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UANDO EL CABALLERO DE SEROSCA —BIEN MERECE LA ANTONOMASIA LA ACENDRADA FIDELIDAD DE DON Arcadio— pasó a la sala de ajedrez y tresillo de La Colombófila, dispuesto a quitar su nombre del índice plebeyo de los socios, llegaba también la gentil caravana cazadora de halcones, que fue recibida con gritos triunfales y estruendo de cucharillas y tacos de billar.
Tenían los expedicionarios un talante guerrero y aun científico; parecían héroes, sabios, exploradores camaradas del capitán Cook; todos con polainas, botas como abarcas, tabardos de pana, cascos blancos argelinos, bastones ferrados. Daba gusto y miedo de verlos. Pues en el portal quedaron dos mulas sudadas y rendidas bajo el peso de los costales de municiones y de la mantenencia, y de tiendas y menaje de campaña.
Ya que les vieron y palparon menudamente los que no salieron de la ciudad, y contemplaron a su sabor dos gavilanes traspasados por una lercha de enebro, sentados todos a la redonda del tesorero, pidiéronle que refiriese la cacería.
Llevaba el varón de Calpe fajada la cabeza, clara reliquia de sus hazañas, y las vendas de lienzo, recruzándose por la tostada piel, le daban una temerosa semejanza egipcia.
Antes de su relato, convidó a don Arcadio a llegarse y oír en sitio mejor del que tenía. Y el buen hidalgo consintió, aunque sin enmelar la tirantez y dureza de su gesto.
—… Lo que más nos rindió fue el encontrar los nidales. Tres días caminamos derrotadamente, como lobos, por todo ese monte de Berna, y ese Berna es un infierno. Sólo nosotros lo sabemos. Ni los más antiguos de Serosca lo conocen.
Palideció don Arcadio al oír estas retadoras palabras, y nada más pudo balbucir:
—El Berna tiene novecientos ochenta y dos metros de altitud…
—¡Bien está! Pero ¿usted lo ha corrido por dentro, por sus barrancos, por sus hondos? ¡Pues si es más ancho que largo; si ese monte son treinta montes amontonados! ¿Qué se creía?
Callose don Arcadio, quemado por el rubor regional. Nunca pisó más sierra que el otero de los hontanares.
Y el héroe proseguía:
—Ni con ayuda de los cabreros averiguábamos la guarida de los falcones en aquella inmensidad. Y ayer, por fin, dimos con uno…
El silencio de la sala era como el silencio de las soledades del Berna; y sobre él pasaba el resuello del secretario, que se había dormido.
Le avisaron a codazos; le pisotearon las hinchadas botas de explorador.
Y el rapsoda contó que el nidal estaba en la tendedura de un peñón colgado sobre un abismo. Había que bajar. Y él bajó por una escala de cordeles embreados y atándose la cintura con una soga que le tenían desde lo alto.
El conserje salió al portal, donde aguardaban las acémilas, y trajo la soga y la escalera. Todos las tocaron y las olieron.
El caballero de Serosca removiose para mirar; en seguida, una mano —la de su altivez— le contuvo.
Arrastrándose dijo el héroe que entró en la cueva, lóbrega y hedionda; y cuando sus ojos se avezaron a lo obscuro, distinguió, en un lecho de plumas y de támaras, una costra de cabezas raídas y picudas, que se movían pesadamente, amenazándole con un brío y gravedad que daba risa. Eran los polluelos de los gavilanes. Avanzó, y palpando por un recodo, sintió que se le hundían las manos y las rodillas en un profundo osario. Pasaban de dos barchillas de huesos de liebres, de perdices, de tordos, de palomas, lo que allí habría amontonado; algunas patas casi devoradas, tenían aún el anillo de las palomas mensajeras…
El bastoncito de don Arcadio, tan manso y caduco, dio un fiero golpe en la estera de atocha reciamente trenzada, como los esterones de las iglesias.
—¡María Santísima, hasta con esos abnegados animales se atreven! ¡Siga, siga!…
El hombre de la cabeza vendada, gozoso de la emoción que sus palabras iban dejando en todos los corazones, tosió, mondose el pecho y contó a gritos:
—Me salí de aquella caverna, de aquel antro…
Caverna y antro lo pronunció de un modo tan grande, tan espeso, que el hidalgo le miró con horror la boca, como si ella fuera la caverna y dentro rugiese un oso.
—… Me salí para recoger de otra cuerda que me echaron un bote de bencina, pajuelas de azufre y el atadijo de la estopa.
—¿Qué pensaba usted hacer? —exclamó don Arcadio.
—¡Yo no sé lo que pensaba entonces!… Es decir, sí que lo sé: ¡arrasar el nido!
Y los ojos del tesorero daban centellas de odio.
—Pero ¿traía usted un cuchillo entre los dientes y algún rifle atado a la espalda? —le preguntó don Arcadio vibrante de satisfacción.
—¡Yo no llevaba ni esto! —Y aquel hombre denodado mordiose la uña del pulgar, una uña ancha, tostada y negra.
Todos se quedaron contemplándola.
Y dijo que tornó a hundirse en la desgarradura de la peña, y roció de bencina la roca, la hierba y hasta el plumón de las crías, que le miraban aleando y asustadas, abriendo el enorme pico, desollándose las blandas garras por huir.
Hizo del ramaje travesaños para cerrar la salida, y les arrojó una pelota de fuego que encendió la leña, la hojarasca y la desnuda carne de las pobres aves. Ellas brincaban, se retorcían ardiendo, se arrastraban sobre su cama de lumbre… Todo lo cegó el humo… Crepitaban los huesos, el musgo tierno, las plumas; se oía el borbollar de la grasa, el quejido de las vidas recientes que se fundían, que goteaban en sus mismas ascuas.
Desde la cumbre aplaudieron alborozados los amigos, y cuando ya trepaba el héroe, resonó otro aplauso de alas siniestras… Los halcones padres, refugiados en lo más fondo, habían roto la prisión, y al huir acometieron al hombre rasgándole con fuego. Quedose aquél colgando en la inmensidad. Tronaron los estampidos de los fusiles. Le subieron; le tomaron la sangre de los aruños. Lejos caían, llameando, muertos, los feroces pardales, y… allí delante los tenían.
Don Arcadio abrazó al triunfador… ¡Ah, si don César y el señor Llanos se atreviesen y le acompañasen! ¡Qué hermoso y qué necesario para el cabal esplendor de la raza el que ellos fueran los arrojados caballeros matadores de alimañas! ¡A don Lorenzo ni mentárselo siquiera; ese hombre parecía de la Marina!