— VII —
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ESPUÉS DEL MISERERE DIOSE CUENTA DON LORENZO DE QUE SUS AMIGOS, POSTRADOS POR LA REPENTINA desventura, nada le dijeron del entierro. Y marchose diligentemente en busca de don Arcadio. Halló la casa silenciosa, apagada. Sólo de las habitaciones del jardín salía la claridad de las luces de la muerta. Las criadas parecía que caminasen descalzas; respondían sigilosas y suspirando, y dentro, en la holgura de la cocina, de tiempo en tiempo, sonaba una risa reprimida, una palabra rota, bullicio de mozas y labradores que vinieron de las heredades para velar.
Don Arcadio estaba paseando por la fosca sala cuando llegó el músico. El estrado, la alfombra, todos los muebles, todo el recinto, olían a ropas, a mantillas guardadas, a gente. Hasta familias enteras de escaso trato con los Fernández-Pons, descansaron allí de la visita a los Sagrarios para saber y dolerse de la desgracia. Y casi nadie conociera a Carlota. Solo estuvo don Arcadio estrechando manos y repitiendo la súbita muerte. Doña Rosa cuidaba del huérfano. El viudo se asomaba a la alcoba, salía al huerto; desde un retorcido granado de las orillas de la alberca, miraba la ventana alumbrada; volvía junto a ella; se iba; echado en el sofá comedor contaba los cuadros, los sillones, las copas rizadas, antiguas, que le miraban resplandeciendo desde las arcaicas alacenas de roble. Un crujido, una pisada hacíale acudir anhelante a la alcoba. Despabilaba los cirios y raía las arandelas con las manos; los dedos le punzaban del latido de las quemaduras; se le pegaban; y huía mordiendo una bola de cera…
Don Arcadio pidió una lámpara, y respiró, complacido de la presencia de don Lorenzo. ¡Oh, y qué harto de las gazmoñerías de las visitas y cuán cansado de su soledad! ¡Aquella soledad le sobrecogía como si paseara dentro de su sepulcro!
Hablole el amigo. Y de pronto le interrumpió gritando:
—¡María Santísima! Pero ¿nada está hecho? ¿No se lo dijo Agustín? ¡Si es que yo confiaba en usted! Me preguntaban, me preguntaban, y siempre decía lo mismo: Se lo encomendamos todo a don Lorenzo. ¡Y mañana, Viernes Santo!…
Dispuso el artista que fuesen a la parroquia y buscasen a los funerarios.
Pasaron al escritorio; sentáronse frente a la mesa. Don Lorenzo tomó pluma y papel. Puso el nombre de la muerta. Y quedose repitiéndolo:
—Carlota… Carlota…
¿Cómo se llamaría esta pobre criatura? Y lo preguntó tímidamente. También don Arcadio se detuvo musitándolo:
—Carlota… Carlota…— y se alisaba el canoso vellón de su barbilla; se estregaba los ojos; se pellizcaba el labio con el pulgar y el índice, se lo mordía; tuvo tos… —Carlota, Carlota, pero ¿Carlota qué? ¡No recordaba los apellidos, o no los supo nunca!
Acucioso, sobresaltado buscó en el bufete la cédula de la inscripción del nieto. La hizo don Lorenzo; fue en papel procesal de una escritura caducada. La encontró y decía: Agustín, Arcadio, Juan Crisóstomo, Lorenzo… Pero llegando aquí la nota, se había abandonado el bautizo por la nevada, y no se pasó de estos nombres.
Llamaron a Agustín. Sin mirarle, con apariencia de mucha presura y de estar con afanes que disculparan un olvido que tanto había de afligirle, le preguntaron los apellidos de Carlota.
El viudo les miró con un aturdimiento que espantaba, y salió sollozando; postrose de rodillas junto al lecho, y hundió la frente en el vientre hinchado del cadáver.
Pero urgía disponerlo todo; y la mano del amigo tocó su hombro.
—¡Perdóname! No queda tiempo; y nos aguardan.
Alzose Agustín; llevó a don Lorenzo por los tenebrosos corredores; atravesaron la sala familiar de labor; fueron al huerto; llegaron bajo el granado. Y allí refugiose en los brazos del músico.
Tan de niño era su lloro, que don Lorenzo creía amparar al hijo.
—¡No me consuele; no me anime, que no es pena lo que ahora tengo: no me consuele…! —gemía Agustín retorciéndose, golpeándose—. ¡Tan ligeramente la quise, fui tan distraído o criminal con ella, que yo no sé o he olvidado cómo se llamaba Carlota!
—¡Que no lo sabes; no sabes tú cómo se llamaba tu mujer!
—¡Por Dios, don Lorenzo! ¡No lo sé! ¡Maldito sea yo! ¡Si no me acuerdo! Acaso el primer apellido sea Enríquez; pero ¿y el segundo? Y tampoco; tampoco recuerdo lo de Enríquez. La quise, ¡yo le juro que la quise sin fijarme en ella, sin complacerme en ella!… Ahora es cuando me detengo amándola, y la veo en todos sus instantes.
Y no pudo seguir por la congoja. La imaginaba apacible y sumisa, sin quejarse de su vida de abandono, ahogándose en una angostura de bondad y de indiferencia, y ofreciendo a todos la delicia de su sonrisa. Ahora, ya muerta, ya perdida, se le presentaba clara, cercana, toda la esposa palpitante de amor, con esa belleza delicada, que sus ojos aturdidos no miraron, llena de gracia, de una gracia sutil, invisible para los rudos y para los demasiado vehementes y los demasiado buenos. ¡Señor, él la quería ahora, y la quería en la aflicción, en la exaltada angustia de su muerte porque no supo amarla viva!
Salió el padre buscándoles. El rumor de sus voces y de los sollozos le fue guiando entre los árboles, cuyas ramas cimeras comenzaban a recibir una lumbre pálida, húmeda y santa de la luna que alumbró la soledad del huerto de los Olivos.
Don Arcadio pensó que le estallaba el cráneo y la garganta oyendo a su hijo.
—¿Que no sabes los apellidos de Carlota? ¡Tú tampoco!
—¡Cállese, por Dios! —le imploraba Agustín que se sentía arrebatado por el ansia dolorosa de culpar al padre de desvío hacia la muerta.
—Pero ¿es que no tenía… linaje?
El hijo rugió:
—¡Nosotros se lo quitamos; nosotros!
Y arrepintiose de su impureza, de su injusticia acusando a otros:
—¡Yo solo —balbució abrazándole—, yo sólo soy culpable y ruin!
—¡Si es que además de todo eso que dices —insistía don Arcadio en su asombro—, no entiendo, no me explico ese olvido tuyo, ni el nuestro!, ¡claro! Pero ¿el tuyo?
Quejose el hijo; y don Lorenzo medió para mitigarle las heridas que, sin querer, le desgarraba la simplicidad del padre.
—¡Déjeme, don Lorenzo! Cálmate, Agustín. Vamos a ver: ¿no tienes documentos, algo de tu matrimonio, papeles de Carlota que te enviarían de Cuba?
—¡Qué me importan esas cosas! ¡En mí, en toda mi vida debieran estar escritos! ¡Qué vale la pérdida de unos documentos!
—Pero ¿los guardas, los tienes?
—¡Si no lo sé, Señor! ¡Quizá los dejara en Barcelona, o estén en aquel cofre viejo de mi cuarto de estudio!… ¡Carlota… Carlota Enríquez… Enríquez… debe ser Enríquez! —Y se hincaba las uñas en la frente.
Había entrado la luna llena en el huerto; y abrió la obscuridad de la alberca que parecía un arca de plata colmada de joyas y de vestiduras blancas, purísimas, de todas las esposas que murieron tristes.
Volvieron a la casa. Quería don Arcadio que su amigo subiese al estudio del hijo para escudriñarlo todo. Pero pasando junto a la alcoba, Agustín, desfallecido, contuvo a don Lorenzo y le pidió:
—Venga conmigo, ¡me da vergüenza pasar yo solo! ¡Que venga mi padre, que venga también mi madre!
Apareció doña Rosa con el nietecito dormido en sus brazos.
Todos rodearon a la muerta, mirándola, mirándola.
En los labios de Carlota quedaba una dolorida sonrisa de perdón para toda la noble casa.
La veía Agustín; la adivinaba don Lorenzo. La recogió también doña Rosa.
Y la voz del catedrático, que entonces llegaba, dijo:
—Ha quedado muy natural; parece que duerma. ¡Es lástima que le hayan apretado tanto la boca para cerrársela!
Don Arcadio llevóselo al escritorio. El sabio comenzó:
—Ningún pueblo tuvo, como el egipcio, tan acabada idea de la eternidad. El embalsamamiento de sus cadáveres, sus cenotafios, sus ceremonias funerarias…
Pero don Arcadio no le escuchaba, repitiéndose:
—Enríquez, de primer apellido…
Y apresurose a apuntarlo.
—¿Qué son las pirámides, sino…?
El huérfano lloraba.