Reseña de «Trent’s Own Case» [«El caso de Trent»], de E. C. Bentley
RESEÑA DE «TRENT’S OWN CASE» [«EL CASO DE TRENT»], DE E. C. BENTLEY
En mi opinión, lo más raro de El caso de Trent,[52] la tardía pero deliciosa secuela de la novela de detectives más deliciosa que jamás se haya escrito, es que, aunque todos los críticos se han unido al coro de las alabanzas del estilo del autor y el encanto del protagonista, muchos parecen haber apreciado en último lugar lo que normalmente se aprecia al principio en este tipo de relatos, y es el propio relato. Y aún resulta más extraño que algunos hayan pasado por alto no sólo la clave de la historia, sino el significado del título. Un crítico muy complaciente escribió, por ejemplo, que era muy permisible describir la novela como el caso de Trent, puesto que se trataba de un caso enteramente personal, aceptado por el interés de uno de sus amigos, dando así a entender que el original El último caso de Trent lo aceptó profesionalmente a modo de investigación periodística para el periódico de sir James Molloy. Esta misma vaguedad puede encontrarse en muchas frases sobre el significado del título. Pero, sin duda, el título significa exactamente lo que dice, y dice exactamente lo que significa con una precisión que hace que todas esas explicaciones tan elaboradas resulten totalmente innecesarias. Se titula El caso de Trent, porque lo es. Y lo es tanto más porque también es su secreto. El detective sabe casi desde la primera página por qué y hacia adónde apunta su caso. Pero como el lector, y al parecer el crítico, no comprenden hasta casi la última página lo que Trent comprendió en la primera, da la impresión de que algunos hayan perdido un poco el hilo de toda la idea y se hayan equivocado al internarse en todas esas complicadas irrelevancias en las que el arte y la habilidad del escritor de laberintos detectivescos han conseguido extraviarlos.
De hecho, dichas irrelevancias no son tan irrelevantes como cabría suponer. El vistazo poético a Touraine y las ricas raíces históricas de la viña de Rabelais no son más que una cortina de humo, si la visión de cosas tan gloriosas puede llamarse así. Hay una intención puramente detectivesca en el cruce del Canal y en la inmersión en ese mar Rojo de los toneles y los grandes reservas de la Galia. Sirve al mismo tiempo para ocultar y mostrar, para registrar sin exageraciones la desesperación del amigo de Trent y para desviar de él las sospechas y, sin embargo, está directamente relacionado con la causa real y oculta. El truco principal y su verdadera explicación, en lo que se refiere a la construcción y, en cierto sentido, al aspecto mecánico de un relato de misterio, llega justo al final y me parece singularmente ingenioso y preciso: un exitoso truco de pantomima que gira en torno a las inesperadas posibilidades de un disfraz.
Pero, por supuesto, tal como han observado muchos comentaristas, hemos aprendido a buscar algo más evocador e incluso artístico en la mera personalidad del detective que también era un artista. La presencia de ánimo de Philip Trent, a la hora de producir ingentes cantidades de poesía con un talento de lo más absurdo, sigue sin duda intacta. Lo único que lamento sobre esta parte de la historia es que esa necesaria irrupción de tías y actrices impide que aparezca más a menudo la señora de Philip Trent, aunque lo haga lo suficiente para darnos a entender que el señor y la señora Trent son tan anticuados como para ser felices juntos. Y es que ella era una de las mejores y más difíciles creaciones del libro anterior. Era un logro que se consigue con mucha menor frecuencia de lo que se cree, incluso en novelas serias dedicadas al matrimonio y no al asesinato: una mujer presentada de tal modo que el lector podía imaginar que un hombre razonable quisiera casarse con ella y no asesinarla.
Pero vuelvo ahora al asunto de que se tienda a pasar por alto el significado del título, o incluso lo que dice. Hay artículos que suelen tildarse de subjetivos porque carecen de sujeto. En una columna tan farragosa como ésta, ya sea por ser personal o impersonal, se considera permisible introducir naderías sobre uno mismo o sobre los demás, siempre que se subraye que son meras naderías. Y puedo señalar al respecto que tengo grandes objeciones a que se pase por alto la clave de una historia o el sentido más evidente del nombre mismo de la historia. A veces he tenido ocasión de murmurar tímidamente que quienes emprenden la pesada tarea de leer un libro podían leer también la portada. Hay más ejemplos de los que imaginamos de críticos sesudos que resuelven muchos de los problemas de los que trata el libro simplemente descubriendo lo que dice ser.
Así, por ejemplo, ha habido interminables problemas, controversias y teorías hipotéticas sobre un libro de santo Tomás Moro titulado Utopía. Los críticos y los polemistas han filtrado y estudiado cada palabra de Utopía. La única palabra que parecen haber pasado por alto es la palabra «utopía»; Santo Tomás Moro la escribió en griego, y significa ‘ninguna parte’. Es decir, que santo Tomás Moro escribió en griego exactamente lo que Samuel Butler escribió en inglés cuando escribió la palabra Erewhon.[53] Es evidente que santo Tomás Moro disfrutaba poniendo en la picota a los usureros, negociantes de la guerra y opresores de los pobres que eran la plaga de su época, lo mismo que disfrutaba Samuel Butler al describir una pesadilla de máquinas o una absurda constitución legal en la que la enfermedad era un crimen y el crimen una enfermedad. Pero no deberíamos acusar a Butler de pretender que Erewhon fuese la descripción de una sociedad moderna, y, por muchas diferencias que haya entre ambas obras, ninguna de las dos puede considerarse un programa político porque su naturaleza es más bien la de ser liberaciones de la fantasía y una especie de fantasiosas vacaciones de la imaginación.
Por eso he escrito este texto basado en un título más que en un libro, tras descubrir que a veces los títulos se pasan por alto por mucho que se estudien los libros. Es extraño que a mí me ocurriera lo mismo en un asunto relacionado con el señor Bentley, que había creado ya los Clerihews,[54] pero todavía no era el autor de El último caso de Trent. En aquellos lejanos días, dediqué al señor Bentley un libro titulado El hombre que fue Jueves; era un sinsentido muy melodramático, pero con una especie de idea de fondo, y cuya clave estaba en que describía, primero a un grupo de los últimos defensores del orden luchando contra lo que parecía un mundo dominado por la anarquía, y luego el descubrimiento de que el jefe, tanto de la anarquía como del orden, era una especie de elfo elemental que había dado la impresión de ser un ogro de pantomima. Esta lógica, o delirio, llevó a muchos a deducir que aquel ser equívoco era una descripción seria de la deidad, y mi obra incluso se ganó el respeto de quienes querían que se describiese a la deidad de ese modo. Pero su error se debía a la misma causa: habían leído el libro, pero no habían leído la portada. En mi caso, es cierto, era cuestión de un subtítulo más que de un título. El libro se titulaba: El hombre que fue Jueves: pesadilla. No pretendía describir el mundo real tal como era, o como yo pensaba que era, incluso aunque mis ideas fuesen mucho más confusas de lo que lo son ahora. Lo que pretendía describir era el mundo lleno de dudas descabelladas y desesperanza que los pesimistas describían en la época, con una mínima chispa de esperanza en el doble sentido de la duda. La cuestión se explicaba totalmente en unos versos un tanto rimbombantes que dediqué en la época al señor Bentley, espero que se me excuse por referirme a ellos en esta ocasión como tributo y recuerdo a los viejos tiempos.