— II —
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LA COLOMBÓFILA SE HABÍA TROCADO EN CASINO REPUBLICANO. LAS PAREDES ESTABAN ADORNADAS de rozagantes lazos de los colores nacionales, entreverados con los de la bandera de la República. Entre los tulipanes del gas, aparecían los retratos de Thiers, Mac-Mahon, Ruiz Zorrilla, Figueras, y de todos los presidentes de la junta del Casino. Encima del aguamanil del billar, y guardado por un hermoso vidrio, había un cromo grande, rojo y alegórico, de la figura de la matrona o Minerva republicana con un capacete encendido en vez del casco olímpico, rodeada de una muchedumbre que trae divisas y letreros llenos de consoladoras promesas.
Nadie se acordaba ya de los gerifaltes y palomas; los designios políticos y una onda, un fervor oratorio hinchaba los corazones de los socios. Eran comunicativos, socarrones y fantásticos; murmuraban buenamente de todo. No sucedía lance ni aventura de barraganía que no se supiese y celebrase; y, en punto a fisgas y holgorios, nunca se saciaban ni bailaban círculo que pudiera imitarles. El secretario entró una noche montado en su yegua pía para leer el acta de una junta general.
Don Arcadio, el catedrático, el señor Llanos, las familias graves y recogidas de Serosca tenían siempre una frase de desprecio y condenación para esa casa de escándalo. Desde luego, el noble hidalgo ya no era socio.
En cuaresma pasaban los tres mantenedores de la raza frente a la marquesina del abominable círculo, de cuyas vidrieras pendía un nefando anuncio: «Todos los viernes, baile; y el Viernes Santo, banquete de promiscuación».
Y don Arcadio y sus amigos lo miraban a hurtadillas, poseídos de santo despecho. ¿No eran estas palabras una desgarradura horrenda en la raigambre cristiana de la amada ciudad? Ellos se sentían escarnecidos. Y todas las tardes se renovaban este vilipendio, pasando y leyendo el anuncio del pecado.
Desde las rejas de la secretaría les acechaban los pecadores.
Aquí fue donde más se habló de la llegada de Agustín, de la brava opulencia de su cabellera, del misterio de sus trabajos.
Por las noches, los últimos ociosos del círculo no se retiraban a sus hogares sin rodear las albarradas del huerto de los Fernández-Pons, para verle bajo la vieja lámpara de aceite.
Los que conocieron al padre de Agustín, y los que de antiguo sabían de esta familia, le señalaban entre todos por hombre raro, gallardo, hosco y aventurero, y añadían fábulas a la verdad de su vida, que después de hincarse y de transfundirse en la fe lugareña, volvían a los mismos fabulistas con todos los rumores del pasmo de Serosca y el encanto sabroso de lo nuevo.
Estos levantinos amaban y acataban la audacia y la leyenda de las figuras desvanecidas por la distancia, pero no podían consentir que el heroísmo, lo extraordinario residiese a su lado.
La igualdad se había hecho carne en Serosca. Aquí todos eran unos. Las invenciones geniales de Agustín fueron notadas en seguida del vicio de residencia, que se daba de mano con el de la pobreza.
Esparció las primeras noticias de las obras del ingeniero, un maestro de fundición, a quien confiara sigilosamente el modelo de un engranaje infernal.
Creyose un sueño de embaucador cuanto Agustín prometía de su máquina de puntillas y blondas; pero la venida del enviado de una casa belga hizo revibrar todo el cordaje de los nervios de Serosca.
Luego fue emblandeciéndose. Para ella, las maravillas del sabio habían de ofrecerse con firmeza y pompa; quien se alzara sobre todas las frentes había menester la pronta prueba y el crisma de esa excelsitud. Una dilación les fatigaba demasiado, y como los prodigios de Agustín permanecieron bajo el silencio, y el belga marchose sin el telar de encajes, subió el renombre del padre y menguó la fama del hijo. «Éste sería tan pobre hombre como el abuelo». Y hablose mucho de don Arcadio y recordose entonces la grande amistad de don Lorenzo. Nadie osó poner en ella un ápice de malicia ni de sospecha de desenvoltura para la noble doña Rosa, que se iba adelgazando y secando como una flor guardada entre las páginas de un libro. Pero es lo cierto que el nombre del músico muerto y el de la honestísima señora anduvieron juntos en lenguas de malsines.
Don Arcadio se asomaba al retiro del nieto.
Agustín, envuelto en una blusa azul de mecánico, limaba, taladraba, combaba un acero, leía sus gráficos, meditaba sobre su mesa de dibujo. Loreto, diligente y graciosa, le ayudaba calladamente en lo primoroso de sus obras, acabadas ya todas las haciendas de la casa.
Salía el abuelo con don César y el fabricante al otero del calvario.
El señor Llanos preguntaba al historiador por las bodas de una de sus hijas, prometida a un rico hacendado de la Marina.
Oyéndoles, tropezaba don Arcadio en todas las pedrezuelas y ramas de los setos; trenzaba sus manos a la espalda, tosía, musitaba alguna letrilla… Y una tarde no pudo domeñar su enojo y habló malhumoradamente de la apostasía del sabio.
El sabio le respondió de esta manera:
—La raza es una cosa, amigo mío, y el hogar otra; y sin éste, sin la familia, no puede producirse aquélla. ¡Ni quién soy yo para sacrificar a nadie! ¡La familia! ¡Si usted supiera cuántas dolorosas abdicaciones nos presenta la Historia! Todavía está muy apartado el ideal del individuo del ideal histórico. Entre el sacrificio de la familia y el mío, prefiero austeramente el mío; yo me entrego, me sacrifico yo, que además estoy jubilado desde el 20 de febrero. ¡Una iniquidad española! Y si no, fíjense en Ortells, el de Matemáticas, que sigue en su cátedra, y hace pocas noches lo recogieron de la calle, en calzoncillos, maquinando sobre los lados de no sé qué triángulo…