— IV —
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E BUSCAN LOS QUE SE AMAN Y SE DESEAN; SE MIRAN EN LOS OJOS; SE CONTEMPLAN TODO EL CUERPO Y parece que le expriman la delicia con la voracísima mirada; se solicitan el tibio aire de sus bocas, como si sólo él pudiera traerles el de la vida; piensan que besándose probarán todos los sabores de amor, si por su desventura tienen vedado el poseerse; pero la llama que gustosamente les quema, salta de los labios a los brazos y a toda la carne; y ya no hay reposo en sus vidas. No lo tuvieron Loreto y Agustín después que se besaron. Ella recordaba sus imágenes, abrazadas en el espejo de la alberca, y le ardían las mejillas de rubor como si se hubiese visto desnuda.
Se afanaban hasta dolorosamente por hallarse y mirarse; y se veían, y no se curaban de la ansiedad.
Sorprendió don Arcadio la ruina del invento una tarde de riego de un tablar de panizo. Lastimado y abatido, subió al estudio para saber la razón del abandono de la máquina.
Allí no estaba la gentil protegida como antes, dejando un perfume de animación, de alegría de trabajo, sino sólo Agustín, solo, apagado y ocioso.
Quiso hablarle, y nada le preguntó, porque la actitud del nieto rechazaba todo coloquio de intimidad. Era lo mismo que su padre cuando le poseían sus delirios. ¡Oh, raza malaventurada!
Durante las comidas, y por las noches, sentados bajo el jazminero de los balcones del comedor, Agustín hincaba sus ojos en los de la amada, que siempre los traía tímidamente puestos en la tierra, temblándole los párpados.
No hablaban, y así oían claramente deshilarse el caño de la alberca, y el limpio sonecillo dejaba en el huerto la emoción de la mañana que se besaron.
Un día la vio desde su reja salir furtiva y leve. Fue siguiendo las apariciones de su blancura entre los árboles, hasta que ella se acercó al agua como una cervatilla sedienta.
Gustar Loreto de ese umbroso retiro era prenda firmísima de enamorada. Y el júbilo de las campanas de aquel Corpus de su amor resonó hasta en la más íntima bóveda de su alma.
Dejó el estudio; bajó los venerables peldaños; toda la casa retumbaba de la loca carrera. Y quebrando ramajes y hollando macizos, llegó al granado.
Pensó Loreto evitarle y huir; pero él le tomó las manos que se rebullían de dulce susto entre las suyas de ascuas deleitosas.
—¡Déjame que te ciña, amiga mía, y que de esta manera te asome al espejo de nuestra felicidad! ¡Por qué hemos de resignarnos a este sufrir, a no tener nunca expansión ni en los ojos! Vivimos acechando nuestra alma, no tolerándola un anhelo que todas han sentido y alimentan… ¡Yo, después del beso, no vivo sino para recordarlo y quererte mía, toda mía! ¿No consentirás en quererme?
Loreto elevó su frente y su mirada húmeda y dolorida con fijeza de plegaria. Confusa y encendida le pidió que la dejase. Los dedos del amado le rodeaban la blancura lechosa de sus muñecas. Y sintiéndose recostada encima de su pecho, le dijo:
—¡Si nos vieran, si lo supieran se morirían de pesar!
—Pero ¿no morirán también viendo que me apago y me consumo, sin afanarme por levantar esta casa tan caída, porque yo estoy lleno de ti, del deseo tuyo? ¡Bendita seas, y maldito mi egoísmo!
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Pasaron otros coloquios semejantes entre los dos enamorados, que ya acababan besándose y ofreciéndose entrambos su sacrificio: ella el de aguardar el remedio de los nobles viejos y el triunfo de sus ideales; él, de renunciar a todas las glorias por trabajos humildes y fáciles.
De este recatado idilio sólo sospechó la triste señora.
Las miradas de adoración que se daban en las veladas familiares, que ahora se tenían rodeando la mesita de labor, fueron las primeras heridas del sosiego de la dama.
Y una tarde que entrose con su librillo de rezos bajo el verde techado de las parras, como una prelada en su claustro, no pudo terminar las oraciones, y se retiró llorando para no sorprender toda la verdad junto a la alberca.
Nada quiso decirles entonces. Confiaba que adivinarían su dolor, pero ciegos estaban los de casa; agobios y amor conturbaban todos los corazones. Y ella, tan apocada, tan indecisa, buscó al nieto, y le dijo:
—¡Ya que de mí no te dueles porque ni me miras, apiádate del pobre abuelo! ¡Yo nada necesito; es su pobreza la que me aflige, y tú sólo vives para lo que le mataría antes que la misma ruina! ¡Agustín, Agustín!
Agustín la abrazó; puso sus mejillas cerca de la marchita boca de la abuela; y ella se las besó con santo gozo. Echose, después, encima de la alfombra, descansando la cabeza en el liso regazo de la señora, que le contemplaba y acariciaba venturosamente.
—¡Antes que de nadie he de ser vuestro! ¡Yo he de libraros de todo lo malo que os aflige; lo juro!
—¿Y Loreto? —susurró apenada la vocecita de mamá Rosa.
—¡Loreto! ¡Loreto no es como las demás mujeres! Recuerda que un hombre extraordinario modeló su espíritu… Loreto fortifica y esclarece mi alma. ¡Pero si una mujer es un impulso divino para nosotros! ¿Tú no sabes cómo fue inventada la máquina de medias? No lo sabes, pobrecita. Pues por el amor; mira: Lee fue un inventor; Lee estaba enamorado de una señorita lugareña, retraída y seca, que al verle tomaba sus agujas de tejer medias para no atenderle. Lee, odió esa labor que le quitaba la mirada y la atención de la hacendosa señorita. Tenía sabiduría y una voluntad inagotable. Y decidió vencer los maldecidos moldes. Resistió un seguido esfuerzo de algunos años, y al cabo inventó la máquina urdidora de punto que hizo baldías las manos amadas. ¡Qué no lograré, mamá Rosa, no siéndome enemigas, sino ayudándome las manos de Loreto!
—¡Si te oyese don Lorenzo! —Y la señora sonrió y besó los cabellos de Agustín—. ¡Dios mío, sería pecado sentirse un instante dichosa!