— IV —

— IV —

A COLOMBÓFILA ERA MÁS RICA, MÁS NOMBRADA Y AMENA QUE EL MISMO CASINO VIEJO DE SEROSCA. A BUEN seguro que nuestro parecer agraviaría a don Arcadio; pero nos tenemos nosotros por más amigos de la verdad que de Platón, como diría don César, si bien el docto profesor lo diría en latín.

Fundó La Colombófila la gente nueva, la aborrecida de los claros caballeros del lugar, y, sin embargo, casi todos pertenecían a su gremio desde la tarde que gustaron del pasatiempo de aquella liza de gerifaltes y palomas.

Era tan grato este solaz y tan gustosos los comentarios de sus lances que, aun a trueque de mezclarse con los advenedizos, solía don Arcadio ir algún rato a sus reuniones. Es cierto que siempre se rodeaba de los suyos.

—Eso de dar palomos a los gavilanes —les decía don Lorenzo—, no se aviene con el título de esta casa.

Y el catedrático, sentido de no haberse fijado primero que todos en la etimología doméstica, le replicaba:

—Le advierto a usted que no se sueltan las palomas para que las devoren los gavilanes, ni mucho menos, sino para que los venzan y sepan huir de los peligros; y en esta enseñanza hay una manera de amor.

—¡Vaya por tanto amor, y la que no sale comida, viene lisiada!

Y una noche, el músico fue solo al bureo de los socios trasnochadores, y les habló de los palomares de la Mancha. Daba alegría ver salir centenares de palomos de los casales, y poblarse el cielo de alas, y perderse aquel júbilo por el llano. Bajaban a comer en la sembradura; y antes de la puesta del sol se recogían todos. Los dueños tan sólo habían de cuidarse de darles agua como si fuesen rebaños; y de la palomina sacaban un caudal.

Aquellos tornadizos meridionales se miraron, y en seguida decidieron granjear como los de la Mancha; y para divertirse criarían palomas mensajeras.

El artista sentía un íntimo contentamiento. ¿Cómo estallaban rebeldías y contiendas entre los hombres, siendo tan dóciles y simples, que se les apartaba de sus aficiones y designios más contumaces con sólo la miel de una promesa? He aquí que por su mediación se acababan los angustiosos vuelos de las bellas avecitas.

El tesorero de La Colombófila, que había vivido en Calpe, dando una gran voz, dijo:

—¡Hay que matar todos los halcones de la sierra! En Calpe los acabamos subiendo a los mismos nidales. ¡Da más gusto! Y cuando ya no hubo, matábamos gaviotas.

—¿Y los cazabais a tiros? —le preguntó el secretario, macizo, reluciente, en cuya corbata de raso colorado brillaba una libra esterlina, y de la soga de oro de su reloj pendía una onza.

—¡A tiros y con cepos!

El entusiasmo fervorizaba la sangre levantina.

¡Eso sería hermoso! Habían de llevar unas acémilas para el repuesto. Pedirían a Valencia polainas, gorras felpudas de orejeras, cuchillos de fusil, armadijos, escalas de cordeles…

Don Lorenzo arrepintiose de su elogio a los palomares manchegos.

¡Señor, estos hombres sencillos eran terribles!

Y quiso defender a los gavilanes. Fueron ya baldías sus palabras. Era preciso exterminarlos para criar palomas. Además, estaban aburridos de pasarse las tardes en los tejados, como gatos al sol. Y recordaron gozosamente aquélla en que el halcón bajó enardecido hasta las piedras de la plaza. ¡Qué golpe tan certero el del cojo! ¡El secretario dijo que se quedó con una garra que sangraba y palpitaba caliente y viva!

*

*    *

Don Arcadio miraba mustiamente la soledad de las azoteas. ¡Lo único divertido, pintoresco, casi noble, pues de algún modo remedaba las jornadas de cetrería, lo único que él admitiera de la nueva Serosca, había acabado! ¡Gentes más ruines!

Y don Arcadio abría las trampillas de su alcahaz. Brotaba un surtidor glorioso de palomas; se espesaba, se deshacía en el callado azul. ¡Ni un grito, ni un aplauso! Y cuando volvían amilanadas, dejando en el cielo como un gemidito de plumajes rotos, heridos, pero venía todo el bando… nadie presenciaba aquel triunfo, que don Arcadio estimaba como triunfo de su casa y de su limpio linaje. Es decir, alguien lo veía: dos o tres figuras que aparecían en un terradillo, en una solana; los viejos amigos que le enviaban su salutación agitando su birrete, haciendo flamear su abundoso pañuelo de hierbas.

Y llegó una tarde en que ni siquiera acudió el gavilán.

Bajó don Arcadio congestionado de sol y de enojo. Al entrar en la salita de la esposa saliole el nieto a besarle de retorno de la escuela, y dijo:

—¡Mira, el señor maestro no sabe quién era Mozart!

Y parece que el muchacho hizo alguna fisga o cantaleta.

Entonces don Arcadio revolviose con toda la gravedad de un antepasado; alzó su estremecido índice, y le advirtió:

—¡Un señor maestro lo sabe todo siempre, siempre y siempre! Y no es de buena crianza lo que haces. Además, un señor maestro no está obligado a conocer los nombres de todos los generales franceses.

Doña Rosa le miró amargamente, y le dijo:

—¡Arcadio, por Dios! ¿No recuerdas nada de lo que toca y de lo que cuenta don Lorenzo?

—Ese señor Mozart —gritó el abuelo— fue un general francés, invasor, me parece…

—¡Ése fue Murat! —dijo el niño riéndose.

—¡Bueno, Mozart o Murat! ¡Y a los mayores no se les enmienda nunca, nunca!

Y don Arcadio tomó su sombrero y su bastoncito, y marchose a orearse por las afueras.

Pronto juntose con el señor Llanos y don César, que volvían de su paseo campesino.

Platicaron del ya perdido pasatiempo de esas lides de aves que dieron lustre y fama a los terrados de Serosca.

Más de veintiséis duros le costaban las palomas de gavilán a don Arcadio.

El ilustre profesor mostrábase también muy lastimado de que todo fuese menguando en la noble ciudad; pero él no gastaba un maravedí en la ensalzada afición; y esta tacañería exasperaba a don Arcadio, que le consultó de improviso:

—Ahora se me ofrece una duda, con que el demonio de mi nieto quiso enredarme: ¿hubo un músico o un general francés que se llamó Murat, o algo parecido?

—¡Claro que lo hubo! —y el sabio catedrático le sonrió indulgentemente—. Ese nombre de Murat trae siempre a la memoria la fecha épica del 2 de mayo. Tengo un trabajo premiado donde estudio a Murat, príncipe y gran duque de Berg. Ominoso es su bando, por el que fueron arcabuceados hombres pacíficos que no cometieron más crimen que traer en sus bolsillos unas tijeritas de uñas, un mondaorejas, un cortaplumas. ¡Bando draconiano, dice Lafuente, y no le falta razón! Este Murat, fue nombre ladino y cruel. De músico, yo no sé; aunque es posible que también lo fuera, porque esos franceses son muy regalados. ¡Versalles! ¡Versalles perdurará en el espíritu de la Francia republicana, digan lo que quieran!…