— VIII —
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POR MANDATO DE AGUSTÍN QUEDÓ TODA LA ALCOBA COMO LA DEJARA LA MUERTA: LOS COLCHONES TENDIDOS y desnudos; las almohadas, con la huella de la cabecita; la roja cobertura de damasco desplegada y caída a los pies del lecho. De un perchero de ciprés colgaba una camisa femenina, larga, amplia y cándida, como una casta túnica; y al tocarla desprendía un leve perfume de cuerpo dormido. Bajo la butaca de seda pálida, se veían juntitas las perezosas chinelas. En el tocador brillaban, traspasados de sol, los pomos de esencias y copas de medicamentos; dos frascos angostos, con los cepillitos levemente sonrosados de elíxir, como si aún retuviesen la frescura de la boca; la jabonera de plata, abierta, mostrándose la pella blanca y olorosa, adelgazada por los brazos y manos de la amada. Hasta la luna del armario moderno, traído de Barcelona, parecía que esperase la descuidada imagen de ella.
Agustín paseaba sombrío, hastiado, por el huerto verde, rumoroso y abundante de los favores del verano; subía a su cuarto, y miraba con odio la vieja ciudad quemada de la lumbre estival; y la maldecía y la acusaba de seca, de no haberla querido y llorado. Carlota le sonreía desde el azul, resignada y buena, lo mismo que al arribar él de sus viajes, perdonándole sus ausencias y premiándole la felicidad de sus rápidos momentos de amor.
Don Arcadio le llamaba en la hora de las comidas. Apenas conversaban. Le daban partidos los manjares; le escogían las frutas más sabrosas de los árboles de casa. Le decían cuantas noticias de Serosca pudieran divertirle. Tornó don Lorenzo a contar sus aventuras de artista viajero. Y Agustín permanecía frío y hosco. Buscaba un retraído sillón de la sala donde su madre hacía labor con la cunita del huérfano delante de sus ojos. Le seguían todos.
El padre volvía a insinuar elogios de algunas familias. Y el viudo huía al dormitorio de la muerta, y besaba enloquecido las ropas que ciñeron su carne, las cosas que tocaron sus manos, inflamado de una tardía pasión desesperada, llena de sueños deliciosos, de horror y lacerias.
Enfermó de fiebres y deliquios. Una noche culpó a su hijo de la muerte de la madre, y no quiso besarlo. Después, arrepentido, levantose de la cama, lo tomó en sus brazos cubriéndole de caricias y de lágrimas.
Sus violencias, sus ternuras y su silencio atemorizaron a todos; sentían un miedo ciego de infortunios, que parecía que ya anticipaban su sombra sobre el hogar.
Una mañana pidió Agustín la galera; dijo que iba a Valencia. Y no volvió más.
Desde Génova escribió despidiéndose a punto de embarcarse para Filipinas. No podía vivir en Serosca. El reposo y el amor de su casa; la amorosa compañía del músico; la sonrisa de su hijo, aquel sutil aroma del bien perdido y la emoción de vida de la muerta, que al principio de su viudez le desgarraban, le hirieron después con blandeza, y quizá acabasen por ungirle las llagas y curarle, como se cura un enfermo que queda lisiado, y llegaría a ser doloridamente dichoso. ¡Y no quería serlo! Se hubiese despreciado viviendo en la quietud de Serosca, manteniéndose de quimeras y recuerdos, no habiendo querido las mieles de la realidad al lado de ella. Lo que no hizo en vida de su mujer no podía ahora otorgárselo a sí mismo. Se apartaba de su hijo como una expiación de su pasado. Huía; y en la huida se entregaría rudamente al trabajo. Adivinaba una lenta decadencia de su hogar; y él ansiaba fortalecerlo por sus padres y por el huérfano.
Mucho se afligieron don Arcadio y doña Rosa. Nuevamente perdían al hijo; pero les consolaba el artista diciéndoles que era preferible imaginarle afanoso en países lejanos, que no tenerle cerca devorado por sus pensamientos.
Comentose también la carta delante del catedrático y del fabricante.
Ellos la aprobaron como amigos leales; pero las luminarias de esperanza, otra vez prendidas en el corazón de don César, que además de historiador era muy casamentero de sus hijas, quedaron casi apagadas. Sin embargo, Agustín estaba libre, y volvería.
Y habló de su «Compendio» de Serosca. Asustaban sus macizos de datos. Para el último capítulo necesitaría los de los Fernández-Pons. Y don Arcadio ofreciole la casona de «El Almendral», donde podía escribir con todo sosiego durante las próximas vacaciones.
Ya en la calle, el catedrático adoleciose de la soledad del amigo.
—¡Qué lástima! Y ese Agustín…
—¡Ese Agustín —cortole el señor Llanos— no puede estar quieto en ningún sitio; ni más ni menos!
—Yo estimo —afirmó don César— que Agustín es un temperamento eminentemente histórico. Ese hombre triunfará.
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Murió Agustín al tercer año de su huida. Desde Cebú enviaron un recio atadijo de revistas, planos, ropas y un arco indio. Eran los únicos bienes del ingeniero.
Lloraron los padres y don Lorenzo, mientras el huérfano aplaudía gozosamente viéndose su traje de luto, el primer traje de hombrecito.
La niebla de tristeza de doña Rosa durmiose para siempre encima de su alma.