El secreto y los fondos del partido
EL SECRETO Y LOS FONDOS DEL PARTIDO
Por lo general, de manera instintiva, y en ausencia de alguna razón especial, la humanidad odia pensar que le ocultan algo, es decir, odia pensar que le ocultan algo con éxito. El juego del escondite siempre ha sido un pasatiempo muy popular, pero parte de la base de que el texto de las Escrituras: «Busca y encontrarás» es cierto. La gente normal (cuya capacidad de diversión es gigantesca e inagotable) puede disfrutar mucho con ese juego llamado «esconde el dedal», pero eso es sólo porque en realidad el juego debería llamarse «encuentra el dedal». Supongamos que al final del juego nadie encontrara el dedal y que su paradero siguiera siendo un misterio para siempre: el resultado para los jugadores no sería divertido, sería trágico. El dedal se les aparecería en sueños. Acabarían sus días en el manicomio. El placer reside en el emocionante momento en que pasamos de no saber a saber. Las historias de misterio son muy populares, sobre todo cuando se venden al módico precio de seis peniques, pero sólo lo son porque el autor del misterio siempre acaba revelándolo. Gustan no porque creen un misterio, sino porque acaban destruyéndolo. Nadie tendría valor para publicar un relato de detectives que acabara exactamente igual que empezó. El público londinense se levantaría en armas. Nadie osaría publicar un relato de detectives en el que no detectara nada.
Hay tres grandes cosas en las que la sabiduría humana tolera el secreto. La primera es el caso que acabo de citar, el del juego del escondite, o la novela policíaca, en los que lo tolera sólo para poder destruirlo después. El autor inventa un minucioso secreto respecto a cómo murió asesinado el obispo, sólo para proclamar a los cuatro vientos la buena nueva de que quien lo asesinó fue la institutriz. En ese caso, si se valora la ignorancia es sólo porque ser ignorante es la preparación mejor y más pura para recibir las horribles revelaciones de la vida de la alta sociedad. Del mismo modo, ser agnóstico es a veces la preparación mejor y más pura para recibir las felices revelaciones de san Juan.
Este primer tipo de secreto lo toleramos porque su verdadero objeto no es mantener el secreto sino contarlo. Luego hay un segundo tipo de cosas mucho más importantes que la humanidad también está de acuerdo en ocultar. Son tan importantes que no pueden discutirse aquí. Pero todo el mundo sabrá a lo que me refiero. Acerca de ellas, quisiera observar que, aunque sean en cierto sentido un secreto, también es cierto que son un secreto a voces. Respecto al sexo y otras cuestiones, todos formamos parte de la misma hermandad disciplinada, pero libre. Se nos pide que guardemos silencio sobre esas cosas, pero no se nos pide que las ignoremos. Al contrario, el argumento humano fundamental va exactamente en la dirección opuesta: es lo más normal y también lo que más se oculta. Puesto que todos sabemos que existe, no hay necesidad de decir que está ahí.
Luego hay una tercera clase de cosas en la que la civilización tolera el secreto y rechaza cualquier tipo de investigación o explicación. Son cosas que no necesitan explicación porque no se pueden explicar, cosas demasiado volátiles, instintivas o intangibles: los caprichos, los impulsos repentinos y los prejuicios más inocentes. No se le debe preguntar a nadie por qué es tan parlanchín o taciturno por la sencilla razón de que desconoce la respuesta. A nadie se le pregunta (ni siquiera en Alemania) por qué anda deprisa o despacio, pues no sabría qué responder. La gente debe escoger el camino que le plazca al pasear por el bosque y hacer lo que le apetezca en vacaciones. Y la razón es ésta: que no tiene ninguna razón de peso, sino más bien una de muy poco peso, una sensación vaga que no sabría explicar a la policía y que la súbita aparición de un policía entre los arbustos podría echar a perder. Debe actuar por impulso, porque el impulso carece de importancia y tal vez no vuelva a sentirlo nunca. Si se quiere, podría decirse que debe actuar por impulso porque no requiere pararse a pensar un momento. Todos esos caprichos deberían ser privados, y ni siquiera los fabianos han propuesto interferir en ellos.
Estas dos últimas semanas, los periódicos han estado repletos de comentarios sobre la cuestión del secreto de ciertos aspectos de nuestra política financiera, y en particular sobre el problema de los fondos de los partidos. Algunos periódicos no han entendido lo más mínimo de qué trata la discusión. Han insistido en que los parlamentarios irlandeses y laboristas también están bajo sospecha y tal vez incluso más. La base de tan desquiciado argumento, si se considera con paciencia, parece reducirse a esto: que los parlamentarios laboristas e irlandeses cobran por lo que hacen. Por lo que sé, todas las personas de este planeta cobran por lo que hacen, y la única diferencia es que algunos lo hacen como los parlamentarios irlandeses. No concibo que nadie pueda pensar en alguien capaz de defender la propuesta de que la gente no cobre por lo que hace. En realidad, la cosa es muy sencilla, pues todos sabemos que hay dinero que se paga honradamente y otro que se paga de forma deshonesta; el sentido común más elemental nos hace mirar con indiferencia el dinero que se paga en mitad de Ludgate Circus y considerar con suspicacia el dinero que no se paga a menos que esté metido en una caja o en una lavadora. En suma, es una estupidez suponer que alguien pueda discutir siquiera la conveniencia de que haya fondos. Lo único que no pueden discutir ni los más tontos es que se oculten esos fondos. Por lo tanto, la cuestión se reduce a considerar si la ocultación de las transacciones políticas de dinero, como la compra de títulos o el pago de los gastos electorales, es un ocultamiento que se incluya en alguna de las tres categorías antes citadas y en las que la costumbre y el instinto humanos toleran el secreto. «He mencionado tres tipos de secretos que son humanos y definibles. Me pregunto si esta institución puede ser defendida mediante alguno de ellos».
La cuestión es si el secreto político entra en alguna de las categorías que pueden llamarse legítimas. En líneas generales, hemos dividido los secretos legítimos en tres clases. En primer lugar, está el secreto que se guarda para poder revelarlo después, como ocurre en las novelas de detectives; en segundo, el secreto que se guarda porque todo el mundo lo sabe, como sucede con el sexo; y por último, el secreto que se guarda porque es demasiado vago y delicado para explicarlo, como la elección de un sendero en un paseo por el campo. ¿Incluye alguna de estas grandes categorías humanas un caso como el secreto de las finanzas políticas o de partido? Parecería absurdo, incluso deliciosamente absurdo, pretender que es así. No se me ocurre una fantasía más encantadora y descabellada que sugerir que los políticos tienen secretos políticos sólo para poder hacer revelaciones políticas. Como si un lord fingiera haber merecido su título para poder declarar dramáticamente con un grito de desdén y alegría que en realidad lo había comprado. O un baronet fingiera merecer su título para hacer más exquisito y sorprendente el hecho histórico de que en realidad no lo merecía. Sin duda, esto parece muy improbable, y no resulta creíble que nuestros estadistas se estén reservando para la emoción del arrepentimiento en el lecho de muerte. El escritor de novelas policíacas hace que alguien sea un duque sólo para aplastarlo con la acusación de robo. Pero sería descabellado pensar que el primer ministro nombra duque a alguien sólo para aplastarlo con la acusación de aceptar sobornos. No, me temo que debemos descartar la teoría detectivesca del secreto de los fondos políticos.
Tampoco puede decirse que la cosa se explique por ese segundo tipo de secreto que es tan secreto que resulta imposible discutirlo en público. Si se observa cierta decencia sobre determinados asuntos humanos primarios es porque todo el mundo los conoce. Pero la decencia relativa a las contribuciones, las compras y los títulos no se observa porque hasta el más común de los mortales sepa lo que está pasando, se observa porque el común de los mortales no sabe lo que ocurre. El velo del decoro oculta formas de proceder normales, pero nadie dirá que dejarse sobornar es un proceder normal.
Y si aplicamos la tercera categoría a esta cuestión del secreto político, el caso aún resulta más evidente y casi divertido. Sin duda, nadie dirá que la compra de títulos y otras cosas parecidas se mantiene en secreto porque son cosas tan frívolas, impulsivas y carentes de importancia que deben estar sometidas sólo al capricho individual. Un niño ve una flor y por primera vez siente el impulso de arrancarla. Pero nadie dirá que un cervecero ve una corona y por primera vez decide ser un lord. El impulso del niño no es preciso explicárselo a la policía, por la sencilla razón de que no podría explicárselo a nadie. Pero ¿de verdad hay quien crea que las laboriosas ambiciones políticas de los comerciantes modernos poseen ese mismo carácter volátil e incomunicable? Un hombre sentado en la playa puede lanzar piedras al mar sin tener ninguna razón para hacerlo. Pero ¿de verdad cree alguien que el cervecero arroja bolsas repletas de dinero en los fondos del partido sin ningún motivo? Esta teoría del secreto del dinero político también debemos descartarla y, con ella, las otras dos posibles excusas. Este secreto no puede justificarse como una broma emocionante, ni como parte de una hermandad, ni como un capricho personal indescriptible. Lo cierto es que viola extrañamente las tres condiciones al mismo tiempo. No se oculta para poder revelarlo; se oculta para ocultarlo. No se mantiene en secreto porque sea un secreto común a toda la humanidad, sino para que la humanidad no llegue a saberlo nunca. Y no se calla porque sea demasiado frívolo para contarlo, sino porque es demasiado importante para que pueda contarse. En suma, nos enfrentamos al fenómeno político real, y tal vez raro, de un gobierno oculto. Tenemos una doctrina exotérica y esotérica. Inglaterra se gobierna con un jesuitismo que no ejercen los jesuitas.