— IV —

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UAN CRISÓSTOMO, WOLFANGO, TEÓFILO, MOZART, PERTL NACIÓ EN SALZBURGO EL 27 DE ENERO DE 1736. Sus padres fueron famosos por su hermosura. Pero un biógrafo alemán dice que Wolfango no era de muy buen talle ni de facciones gratas.

—¡Eso no puede ser, don Lorenzo de mi vida! —protestó Carlota, descolgando la hoja de cobre donde estaba grabado el busto del maestro—. ¡A mí me parece muy lindo este hombre, diga lo que quiera ese señor alemán!

Don Lorenzo sonrió con dulzura, y también contempló embelesadamente la cabeza del genio.

—… Mozart murió a los treinta y seis años, Carlota. Una tarde de abatimiento, de tristeza de artista y de predestinado, se detuvo bajo sus ventanas una carroza negra. Un hombre pálido, seco, frío, presentose delante del músico, diciéndole: «Me envía un admirador vuestro, poderoso y desventurado, para que le escribáis un Requiem. Yo os ruego que dejéis en esa obra todo vuestro genio; será ofrecida a la memoria de un muerto que él amaba mucho. ¿Cuánto tiempo necesitaréis para escribirla?».

Mozart, estremecido y como traspasado por la mirada de aquel hombre, le respondió: «¡Cuatro semanas; pero decidme quién os envía!». El hombre pálido apartó la mano del maestro, que pretendía retenerle; puso encima de la mesa cien ducados, y murmuró: «Al cumplirse ese plazo, volveré». Después, inclinose sonriendo heladamente, y desapareció.

La impresión de aquellos dedos y de aquellos ojos penetraron en lo hondo de la vida de Mozart.

Trabajó con angustioso delirio. Se retorcía, se deshacía bajo su lámpara. Una noche, Wolfango se vio en un espejo, y horrorizose de su demacración, del fulgor de calentura de su mirada, de la profundidad de sus órbitas. Se asemejaba al hombre pálido de la sonrisa, pero ya muerto.

Y sonrió trágicamente, murmurando: «¡Me estoy escribiendo mis funerales!». Sus dedos de cera no podían tener la pluma. Todo su cuerpo se doblaba rendido. Su mujer había de consolarle y hablarle como a un niño enfermito. —«¡No acabaré la obra!»—, gemía el maestro. Y pasado el plazo, Mozart se asomó vacilante a una ventana, esperando la enlutada carroza. Parecía que el tiempo se hubiese parado en el cauce de soledad y de silencio de la calleja dormida bajo el crepúsculo. Y el maestro confió. De pronto, llamole su mujer; y al volverse el enfermo vio al hombre pálido que se le inclinaba. «¡No pude cumplir mi promesa, no pude! ¡Miradme cómo estoy!». Y el desconocido le dijo: «¿Cuánto tiempo pedís para acabar vuestro trabajo?». Y él respondió: «Cuatro semanas más». Contó el otro cincuenta ducados, y los puso sobre la mesa. Entonces, Mozart se le acercó, preguntándole su nombre. Y apartose el desconocido, diciendo: «¡Vendré!».

Mozart quiso que le espiasen, para averiguar quién era. Un criado fue siguiéndole. A poco, regresaba confesando que había perdido sus huellas.

El maestro trabajó de nuevo arrebatadamente, atormentado por el recuerdo del fantasma del hombre pálido. Padeció exaltaciones y desfallecimientos dolorosos. Los últimos latidos de su corazón grabaron las notas postreras del Requiem. Esta vez oyose en la casa el pesado rodar de la carroza negra. Pero Mozart estaba tendido, lívido, muerto, bajo un manto de crespones…

Carlota dio un grito largo, de congoja y horror.

Una sombra avanzaba por el hondo pasillo.

Despertose don Arcadio y saltó de su butaca.

—¡Esta criatura nos matará!

Lloraba doña Rosa, mirando a don Lorenzo, cuyos brazos acudieron a sostener el cuerpo convulso de la cubana, más frágil entonces porque se acercaba a la maternidad.

La sombra que la había crispado de miedo, avanzó trocándose en lumbre gozosa.

Era Agustín que de improviso se presentaba en Serosca. Le rodearon amorosamente. Llegaban las fiestas de la Pascua; avisárale su mujer que iba a cumplirse el término de su estado. Y allí le tenían.

Esto sucedió en la velada del domingo de Ramos.