— VIII —

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N LA UMBRÍA DEL VIEJO GRANADO, DONDE AGUSTÍN BESÓ A LORETO, COMO SI FUESE SU VELADA, ALLÍ también la besó con la amargura de la despedida. Allí le dijo sus ambiciones para bien de todos. Le juraba que había de volver poderoso.

Su quietud era ya ruindad. Los abuelos morirían de pena si él no les alzaba del abatimiento de su pobreza. Vendría pronto, porque el ansia de hacerla dichosa le prendía alas de águila en su vida.

Para el pueblo ya sólo era el ingeniero regalado, el inventor de burlas que precipitaba con delirios la perdición de su casa. Y él sentía dentro de su sangre una levadura de quimeras, y el reposo, la fría serenidad del calculador. Su renacimiento y su triunfo en España serían demasiado lentos. Cuanto más se alejara, más merecería, que todo trabajo y sacrificio piden, atraen la recompensa. Sabía de oídas o por lecturas, de cuyo origen no se acordaba, que Bolívar, el Liberador, dijo: «Llamemos a las gentes europeas que nos traigan sus artes, sus ciencias. Nos faltan mecánicos y agricultores». Pues él, acabó sonriéndose lo mismo que hubiera sonreído don Lorenzo, él como geórgico, como agricultor, no buscaba acogida en la apartada América, pero veía resplandecer y trepidar aquellos pueblos con la llama y el fragor de sus invenciones.

Loreto le escuchó llorando, y sólo le dijo:

—Vete si es preciso por remediar a los abuelos. No he de contenerte un instante; pero cuando tengas para ellos, no te alejes un paso más por mí. Yo puedo trabajar, velando las noches, haciendo de criada y de obrera.

Agustín le selló la boca con la suya, le secó los ojos con sus besos, y la tuvo mucho tiempo abrazada, recogiéndole todo el aliento que le subía estremecido de sollozos.

Ella le confesó su miedo de que no volviese, como contaban de su padre.

—¡Qué martirio, por las noches, pensando en tu soledad, en que puedas sufrir, en que puedas morirte tan lejos, madre de mi vida!

Nublose el alma del amante; un frío de augurio, una tristeza de predestinado abatían el llamear de su fe. Pero le sonreía, grande y magnífica la mañana de primavera. En todos los frutales, en lo más humilde y escondido del huerto, reventaban los gérmenes, retallecían jugosamente los verdores de la promesa. Se tendían graciosas encima del azul las curvas de los montes convidando a hollarlas y traspasar distancias. Todo era bueno y hermoso.

Lo mismo que con exaltación de enamorado dijera a Loreto, escribió también a los abuelos. Dejó la carta en la mesita de labor de mamá Rosa, para evitar que lágrimas y súplicas deshiciesen la entereza de sus designios de partir.

Se sabe que, fuera de Serosca, pasó el héroe del carro ordinario a la galera de un fabricante de curtidos, de los hombres de la Marina, que le alabó sus intenciones y le admiró por su viaje aún más que por todos sus inventos. Era preciso luchar, y descrismarse hasta «abrirse paso». Y el buen curtidor se frotaba las manos pensando en su casa abundante, en su regalada quietud.

Quizá cuando se hundía bajo la bóveda umbrosa del camino de Murta, hallaban los ancianos la carta del nieto.

—¡Es el padre! —gritó don Arcadio—. ¡Como su padre huye! ¡Toda mi vida pensando en la raza y los míos se me pierden!

—¡No huye, no huye! —gimió Loreto.

—¡Tú lo sabías! —le dijo llorando la abuela—. ¡Lo sabías, y no nos avisaste ni lo impediste!

—¡Es que se marchaba por ustedes!

La señora la besó maternalmente, y sus corazones se escucharon juntos, en un mismo latido de amor y congoja.

Apartose don Arcadio releyendo los párrafos del nieto.

… «Necesita aquel país que vayan gentes europeas honradas que les lleven sus ciencias y sus artes. Yo iré…».

—¡De modo —se dijo el abuelo—, que mi nieto, un Fernández-Pons, es decir, un Fernández-Enríquez, será allí como cualquiera de la Marina en Serosca! ¡Eso es terrible, María Santísima!

… «Dejo en mi arqueta los dineros que pude recoger vendiendo a mis amigos de Bruselas algunos modelillos y estudios de aplicaciones eléctricas. No os apenéis por mí, que todavía me queda para el viaje… Tengo una carta de presentación que me ha escrito el yerno de don César».

Don Arcadio subió al cuarto de estudio; miró amorosamente los libros, los planos; sentose en la butaca donde Agustín descansaba de sus vigilias; besó las huellas que dejaron sus codos en los brazos raídos del mueble; y miró el camino de Murta, fresco y arbolado como un río… Terminaba la carta, diciéndoles:

«Me llevo la vieja pistola rota y oxidada; ahora va en el fondo de mi bolso de viaje forrado de alfombra; os la traeré en mi equipaje de príncipe; me llevo el relojito que señala las horas del pasado, y el bastón del abuelo…

»¡Quered mucho a Loreto, por Dios!…».

Levantose el hidalgo. Ella y la esposa le buscaban.

Don Arcadio enjugose los ojos; quiso ser fuerte; invocó los bríos y austeridad de la antigua Serosca para sellar tan hondas emociones con una frase definitiva. Tosió cuan recio pudo, y temblándole la voz, dijo:

—¡Pero esta criatura… ha debido comprarse un bastón nuevo!