El valor de los relatos detectivescos
EL VALOR DE LOS RELATOS DETECTIVESCOS
Al tratar de discernir la verdadera razón psicológica de la popularidad de las historias de detectives, es necesario desembarazarse antes de muchas frases hueras. No es cierto, por ejemplo, que el populacho prefiera la mala a la buena literatura y que acepte los relatos de detectives porque son mala literatura. La mera ausencia de sutileza artística no convierte un libro en popular. La Guía de ferrocarril de Bradshaw contiene pocos destellos de comedia psicológica y, sin embargo, nadie la lee en voz alta las noches invernales. Si las novelas de detectives se leen con más fruición que las guías de ferrocarril es sin duda porque son más artísticas. Muchos libros buenos han tenido la suerte de ser populares; muchos libros malos, aún con más suerte, no lo han sido. El problema es que mucha gente no repara en que hay buenos relatos de detectives, y es como si se les hablara de un demonio bueno. Escribir la historia de un robo equivale para ellos a una forma espiritual de cometerlo. En el caso de las personas muy sensibles, es muy natural que así ocurra: hay que admitir que muchas novelas de detectives contienen tantos crímenes como una tragedia de Shakespeare.
No obstante, entre un buen y un mal relato de detectives hay tantas o más diferencias que entre un buen y un mal relato épico. El relato detectivesco no es sólo una forma artística totalmente legítima, sino que tiene claras y auténticas ventajas como agente del bienestar común.
El primer valor esencial de las novelas de detectives radica en que son la primera y única forma de literatura popular en que se expresa la poesía de la vida moderna. La gente vivió entre poderosas montañas y bosques eternos durante siglos, antes de darse cuenta de que eran poéticos; de ello puede deducirse que alguno de nuestros descendientes llegará a ver las chimeneas con una púrpura tan gloriosa como las cimas de las montañas y considerará las farolas tan antiguas y naturales como los mismos árboles. En esa concepción de la gran ciudad en sí misma como algo salvaje y evidente, el relato detectivesco es una especie de Ilíada. Nadie habrá pasado por alto que en dichos relatos el protagonista o el investigador atraviesa Londres con la soledad y la libertad de un príncipe en un cuento sobre el país de los elfos, y que en el curso de ese viaje incalculable el ómnibus adquiere los colores primigenios de un barco fantasma. Las luces de la ciudad empiezan a brillar como los ojos de un ejército de trasgos, puesto que son las guardianas de algún secreto, por crudo que sea, que el escritor conoce y el lector ignora. Cada revuelta de la carretera es como un dedo que señala hacia él, cada descabellado perfil de chimenea parece indicar burlona y absurdamente el significado del misterio.
Esa comprensión de la poesía de Londres no es cuestión baladí. Una ciudad es, hablando con propiedad, incluso más poética que el campo, pues mientras la Naturaleza es un caos de fuerzas inconscientes, una ciudad es un caos de fuerzas conscientes. La corola de una flor o el dibujo de un liquen pueden ser símbolos significativos o no. Pero no hay adoquín en las calles ni ladrillo en las tapias de la ciudad que no sean en realidad un símbolo deliberado, un mensaje de alguien, igual que lo son un telegrama o una tarjeta postal. El callejón más estrecho posee en cada rincón el alma del hombre que lo construyó, que tal vez lleve ya mucho tiempo en la tumba. Cada ladrillo contiene un jeroglífico tan humano como si fuese el ladrillo de un ídolo de Babilonia, cada teja de pizarra es un documento tan educativo como una pizarra llena de sumas y restas. Cualquier cosa que tienda, incluso bajo la descabellada forma de las minucias de Sherlock Holmes, a subrayar estos detalles de la civilización y a recalcar lo insondable del carácter humano en estas tejas y ladrillos es buena. Es bueno que el hombre corriente se acostumbre a mirar con imaginación a diez hombres de la calle, aunque sea sólo por si el undécimo es un famoso ladrón. Podemos soñar con que sea posible otra novela de Londres aún más elevada, en la que las almas de los hombres vivan aventuras aún más extrañas que sus cuerpos, y en la que sea más difícil y emocionante descubrir sus virtudes que sus crímenes. Pero puesto que nuestros grandes autores (con la admirable excepción de Stevenson) han declinado escribir acerca de ese emocionante momento en que los ojos de la gran ciudad, como los ojos de un gato, empiezan a brillar en la oscuridad, debemos conceder crédito a la literatura popular que, entre el balbuceo de pedantería y refinamiento, declina considerar el presente como prosaico o lo común como vulgar. El arte popular de todas las épocas se ha interesado por los modales y los vestidos contemporáneos; revistió los grupos en torno a la Crucifixión con los ropajes de los gentilhombres florentinos o flamencos. En el siglo pasado los actores distinguidos acostumbraban a representar Macbeth con peluca empolvada y gorguera. Cualquiera comprenderá lo lejos que estamos en nuestra época de semejante convicción de la poesía de nuestra propia vida y costumbres si trata de imaginar un cuadro de Alfredo el Grande brindando vestido con bombachos de turista, o una representación de Hamlet en la que el príncipe vistiera una levita y una cinta de crepé en el sombrero. Pero ese instinto de la época a mirar atrás, como la mujer de Lot, no podía durar siempre. Por fuerza tenía que surgir una literatura ruda y popular inspirada en las posibilidades novelescas de la ciudad moderna. Ha surgido en los relatos populares de detectives tan ruda y refrescante como en las baladas de Robin Hood.
Hay, no obstante, otra buena labor de los relatos de detectives. Mientras la constante tendencia del viejo Adán es rebelarse contra algo tan universal y automático como la civilización, y predicar la independencia y la rebelión, la novela policíaca tiene siempre presente el hecho de que la civilización en sí misma es la mayor de las independencias y la más novelesca de las rebeliones. Al tratar de los centinelas de los bastiones de la sociedad, tiende a recordarnos que vivimos en un campamento armado luchando contra un mundo caótico, y que los criminales, los hijos del caos, no son más que los traidores entre nosotros. Cuando el detective de una novela policíaca se planta solo y con cierta fatuidad entre los cuchillos y puños de una banda de ladrones, sin duda sirve para recordarnos que es el agente de la justicia social quien es la figura poética y original, mientras que los ladrones y cortabolsas son meros conservadores, plácidos, cósmicos y antiguos que viven felices en la respetabilidad inmemorial de los monos y los lobos. La novela policíaca es, por lo tanto, la novela del hombre. Se basa en el hecho de que la moralidad es la más oscura y atrevida de las conspiraciones. Nos recuerda que ese trabajo policial silencioso e imperceptible con el que nos regimos y protegemos no es más que una triunfal caballería andante.