— II —

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AROSE DON ARCADIO DELANTE DE UN VALLADO; TOCÓ CON MUCHA PRUDENCIA UNA PITA VALIENTE, erizada de púas; y mirando la lisera, gruesa, alta, que reventaba de suco, dijo:

—¡Qué poderío de planta, María Santísima! ¡Y se trata de una pitera toda pinchosa y colgada de telas de araña! ¿Me quieren decir ustedes para qué necesita tanta fuerza?

Hablaba el buen caballero con su nieto y con don Lorenzo, antigua amistad de la casa; pero en sus preciosos hallazgos de observación y en todo advertimiento gustaba de tratar de usted a los más allegados.

Su amigo le repuso:

—Todo lo creado tiene su gracia y razón de vida. La pitera guarda bien la heredad, aparte de que me parece de un dibujo enérgico y hermoso sobre el cielo.

—Bueno. ¿Y por qué esa lozanía no ha de tenerla también esta pobre higuera? Hagan el favor de palpar el tronco, blando, devorado por la carcoma, como un mueble viejo; es de estopa; podríamos quebrarlo con los dedos. ¡Bien dicen que Nuestro Señor maldijo ya este árbol!…

Volviose don Lorenzo, y murmuró:

—Lo dirán precisamente por esa higuera seca; en cambio, repare usted en esta otra.

Era un árbol ancho, tupido y fresco. Los pámpanos, velludos, ásperos, carnosos, dejaban un denso olor de jugo, de leche vegetal; llevaba el fruto arracimado. Verdaderamente había merecido la bendición divina.

Subieron por la senda del otero del hontanar.

Desde lo alto contemplaron la ciudad enrojecida de sol de ocaso. Dos ventanas resplandecían como dos ascuas avivadas por un soplo; eran dos ascuas que miraban. De pronto, se apagaron; y todo Serosca quedó ciego.

Entonces, don Lorenzo, dijo:

—¡Qué hará aquí nuestro pueblo!

Don Arcadio tendió su bastón hacia el noble lugar, y con pesadumbre, un puntillo tribunicia, exclamó:

—¡Qué hace aquí Serosca, se pregunta usted! Pues yo le respondo que lo único que ha hecho nuestra desdichada ciudad es malearse con la presencia de los extraños, esas gentes de la Marina, que han ido edificándose casas nuevas; mírelas, todas aquéllas…

Y señalaba las fachadas modernas, pintadas o enlucidas cruda y vistosamente de verde, de añil, de rojo, que se insolentaban entre la piedra arcaica, sufrida y venerable.

—… edificándose casas nuevas, y destruyendo la raza vieja, tan pura… ¡Serosca, Serosca! ¡Otra pobre Jerusalén! ¿Se ríe?

—No, no; no he llegado a reírme. Pero le juro que no me explico tanto aborrecimiento, porque a mí todas las gentes me parecen iguales de buenas y de malas.

—¡María Santísima, don Lorenzo! ¿Es lo mismo un indio que un europeo?

—Casi lo mismo; no creo que se diferencien mucho; si acaso, en lo externo; por ejemplo: en la piel; mejor piel la de los indios… Pero ¿es que son indios los señores de la Marina?

—¡Mejor piel la de los indios! ¿Mejor? Don Lorenzo es usted imposible de tan frío; usted no siente nada…

Don Lorenzo sonrió con melancolía.

—Usted no siente nada; yo, en cambio, yo tengo, como este cerro, un pueblo dentro; ¡qué digo un pueblo: toda, toda una raza! ¡Yo he debido engendrar reyes! ¡Y ya vio usted mi hijo: lo perdí y lo perdió Serosca aun antes de su muerte!

El nieto se aburría, y pidiole el bastón a su abuelo.

El bastón de don Arcadio era de caña de un color gilvo transparente, con seis nudos semejantes a seis negros anillos; tenía el puño enorme, redondo, de hueso amarillento, pulido, tomado de una pátina dejada por las palmas de muchas manos, y debajo, dos agujeros, de los que antaño colgaría una oxidada cadenita.

Cuando el nieto se cansaba de la plática de los viejos amigos, o de jugar solito en las salas, tomaba el rancio bastón y, acercándoselo a los ojos, miraba por lo horadado de la caña; y el cielo, los montes, los árboles lejanos, los rosales de su huerto, la torre de Santa María, todo le presentaba nuevas hermosuras.

Don Lorenzo lo notó, y dedujo:

—A este chico le gusta lo distante.

—¿Qué chico? —preguntaba el abuelo.

—Éste, Agustín, su nieto.

—No; de ninguna manera; el chico se aburre nada más.

Y la frente de don Arcadio se nublaba.

Bajaron a un eriazo todo pedregoso de las ruinas de un antiguo casal y sus corrales.

Entre los rotos muros y los techos caídos, tres muchachos apedreaban a otros rapaces que venían gritando por lo yermo.

Don Arcadio, súbito y vehemente para todo movimiento de ánimo, se indignó, y les reconvino con voces terribles.

Su amigo quiso apartarle de aquella intervención, advirtiéndole:

—Déjelos, porque estas criaturas no tienen la culpa. La tiene don César, nuestro sabio catedrático de Historia, que los inflama, explicándoles con mucho regodeo guerras, desafíos, querellas, pendencias… ¡Óigame, aguarde!… Don César alcanzó del Municipio que se limpie y se custodie nuestro famoso castillo; los chicos ya no pueden subir y apedrearse desde las torres; y ahora se apedrean en las calles, donde pueden…

—¡Pues en ninguna parte consiento yo…!

—¡Cállese y vámonos! ¡Quién sabe si además de don César serán culpables de las pedreas algunos de nuestros primeros padres, tan diestros en la honda!

—¡No tengo ahora la flema de usted para acordarme de aquellos señores, ni…!

Interrumpió al enconado caballero un terrón de aljezar que se le deshizo en su flaca rodilla.

Entonces, avanzó denodadamente, alzando sus brazos y sus gritos de amenazas.

—¡Sois cafres, es decir, sois peores que los cafres; los cafres cumplirían con su deber apedreándose! ¡No os da vergüenza!

Los chicos le miraban asustados y socarrones, y se miraban los guijarros que traían en el enfaldo del delantal.

—¡Tiradlos en seguida al suelo! ¡Venga!

—¡Si es que nos acosan a piedras todas las tardes!

—Apártese, don Arcadio. ¡Mire que pueden revolvérsenos todos y descalabrarnos!

El nieto quiso, también, acercarse a la contienda. Y don Lorenzo se desbrazaba por impedirlo.

—¿Vuestros padres son de aquí? —voceaba el abuelo a los rapaces.

—Sí, señor, que son —contestole el más grande—; nosotros somos los Corrioneros.

—¿Y los de aquel bando?

—Allí están los Gavina.

Mohínos y hartos los Gavina de tan cansada tregua, y audaces por la protección de la distancia y de los muros, rompieron el coloquio con una granizada de mendrugos de argamasa.

Vacilaron los corrioneros. Uno resbaló y rodó en la tostada grama del erial. Entonces, don Arcadio cogió una piedra, caliente aún del sol, y preparándose con una carrera de brincos menudos, disparó contra los de la escombra. ¡Verdaderamente debía de arderle una raza entera, impetuosa y heroica en sus entrañas! Ciego, delirante, arrancaba y arrojaba terrones y guijarros, desceñido el cuello de pajarita, flotante la negra chalina, derribado el sombrero duro, castaño, de copa cuadrada, desbordándole los puños almidonados, sin lustre… hasta que don Lorenzo se le abrazó y le dijo:

—¡Y la austeridad de la antigua raza, don Arcadio! ¿Es que todos somos gavinas? ¿Se burlará usted ahora de nuestros primeros padres?

Y en tanto que se lo decía, le ayudaba a componerse las ropas y enjugarse la sudada cabeza.

A punto de cerrar la noche entraban por los viejos arrabales de la ciudad.

La madre del hondo río estaba cuajada de luces de las insignes tenerías y fábricas de fieltros.

—¡Ya hemos llegado a nuestro urbano recinto! —murmuró don Lorenzo.

Y al pisar le subía el polvo de la calle, un polvo ardiente que hedía a estiércol.

—Este hombre es seco —pensó don Arcadio—. Este hombre no quiere a Serosca; es un descastado.

Y le dio tanta lástima como la pobre higuera agotada de la maldición.