro, que para mengua de los indígenas ejerció cargo de autoridad en esta comarca siempre dócil, abnegada y leal.
»Dice así el malintencionado escritor: "Por antiguas fojas parroquiales y cédulas de alcabalas y almojarifazgo averigüé la existencia de un apellido y casa Serpcosca, que tuvo su primitivo solar en un hondo fragoso y cerril que se hace al noroeste del otero de las fuentes, llamado Soto de la coscoja. Era terreno espeso de indomables carrascas y criadero de sacres o sierpes pequeñas, muy ponzoñosas. Fundó aquel linaje un soldado enriquecido con el botín y rapacerías de sus jornadas. Descendiente suyo sería Alonso Muro el Serp.
»Este Serp fue ahorcado por facineroso, ladrón y abarraganado con una desventurada, a la que mató de sueño obligándola a pasar las noches delante de su yacija, desnuda, arrodillada y con los brazos en cruz…"».
Aquí don César deja el texto forastero, y exclama: «El sonrojo de nuestra alma y el temblor de nuestra pluma nos impiden seguir copiando esas nefandas noticias. ¡No, no conocemos ningún Serp! Afanosamente buscamos en los archivos parroquiales, en el del Arzobispado de Valencia, en los antiguos documentos del Fisco, y no aparecen esas fojas y cédulas, que no dudamos en reputar de apócrifas.
»Afirmamos con resolución que una densa niebla cubre los orígenes de Serosca».
Cuando el sabio catedrático leyó este capítulo a sus amigos, recibió un aplauso de entusiasmo, de respeto y de gratitud. Acabados los plácemes, le dijo don Lorenzo:
—Yo no creo que todos los cabeceros de razas y estirpes esclarecidas fueran santos varones. Rómulo parece que fue un Caín. Por eso me tiene sin cuidado que aquel bergante de la soldadesca sea nuestro abuelo, y aquel forajido de Alonso nuestro hermano mayor.
El catedrático, el industrial y don Arcadio le pidieron que no dijese tan grandes blasfemias.
—No son blasfemias. Yo digo que me tendría sin cuidado un parentesco que no hay ya por donde cogerlo… Pero no somos parientes.
Don César sintiose herido en sus fibras y entretelas de historiador, siquiera él también repudiase la infame ascendencia. Pero ¿era lícito que un extraño a la sabiduría rechazase sin ningún escrúpulo los datos que él había recogido en su libro, aunque fuesen datos embusteros?
—No somos parientes —insistía don Lorenzo—, o al menos no existen pruebas. Si el soldado fue el primer poblador de nuestro solar, ¿es posible que estuvieran ya esperándole las parroquias y el Fisco? ¿Quién vino antes: el párroco y el alcabalero o el primer hombre?
El historiador quedose meditando; y sus amigos, que eran ya del parecer de don Lorenzo, le aconsejaron que quitase la cita del soldado y de Alonso Muro.
Don César, después de repasarla, la defendió angustiadamente; y como los demás porfiasen, tuvo un grito que revelaba la ingenuidad del varón sabio, diciendo:
—Si suprimo lo del Serp no queda del origen de Serosca más que lo de la niebla.
Y no lo suprimió.
Acaba el capítulo I en la página quinta. Desde la cual, hasta la 615, todo es un tesoro histórico y filosófico que para nada nos interesa.
En cambio es imposible prescindir de las páginas 616, 617 y 621 hasta la 640, todas pertenecientes al capítulo X del libro IV.
No trasladamos ya el texto de don César, sino que teniéndolo delante de nuestra mirada, escogeremos las noticias más preciosas.
… Un don Arcadio Fernández, abuelo del Arcadio que conocemos, trae de los Países Bajos y de Francia algunos maestros de talleres, que introducen en las tenerías de Serosca las perfecciones extranjeras. El nuevo sistema de goldrear las pieles disminuye el coste de producción.
Meses después estalla la primera discordia entre el capital y el trabajo. Creen los serosquenses que con los adelantos, vino también la levadura de los peligros y calamidades. El día 3 de julio de 1804 amanecen pasados a cuchillo los copiosos rebaños de la casa Fernández-Pons, y la hermosa tenería incendiada y saqueada.
Don Arcadio, vestido de clérigo, su esposa, recién parida, con traje de aldeana, y un viejo Pons, de arriero, huyen a Teruel.
Un año más tarde regresan a la noble ciudad. La elocuencia de los teatinos, las pragmáticas de las autoridades y los males padecidos, han domeñado a los hombres. La casa Fernández-Pons va renaciendo de sus ahumados escombros. En los jaqueles de su blasón de piedra, tosco y roído, determina don Arcadio que se esculpa una torre entre llamas y un cordero degollado, cándido y dulce como el del sacrificio de Abraham por Isaac. Es la domus aurea maestra, defensora y mártir de la industria de Serosca.
Sucede un largo periodo de quietud. Y en tanto que este lugar justifica la razón etimológica de su nombre, los jubilosos pueblos de la ribera del Mediterráneo gimen bajo el horror de la fiebre amarilla, y se defienden convulsos, demacrados, de la invasión napoleónica. La epidemia y la amenaza de los navíos franceses van dejando solitaria la costa. Gentes enriquecidas en los puertos, buscan la tierra interior; rompen el silencio, el reposo, el arcaísmo de Serosca. Con los dineros de su tráfico audaz y de sus logros mercan casas, heredades, ganados. Pronto olvidan los trances penosos. Son gentes ligeras y bulliciosas; hablan y se ríen con estruendo; van muy enjoyadas; visten ropas claras, de galanía que no se avienen con las recias y pardales de los indígenas, que parece que el frío aconseje traerlas de esas obscuras colores. Viven casi todo el día en sus portales, en las esquinas, en las plazuelas, haciendo corros divertidos y jaraneros.
Observa don César que, antes, en llegando el verano, el suelo pedregoso de las calles, aun de las más pasajeras, estaba todo negro y avivado de hormigas que celebraban libremente sus ferias y acarreos desde los ejidos.
La bulla y el tránsito de los hombres costaneros, quitan la gustosa soledad, y las hormigas faenan y viven en las casas.
Añade el sabio catedrático que esas familias invasoras procedían de una mezcla de vestigios de razas ibérica, fenicia, de viejos latinos y berberiscos; en tanto que la raza serosquense, acaso por las naturales defensas de la orografía del lugar, se mantuvo limpiamente ibera, y si de algo se entreveró fue de una delgadísima mixtura judaica, pero purificada por las aguas del bautismo.
Y, sin embargo, los montes no son bastantes para contener la invasión mediterránea. Es verdad que los nuevos caminos suben a los puertos, bordean las laderas, se deslizan por las hoces profundas.
Cuarenta años más tarde, los lugareños parecen alborozados, maldicientes, con exaltaciones y tibiezas incomprensibles. Es la fusión de la serranía y la ribera.
Pero don César presagiaba que nunca se perdería la línea divisoria de entrambas razas; y esa línea sería fuerte como un muro secular y proceroso, lleno de gloria.
«¿Será éste el capítulo postrero de nuestra crónica?». Así acaba el libro.
Don Arcadio abrazó al sabio catedrático en nombre de su antepasado y de toda la estirpe.
Don Lorenzo mostrose frío y escaso de elogios.
No estaba mal la obra; pero le parecía demasiado vehemente; había en ella mucho fuego y poca luz.
Don César, muy pálido, le sonrió indulgentemente.
—Usted ha viajado, sabe de música, de esas cosas de belleza; permítame que yo sepa de Historia. Creo que me concederá…
—¡Sí, sí, concedido! Pero yo no he tropezado en la piedra más menuda de esa muralla.
—¡Pues, nosotros sí! —exclamó tosiendo y con aguda vocecita el fabricante de sombreros—. ¡Nosotros la tocamos y la veneramos! Seremos los mantenedores de la pureza de la raza.
—¡Y yo, al frente de todos! —gritó don Arcadio.
El catedrático le miró con asombro y enojo. ¿Habría criado cuervos con aquella generosa cita de la casa Fernández-Pons? Ese don Arcadio era de una petulancia insoportable. Pero ocultó su herida, y dijo:
—Nuestro grupo ha de ser como el vivero del que saldrán los legítimos árboles de la vetusta heredad de Serosca.
—Algo viejecitos resultan ustedes para ese reflorecimiento —apuntó el artista.
—¡No importa! —repuso don César—. Tengo cerca de sesenta y dos años y casi trae faldillas la menor de mis hijas. Don Arcadio confía en su nieto…
—Y usted, señor Llanos, no se apene —interrumpió don Lorenzo riéndose—. Las Santas Escrituras nos cuentan muchos casos de senectud fecunda…
Y salieron todos a pasearse por las huertas.