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CABÁNDOSE LA TARDE DEL MARTES SANTO, PARIÓ COSTOSAMENTE LA MUJER DE AGUSTÍN UN HIJO MUY hermoso que plañía tan recio que a todos maravillaba.

Don Arcadio y don Lorenzo se abrazaron junto a la vidriera de la alcoba.

—Yo le juro —exclamó conmovido el abuelo— que nunca, ni siquiera al nacerme el hijo, sentí la grande, la rara emoción de ahora. ¡Y debe de ser ese llanto, ese llanto tan poderoso, que me parece que lloren todos los míos…!

Salió Agustín llevando en sus brazos el recién nacido, arrebujado en una fazaleja velluda.

Conteniendo el aliento y oyéndose el corazón se le llegaron su padre y el artista. No podían las manos del abuelo, de tan temblorosas, descoger el embozo de la envoltura. Y al acercar las suyas el amigo, surgió entre los blandos pliegues una manita de matiz y suavidad de flores, de plumón, de seda. Nadie osaba tocarla ni besarla por si se deshacía. Apartole don Lorenzo la toalla, y apareció todo el desnudo corpezuelo con sus tiernas ajorcas de carne sonrosada, la cabecita todavía sudada y brillándole de la grosura y de una graciosa pelusa de oro.

Contemplábanle con amoroso afincamiento; y parece que el infantico lo sintió, y abrió los ojos. Entonces fue el reír, el gritar, el llorar, el pasmarse todos los que estaban en la sala. Aquellos ojos no sólo veían ya, sino que miraban, y resplandecían con malicias y luces de inteligencia.

Acudieron los criados añadiéndose al placentero grupo. Camila, una sirviente antigua de la casa, llevada de su inmenso júbilo cantó, brincó como pudo, festejó y hasta fingió animales para divertir al nuevo señor.

Vinieron don César y el señor Llanos y otros amigos con sus familias; y a todos les fue mostrado el pequeño, que ya lloraba pidiendo el calor de la madre.

Y don Lorenzo lo tomó y lo puso en el regazo de la abuela.

Quedó lastimado de la extenuación y palidez de Carlota. Desaparecía su primoroso cuerpo en el blanco oleaje de la cama; y sobre aquel trono de su dolorosa maternidad resaltaba la profunda negrura de sus ojos y de sus cabellos. Toda la fuerza, toda la vida la dejaron sus entrañas en el hijo. La voz, el gemido de la dulce mujer sonaban como si viniesen de un pecho lejano. Gimiendo y sonriendo le pidió al músico que fuese el padrino. Sería madrina la abuela.

La marchita señora bajó su frente a la pureza del nieto.

Después Carlota llamó al artista, y le dijo:

—¡Quiero que lo haga usted músico! ¿Sabe?

Su blanda vocecita se quebraba.

—¡Lo que yo quiero —exclamó don Lorenzo con apariencia de firmeza— es que le dé usted una teta a ese rapaz, que se está chupando los puños como si tuviese un año!

Oyole el catedrático desde el sofá de la sala, y le llamó.

—¡Don Lorenzo, por Dios, los recién nacidos no maman hasta pasadas veinticuatro horas; y entonces toman del pecho los calostros! Es verdad que la Historia trae ejemplos de prodigios de lactancias…

El músico apartósele sin aguardar la cita, buscando remedio para el hambre del ahijado.

Pronto volvió fundiendo un grumo de azúcar en una copita de agua con azahar.

En tanto se hablaba y prevenía todo para el bautizo.

Pidió la madre que retrasasen la ceremonia hasta que ella pudiera levantarse y salir; quería ver la cabecita tierna y desnudita sobre la pila; llevar agua templada; enjugar bien a su hijo y arroparle, porque el baptisterio de Santa María estaba en el lugar menos abrigado de la iglesia. ¡Cómo se conocía que los capellanes no eran más que padres de almas, y aunque fuesen como fuesen, no eran nunca madres! Todo lo fue repitiendo el músico, y defendió los deseos de la parida.

Y no hicieron caso de ella ni del padrino.

Tampoco las cristianas costumbres de Serosca consentían esa espera.

En Serosca se bautizaba a las criaturas al día siguiente de venir al mundo; y, siendo posible, el mismo día. La tardanza era comentada muy ásperamente; y de ese desabrimiento participaba el recién nacido, a quien apenas se le besaba, no viendo en él sino un trozo de carne, y aún menos: un hereje, un hereje pequeño, pero al fin un hereje hasta que recibía la purificación de la sal de sapiencia y de las aguas de la gracia.

—Lo que me parece una herejía —repuso don Lorenzo— es que se le saque y exponga al frío del agua y del templo apenas salido a la vida del seno caliente y amoroso de la madre.

—Y usted, amigo mío —dijo gravemente el historiador— ¿usted se tiene por partidario del baño, y encomia el amor al agua, creyéndolo un culto de los pueblos adoradores de la belleza y de los pueblos modernos y fuertes?

—Yo soy partidario muy devoto del baño dentro de la casa, con agua nueva para cada cuerpo, y de que a los niños los bañe y los lave la madre. Por lo demás, no soy un trozo de carne ni un renegado. Usted sí lo parece hablando de la higiene…

Acaso el contento y la efusión de la paternidad hicieron rebrotar las secas raíces étnicas del andariego Agustín, porque sin atender razones de su compadre ni blandas querellas de su esposa, acomodose a que el bautizo se hiciese a la siguiente mañana, luego del ensayo del Miserere que había de dirigir el músico en el oficio de Tinieblas.

Hablose después de los nombres del hijo. Carlota indicó el de Agustín, Wolfango y Lorenzo.

—¡Wolfango, Wolfango! —repetía pasmadamente don César—. ¿Pero es católico ese nombre? Hay en Alemania un copioso linaje de Wolf, que huele a filósofo. ¿Con doble ve? Con doble ve la Historia cita a Waldemaro I el Grande y Waldemaro II, III y IV de Dinamarca; a Waldemaro de Suecia; a Wladimiro I y II de Rusia; a Wladislao de Polonia; a Wenceslao de Polonia, otro de Hungría y otro de Bohemia; a Wenceslao de Alemania, de la casa de Austria; todos después de Jesucristo. ¡Pero Wolfango!

—¡No escudriñe usted más! —dijo el padrino—. Sea trocado por Juan Crisóstomo, que también llevaba Mozart este nombre.

Condescendió Agustín, aunque porfiando que antes se le pusiera el del abuelo.

—¡María Santísima, de ninguna manera! Bien que se llame como yo y como su padrino, y aun como aquel señor que decían ustedes; pero su nombre principal ha de ser el de mi padre y el suyo: Agustín. Quiero un Agustín muy mío.

Y don Arcadio suspiró, añadiendo en los profundos de su alma: «¡Agustín III!».

Eso acordaban, cuando vino la vieja criada diciéndoles que matasen la lámpara y mirasen por las vidrieras.

Quedó obscura la sala; abrieron los postigos de los balcones, y apareció el huerto todo blanco, sumiéndose en una nevada fina y silenciosa.

No, no era posible acristianar al nieto… Lo comprendió malhumoradamente don Arcadio. ¡Cuán indiscretas algunas mujeres para el parto!: ¡en Semana Santa, y nevando! ¡No, no había ni que pensar por entonces en bautizo! ¡Qué diría Serosca, la antigua Serosca! —que de la otra no se le daba un ardite al hidalgo.