— III —
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ESDE MENGS ESCRIBIÓ EL INGENIERO BELGA AL DE SEROSCA, AVINIÉNDOSE A COMPRARLE EL privilegio de la «Encajera Fernández-Enríquez». Es verdad que la oferta traía toda la bellaquería y astucia del mercader ruin, pero el alborozo y la confianza que sintió el inventor viéndose solicitado de gentes extrañas, le arrebataba a la eminencia y pureza de la vida, velando los bajos caminos del logro ajeno.
En cambio, cuando don Arcadio oyó traducida la carta, no pudo contener su cólera; maldijo al extranjero, y tanto oro dijo de pedir, que toda la sala parecía resplandecer maravillosamente.
Aquietábale el nieto contando las tribulaciones y angosturas de esclarecidos mecánicos, como Arkwright, Peel, Heathcoat.
—¡Yo no los conozco! —murmuraba don Arcadio con indiferencia.
Loreto sorbía, embelesada, la cálida palabra de Agustín, que abría las alas de la gloria sobre las amadas frentes.
—¡Te falta estímulo, te falta ambición!
—¡Qué ha de faltarme, abuelo! ¡Mira!
Y descogió una cartulina. Y vieron un hermoso dibujo de verjas.
Se miraron sorprendidos, sin entender, sin adivinar nada.
—Ahí tenéis las verjas, con cierre imaginado por mí, que cercarán nuestro futuro palacio. Porque tendremos palacio cuando acabe mis máquinas de la substitución de la hélice y del movimiento continuo, esta última tan reída como la alquimia de los cocedores de oro. ¡Y yo, yo —acabó diciendo inspiradamente—, yo coceré ese oro de este invento, porque mi máquina andará siempre por la potestad que le ha sido dada al hombre!
Mamá Rosa lloraba: don Arcadio brincaba en su sillón; la doncella recogía dentro de sus ojos y de su vida la mirada de luz del ingeniero.
Pero la raza antigua, simbolizada por el señor Llanos y don César, acogió con desvío las nuevas de Mengs.
La otra, la mestiza las recibió en mangas de camisa, que era ya verano. Casi todas las noches había algún santo que agasajar; y muchos portales se enjoyaban con luminarias de aceite; sonaban guitarras y bulla de baile, y el manso viento llevaba esta alegría al reposo del valle y lo subía a los montes, donde ardían las hogueras de los apriscos.
Vendiose al belga el telar de blondas. Don Arcadio lo consintió.
Fue una mañana en que el abuelo dobló humillado su cabeza delante de un hombre recio, oriundo de la ribera, que le negó más dineros por una nueva hipoteca sobre El Almendral, la heredad prócer de los Pons. Entonces reparó el hidalgo que traía rotas las suelas de fieltro de sus bordados pantuflos y que su esposa vestía en su vida retirada las prendas de su doncellez y de recién casada, de una tristeza tan íntima y tan grande, sedas arcaicas, estrechas y mustias, de un señorío irónico vislumbrado al sol de los corrales, que allí salía la dama a mudar el agua de las gavetas y colodras del averío, porque ya no quedaba de servidumbre sino Camila, y Loreto había de trabajar largamente en el taller de Agustín, llevada de una encendida ansia y de la fuerza de ahorrar salarios.
Pulían las manos de la doncella los rayos sutiles de una rueda de acero y de madera de peral; otra, ya acabada, estaba tendida encima de un banco, y Agustín la iba enredando de lienzas muy delgadas, revestidas de un unto gelatinoso. De cuando en cuando, miraba el inventor el dibujo del artefacto, semejante a una azuda.
Por la abierta ventana llegaba el fresco ruido del caño de la balsa y un rumor gozoso de vuelo de palomos, de seis palomos viejos que aún cuidaba don Arcadio, y al pasar bajo el sol hacían sus alas tirantes una cándida resplandecencia. Entraban los densos olores de los bancales cortados por el riego, un olor húmedo de ternura de raíces calentado por el vaho de la siesta; y a veces aparecía, con un temblor sonoro, hondo, grave, la nota rubia y alada de una abeja todavía blanda y mojada de volcarse dentro de las frutas y flores; cruzaba despacio la llanura de la mesa, rasaba el yermo del encerado; se adelgazaba, se quebraba su murmuración porque había encontrado una doladura de la madera del peral, que guardaba gusto de árbol vivo; después subía vehementemente como enojada del engaño; asustaba a la doncella volando enloquecida cerca de su boca; quedábase un instante en el cuadro azul de la ventana, y, de súbito, se hundía en el dorado aire del huerto. Entonces resaltaba el silencio del estudio, y los dos obreros se oían el dulce fervor de la colmena de sus almas.
La mirada de Loreto, humedecida por la fatigosa fijeza, se tendía hasta el claro confín campesino; luego tornaba a su trabajo, doblando su cabecita de perfil sereno sobre la línea casta y gallarda de su busto.
Si se encontraban sus ojos, dábanse una mirada buena y animadora.
—¿La tendrá terminada para mañana a las doce?
Ella le sonrió diciéndole:
—¡Y ha de sobrarme tiempo! ¡Es usted, Agustín, el que se duerme tejiendo esa malla!
—Yo le digo que a mediodía, bajo el campaneo del Corpus, comenzará la prueba de nuestra máquina.
—¡Pero tanto vale que una cosa ande o se mueva seguidito, seguidito!
Levantose Agustín, y delirantemente fue nombrando y tocando serpentinas de hierro, tubos, girándulas, cilindros, cajas que tenían inocencia y gracia de juguetes infantiles; otros aparatos parecían monstruos mutilados, arañas feroces; fragmentos y miniaturas de aperos agrícolas, de acumuladores de fuerza de una dinámica estupenda. Todo aquello se transformaría en maravillas científicas cuando les dejase en sus entrañas el precioso soplo de vida. ¡Y sin embargo, todo yacía olvidado, preterido por dos ruedas que, siendo tan frágiles, habían de realizar el más alto y afanoso pensamiento!
—¡Amiga mía, pronto han de acabarse nuestros agobios!
Al otro día, en la grande quietud de la mañana, oyose la voz de Agustín, dándose aliento para el remate de la obra. Su grito resonó augusto por todas las salas, cayó en el sol de los patios; las gallinas ladearon sus cuellos, y quedáronse mirando la ventana, con las inflamadas crestas torcidas. Tenían una insolencia plebeya. Pero el ingeniero no lo advirtió. Sus manos parecían lanzaderas pasando hilos, tramándolos entre las pinas. Articuló los goznes imanados con los ejes de ponderación; lubricó y dio enlace a todo el mecanismo. Y cuando comenzaban a tocar las campanas de las parroquias, cubierto de ese manto sonoro de gloria que tendían las torres sobre la ciudad y el paisaje, avanzó el inventor por los viales del huerto llevando delicadamente en sus brazos la máquina recién creada, como un hijo chiquito.
Loreto le seguía, mirando amorosa en su regazo los trebejos con que acabar de unir el argadillo a la umbría de la balsa.
En la lisa y resplandeciente haz de las aguas, se retorcían los menudos renacuajos; patinaban los garapitos dudando siempre; los cínifes envolvían una piedra musgosa. El viejo granado, que amparó el dolor del padre de Agustín, se miraba, se espejaba entre pedazos de cielo hondo y magnífico; alguna vez se le caía una frutilla con sus almenas menudas, y de dentro desbordaba la fresca pelusa de fuego de la flor; el agua recibía la tierna corona rizándose en levísimos círculos solitarios, hasta que acudía vibrante y gentil una libélula o se asomaba socarronamente una rana gordezuela, con las ancas y las manos abiertas como un bondadoso rentista tendido en su sofá; se deslizaban llameantes los peces; y de improviso se sumergieron despavoridas hasta las más menudas sabandijas, ante la aparición de Agustín y Loreto y el monstruo de las ruedas hiladas.
—¡Hay que hundirlas hasta los cubos! Estos hilos gelatinosos, mojándose y trenzándose cuando bajen al agua, y secándose y templándose por el beneficio del aire, cuando suban, imprimen y alimentan el impulso, que lo recoge serenamente esta cámara apiñonada. Yo sé que esto es un ensayo de la futura máquina sublime… sublime… un ensayo que ha de… de la sublime…
Dentro de las viciosas ramas del árbol cantaba un pardillo gozosamente.
Alzó Loreto su cabeza para mirarlo, y en los ojos de color de miel de la doncella se copió el cielo. Tenía risueños los labios; la garganta desnuda, y por su blancura descendía el sol alumbrando los pálidos misterios del seno estremecido. ¡Oh, Señor, que Loreto no era la misma belleza resignada, grave y meditadora del estudio! A la sombra del granado, comunicada de la mañana fragante y libre, su cuerpo se transfiguraba, su hermosura era fuerte y de tentación con aromas de castidad; todos los encantos y delicias de la Naturaleza se resumían y amaban en esta mujer.
Agustín la contemplaba rendidamente. Ella dejó su mirada dentro de la suya; se sonrieron señoreados de una íntima, de una inefable complacencia, sintiéndose vestidos de luz y de gracia, sin cuidados ni memoria de nada; miraban el sueño de la alberca y sólo vieron sus cuerpos felices y juntos; miraban los árboles y una pomposa nube que viajaba en el azul del día, y ellos imaginaban que todo había sido hecho para cobijarlos en su dicha. Y, durante un momento, quedáronse bajo una obscuridad placentera; una obscuridad aterciopelada, dorada; obscuridad de ojos entornados por el beso, un beso muy lento; y al abrirlos y ver, bailaron sus figuras en la paz de las aguas, tan enlazadas como los ramos del granado. Y no vieron el abandono y naufragio de las dos ruedas de la máquina sublime, rodeadas de un mundo de pasmadas criaturas de la balsa; no lo vieron porque habían sido poseídos de la verdad y del impulso perdurables de la máquina excelsa del amor, que todo lo ata y mueve con sus cuerdas sutiles que nunca han de quebrarse…