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De un señor de la Marina al yerno de don César.

2 de octubre…

SCRIBÍ A MI SOBRINO DE MONTEVIDEO HACIENDO LA RECOMENDACIÓN DE ESE SEÑOR Fernández, de Serosca; y puse en mi carta más interés del que vi en la tuya; es verdad que tú recomendabas tan sólo a un paisano… y para mí era un desconocido que me pareció hasta pintoresco.

»Bueno; ese señor Fernández no llegó en el barco que tú me anunciabas; y dice mi sobrino que si algún día llega, aunque lo duda siendo de Serosca, y se le disipan esos humos de inventor, acaso le busque sitio acomodado en sus peleterías.

»Mi sobrino se da a los diablos por tu flojedad. Me jura que no mediando yo, ni hablaría del asunto de vuestro ingeniero. Motivo le sobra para su enojo, pues el negocio o empresa que te propuso debiste siquiera agradecérselo. Dice que ahí en Serosca te pudrirás como buen español hasta que tengas que curtir tu piel y la de tus hijos, si el Señor te los concede, porque llegará día que no quede ni una cabra ni un carnero, los cuales han de preferir morirse hartos de pasturar las basuras de los muladares. Tú te ríes de estos augurios, y yo también. Aquí no habrá prados o dehesas tan ricos y grandes como en otros países, pero es donde más abunda o más fácilmente se mantiene el ganado.

»Paseando por las afueras de Alicante he visto cabras que se regodeaban en unas tierras secas, polvorosas, sin una mata; no había más que piedras, papeles pringosos, desperdicios de la ciudad. ¿Qué comen estos animales? ¡Es lástima que no saquemos provecho de su sobriedad y mansedumbre! ¡La leche misma! Yo tengo mucha fe en la leche».

(Suprimimos por innecesarias las consideraciones y alabanzas que de la leche hace el señor de la Marina).

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25 de noviembre…

«El muy americano de mi sobrino ha comprado no sé cuántas leguas de pradería en la Patagonia para ensanchar sus negocios, que comienzan a florecer. Me escribe que está contentísimo no sólo por su prosperidad, sino porque imagina el coraje que ha de roerte cuando tú lo sepas. Como ves, las alegrías americanas se parecen a las nuestras.

»En mi próxima te contaré algunos lances curiosos del arribo de vuestro paisano a Montevideo, que al cabo llegó, y del cual asegura mi sobrino que se morirá de hambre o será un hombre extraordinario».

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31 de diciembre…

«¿Ahora sale tu suegro con sus reparos históricos a que hay más ganado cabrío en España que en otros países? Yo no lo afirmé dogmáticamente; no hice estadística. Ese análisis que hace de los pastos será muy científico, pero ya te dije que nuestras cabras comen con resignación todo cuanto nuestra tierra les depara; quizá comen sólo tierra, y les parece hierba cencida.

»Lo del señor Fernández resulta algo épico. ¡Ah, y antes de que se me olvide, quiero que me facilites noticias de ese hombre que todos mis amigos encuentran de una agradable rareza!

»Durante el camino, cuentan que tuvo rasgos que interesaron a todo el pasaje; hasta monseñor Rojas, obispo de Tucumán, un anciano rollizo y bondadoso, que fuera de su ministerio sólo le preocupan las etimologías, abandonó su mesa privilegiada y una raíz hebrea, y asomose a la cámara de segunda por escuchar a vuestro serosquense.

»Fondeó el buque ya de noche, y muy apartado del puerto. Estaba la mar hinchada; llovía recio. Y el vaporcito que acudió para el transporte de los viajeros a los muelles daba unas costaladas horribles. Bajó el señor Fernández con su maletita o bolso de alfombra; le siguieron otras gentes, todas humildes. Avisó el obispo que le aguardasen. Pasaba tiempo; y la lluvia, el viento y la corriente del Plata atemorizaron al mismo patrón del barco, un napolitano cobarde y avaro. Subió vuestro paisano en busca de monseñor. Y monseñor empezaba su cena y discutía con su familiar una licencia poética.

»—¿Pero es que me esperaban?… ¡Pues, hijo, no puedo ir; no voy ahora! —le repuso sonriendo.

»Cuando el patrón lo supo echaba venablos, porque perdía el único pasajero que pudiera ser dadivoso.

»Ya lejos, solita la lancha vapora en medio de las aguas, pidió a cada uno dos pesos por la travesía. Los hombres murmuraron, y lloraron algunas mujeres; pero la garra del napolitano iba exigiendo el precio. Rebelose un grupo a pagar el escote. Dio un grito el patrón, y el vaporcito se detuvo. Sin gobierno y parado, quedó a merced del oleaje y del hervor del gran río. La gente, consternada, imploró a aquel hombre que siguiese; y él se reía y fumaba sentado sobre una rosca de cuerdas. ¡O los dos pesos, o toda la noche allí!

»Entonces el señor Fernández, empuñando una enorme pistola, le obligó a coger la rueda del timón, y desde la escotilla se impuso bravamente al maquinista.

»Y el barco avanzó.

»Todos le rodeaban admirados y agradecidos de su arrojo.

»Y cuando llegaron al muelle agarró al napolitano de la faja y lo puso en presencia de un policía, que, por más señas —dice mi sobrino—, era negro. El agente ató los pulgares del marino con una cadenita; y el señor Fernández alejose impasible y sencillo con su bolso, donde guardaba la heroica arma.

»¿Qué os parece? ¿Y ese joven es un soñador apocado? Yo más le tengo por un aventurero impetuoso, y no me explico cómo no triunfó en España».

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11 de marzo…

«… Apenas se sabe ya de él. Mi sobrino no pudo tenerlo en su casa. "Sabía tanto —dice— que perdíamos el tiempo y la plata siguiendo sus cálculos y su humor; y si le contrariábamos se ponía loco". Después pasó a la Argentina, ingresando en la poderosa granja de Vockel y Compañía, de la que saliose muy pronto. Sospechan que se ha internado en Chile, seguido de unos indios.

»Ya puede citarme tu suegro toda la historia y hasta las actas del Concejo de Mesta. No sabía yo que el nombre de España significase abundancia de conejos. Y no se opone a lo que yo digo. Nada como España para la cría y granjería de los ganados. La leche es, sin duda, uno de los negocios mejores de nuestra patria; la leche de cabra, y hasta la de vaca, aunque te asombre. He decidido probar. No necesito de prados. Nutriré mis ganados con pienso; y el pienso lo compraré en la Argelia, que allí resulta más bajo de precio por la misma razón que les resulta a los ingleses más barata la almendra de nuestros campos que a nosotros. Es decir, no veo la razón. Yo creo haber acertado y reunido todos los pormenores de este asunto, que no consiste sólo en la leche, sino que principalmente depende de las lecherías. Hay que ofrecer la leche sobre un fondo de blancura que recuerde la suya, y servirla siempre embotellada.

»Yo he comenzado por siete vacas y diez y seis cabras…».

(Sigue hablando de la leche).

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20 de junio…

(Comienza tratando de lo mismo).

Después dice de Agustín:

«He aquí lo último que he podido averiguar del señor Fernández: En la granja de Vockel y Compañía trabajaban seis onas, que un gerente de la Casa en Punta Arenas quiso traer a las excelencias de la civilización. Para estos humildes fueron las mejores palabras, la solicitud, la ternera del señor Fernández, que les desmenuzaba con paciencia de misionero las explicaciones de las cosas. Los indios, que antes se arrastraban bajo los ojos y la voz de Vockel y Compañía, empezaron a tener el sentimiento de su voluntad, de sus preferencias, porque notose que prescindían de la "razón social" y sólo buscaban el someterse al señor Fernández. Le oían como si fuese un mago, y mirándole se les mojaban los ojos, sobrecogidos de un gustoso pasmo. El señor Fernández les hablaba con dulzura que ellos nunca habían catado.

»Una tarde, los onas rompieron unas magníficas cribadoras mecánicas. Temblaban los pobres indios aguardando la ferocidad de los capataces. En aquel punto pasaba vuestro serosquense, y se arrodillaron diciéndole su horror. Alzoles riéndose el señor Fernández; se culpó a sí mismo el daño, y se estuvo toda la noche trabajando en la máquina rota hasta dejarla mejorada con nuevas perfecciones de su ingenio.

»Los onas le besaban las manos y los pies con gratitud de mastines.

»Y no se sabe si fue por ellos o porque vuestro paisano se hartó de la obediencia a Vockel y Compañía, y de oficinas y horarios; pero lo cierto es que los indios y el señor Fernández desaparecieron de la granja.

»Después se dijo que se fueron juntos a la isla de Dawson; otros creen que a una isla que me parece se llama la Georgia, y otros, que a otra.

»Lo indudable para mi sobrino es que vuestro inventor está en algún punto apartado; entre salvajes, desde luego.

»El capitán de un buque que llega hasta Cabo de Hornos le afirmó categóricamente, un día, en el escritorio, que hay cerca del Estrecho de Magallanes una isla muy frondosa y rica gobernada por un sabio europeo.

»¿Será español? ¿Será el señor Fernández, que quiere renovar desde la misma punta de América nuestro pasado poderío?

»¿Qué te parece? ¡Yo, la verdad, yo te confieso que no me asombraría que el señor Fernández fuese rey!».