— III —

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L MÚSICO, DON ARCADIO Y AGUSTÍN SALIERON POR LOS CAMPOS QUE ESTABAN VESTIDOS DE LA DELICADA niebla de las flores de almendro.

Agustín le había cogido el bastón a su abuelo, y con el cuento rompía los cachos de las almantas, que, al quebrarse, mostraban entre su miga, húmeda y fresca, las tiernas simientes recién abiertas a la vida.

—¡Me angustio cuando veo el almendral en flor! —decía el caballero de Serosca—. Yo no sé para qué esa prisa, esa impaciencia de rebrotar, si después viene el tramontana, el gigante de los vientos de estos parajes, o una escarcha de las nuestras, y los abrasa y trae la perdición de todos. ¿A ustedes, no les da lástima?

Don Lorenzo se detuvo bajo un árbol grande, de ramaje negral y rugoso; su fortaleza y vejez recibían la gracia de las rosas menudas y leves, tan místicas y sensuales, rodeadas de abejas.

—No piense usted ahora en hielos ni quebrantos de cosechas. Mire bien este almendro; quizá tenga ochenta años…

—¡Tiene muchos más…!

—Mejor. Vea la piel de su tronco y de sus ramas que debe parecerse a la de algunos santos varones del yermo; y ha bastado que un rústico le injertara unas púas verdes, dulces y juveniles, para resucitar y engalanarse con esos primores. ¿Verdad que no se ponen en ridículo estos almendros viejos vestidos femeninamente con esos briales de Pascua, junto a los almendritos tiernos? Yo encuentro la vejez de las plantas y de algunas cosas más bellas que la de los hombres…

—¡Nunca; no diga usted filosofías!

—Se acerca la primavera; y nosotros sólo probamos un género de alegría amarga; y si a alguno de nuestra edad se le seca el meollo y quiere ataviarse más vistosamente de lo que le permiten sus años, resulta una personilla ridícula que merece el dictado de viejo verde… En cambio, mire usted estos árboles: en cada arruga se han prendido una flor…

—¿Y qué quiere usted que yo le haga, o qué pretende que deduzca?

—Al menos, que admita usted las excelencias del injerto…

—¡No seré yo quien lo niegue!

—Las excelencias del injerto en los vegetales y en todo. Un sabio cirujano, más sabio que don César, aunque usted lo dude, descubrió ya el injerto de la carne; sólo el de la sangre rejuvenece las razas, las familias… Por qué no abandonar esa malquerencia quimerista y romántica contra esos señores de la costa, que ya se han transfundido con nosotros…

—¿Con nosotros? ¡Conmigo no!

Y pasado su primer ímpetu, lamentose el hidalgo de la escasa eficacia que tuvo para el artista la reciente lectura del Compendio de las hazañas de Serosca. ¿No sentía, no anhelaba nada? ¡Qué cansancio interior rendía a don Lorenzo! Y él que era como el hervidero del hontanar, renaciéndole inagotablemente la vida de los suyos. ¡Inquieto más que un mozo, y era mayor que su padre, María Santísima! Recordaba a su padre de sesenta años, rasurado, con pantalón color barquillo y levita entallada; y le parecía tan viejo como un patriarca; y él ya le pasaba en siete años. ¡Qué enormidades sucedían! ¡Había para volverse loco cavilando, cavilando!

El nieto se había recostado en la raigambre de un almendro, colgada de un ribazo. El hondo reposo de la mañana le traía muy claras las voces de los dos caballeros; mirábales y sonreía de sus gestos recortados en el azul y tornaba al estudio de la Influencia de las resistencias pasivas de un librillo de mecánica.

El blanco rosal del árbol ponía un dosel a su figura delicada y patricia.

Llegaron el abuelo y don Lorenzo contemplándole dulcemente. Y aquél dijo:

—¡Qué solo mi tío Alejandro delante de la cortina encarnada, el del óleo!

Y don Lorenzo profirió:

—¡Tú serás músico, te dije siendo chiquito! Tú serías músico, Agustín…

Y miró al árbol, allí donde se mostraba la venturosa herida del injerto.