— VII —

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UANDO EL SEÑOR LLANOS ACABÓ DE REFERIR LAS AMARGURAS DE DON ARCADIO, Y DIJO CÓMO MEDIARA ÉL para consolarle, entonó la familia de don César un cántico de elogios.

La esposa y las hijas doncellonas del historiador, que estrenaban vestidos primaverales, comprados en Valencia por la hija, la casada, rodearon mimosamente a la mujer del fabricante, y le dijeron:

—¡Nada, nada; es preciso que nos lleven a la nueva heredad! Dicen que es de lo que no hay; que la casa, los graneros, el lagar, las caballerizas, todo es de finca de señores nobles. ¡Las lágrimas que habrá costado esa pérdida a la pobre de doña Rosa!

—Mucha compasión me da esa mujer —les respondió la de Llanos, que era arrugadita y dura como una nuez ferrada—, mucha compasión, pero a veces es justo que Dios humille el demasiado orgullo; porque ¡ustedes saben lo enhuecada que ha sido esa señora! ¡Siempre en su sala, como una reina!

—¡Es de veras! —confirmó la catedrática.

—Nosotros, alabada sea la hora que lo digo… —quiso proseguir la otra, pero la del sabio le interrumpió:

—Ella y don Arcadio hicieron que esta hija mía… —y mostró a la mediana, enjuta, descolorida y algo rendida de espaldas como su padre.

—Nosotros, alabada sea la…

—… Que esta hija mía penase tanto.

—Nosotros, alaba…

—¡Porque usted no puede imaginarse cómo estaba Agustín, el otro, el que se casó con aquella mallorquina, que ni tan siquiera nombre tenía! Estaba como loco por Anita antes de los estudios de ingeniero. Y aun en Madrid también; desde Madrid le enviaba qué sé yo las cosas: programas de las óperas del Real, un álbum para retratos… Y en las primeras vacaciones ya vino el estudiante encogido, que ni intentaba mirarla. ¡Todas lecciones urdidas por los padres!

—Nosotros, alabada sea la hora que lo digo —pudo ya decir la sombrerera—, nosotros jamás caímos en la tentación de las grandezas. Bien que guardemos el decoro de vivir según somos, pero dentro de la modestia ¿verdad?

La menor de las doncellas, maciza, de ardientes ojos, se pasó la lengua por los labios, que el industrial solía mirarle con indomable codicia; y, sonriendo, dijo:

—Pues este Agustinito anda mucho con nuestro cuñado, y hablan de vapores; y antes no salía a los portales de su casa.

—Ése —revolviose la madre—, ése estará ya harto de lo casero…

—¿Cree usted que la… recogida y él…? —insinuó escandalizada la de Llanos.

—¡Yo no pondría las manos en el fuego!

—¡Ése es fuego terrible, señora! —lamentose don César—; ¡fuego que malogró a esforzados varones!

Siguió una pausa. Parecía que todos meditasen en esas llamas de condenación.

Refulgieron las gafas del sabio, y añadió:

—En cuanto a los inventores, afirmo que los considero una desdicha…

—Pero si eso de rodear los almendros con lumbre viene ya en libros antiguos de agricultura, y está rechazado por caro…

—¡Y a mí me lo dice, amigo mío! Podría recitarle de memoria páginas enteras de la gloriosa obra de Columela De re rustica; podría recordarle los cultivos primitivos del almendro en la Tarraconense en la Baleárica, en la Bética

La esposa del catedrático contemplaba al matrimonio fabril desde el alto asiento de tanta sabiduría, que ella incluía entre los bienes gananciales.

—Yo, de esos puntos no sé, pero he leído que esa defensa del fuego nada más se hacía en noches muy crudas; y Agustín lo encendió a todas horas, hasta agotar los pajares y leñeras.

—¡Y como éste es simple —comentó su mujer—, allá fue con sus dineros, y tuvo que quedarse con la finca pagando la hipoteca y todo y sin leña!

—¡No se arrepienta por amor de Dios! —dijo don César—. La Humanidad persiste y persistirá en virtud de la abnegación de algunos elegidos. Podría citarle cien nombres…

Se repitieron los parabienes; pasaron otros comedimientos, y salió la visita.

—¿Qué os parecen? —murmuró Anita.

La madre dijo casi silbando de envidia:

—Que son un par de zorros.

El sabio quedose con los ojos vueltos a la Historia; la Historia podría, también, depararle cien nombres…

Cruzaron la plazuela de la iglesia Arciprestal. Por la esquina de la casona de los Fernández asomaba el carro cosario de Murta. Dentro iba Agustín.

Don César tendió su brazo, y compungido y tribunicio, profirió:

—¡Delenda est domus amici Arcadii o Arcadi!… Arcadi, con una i…