Errores de las novelas de detectives
ERRORES DE LAS NOVELAS DE DETECTIVES
Es un hecho bien conocido que la gente que jamás ha tenido éxito en nada termina escribiendo libros sobre cómo tener éxito; y no veo por qué dicho principio no podría aplicarse al éxito al escribir novelas de detectives igual que a otras ocupaciones más bajas y menos gloriosas. Antes de hacer ninguna crítica de los relatos de misterio, me parece justo confesar que he escrito algunos de los peores del mundo. Pero, aunque el resultado fuese tan bajo, puedo jactarme de haber actuado movido por los motivos más elevados y de haber seguido el divino principio de la Regla Dorada. Les hice a los demás lo mismo que quería que ellos me hicieran a mí: proporcionarles novelas de crímenes con la vaga esperanza de que ellos a su vez me las proporcionaran. Arrojé mi misterio a las aguas, por así decirlo, con la esperanza de que me lo devolviesen al cabo de un tiempo con un título totalmente distinto y una historia mucho mejor. En la novela de detectives la división del trabajo se lleva a cabo entre el lector y el novelista. Puede que alguien responda agudamente que la parte más pesada de dicha labor recae sobre el lector. Tal vez sea cierto, sobre todo en esos tristes ejemplos a los que acabo de referirme. Pero, en cualquier caso, lo cierto es que dicha división es consustancial a la propia naturaleza de la novela de detectives. Si uno las escribe, no puede leerlas; y si quiere leerlas, no debería escribirlas. Es evidente que nadie puede quedarse sorprendido al final con una revelación que lleva planeando desde el primer momento; igual que no puede mostrarse perplejo e inquisitivo sobre la ocultación de algo que él mismo se esfuerza por ocultar. No puede sorprenderme descubrir que el obispo era un granuja, si previamente me he dedicado a disfrazar al granuja de obispo. El poeta puede leer sus poemas, pero el escritor de novelas de misterio no puede sorprenderse con sus propias sorpresas.
En todo caso, si me dispongo a pontificar sobre las novelas de detectives, en parte es porque veo por doquier los anuncios de la versión teatral de una de las mejores que he leído: El misterio del cuarto amarillo, y también porque acabo de releer esa excelente novela francesa en su forma original. No he visto la obra de teatro, aunque he oído que es un gran éxito, sin que eso signifique, por la propia naturaleza del problema, que una buena novela de misterio pueda convertirse en una buena obra de teatro. De hecho, desde un punto de vista abstracto, ambas cosas son casi antagónicas. Son dos formas de ocultamiento exactamente opuestas, pues el teatro depende de lo que se ha dado en llamar la ironía griega, es decir, del conocimiento y no de la ignorancia del público. En los relatos de detectives es el héroe (o el villano) quien sabe, y quien se ve engañado es el que está fuera. En el teatro, el que está fuera (o el espectador) sabe y el engañado es el héroe. En un caso se oculta un secreto a los actores y en el otro al público. Pese a todo, se ha hecho con bastante éxito en un par de ocasiones y es muy probable que ahora haya ocurrido lo mismo. Pero releer la novela, y no sé cuántas más mucho peores del mismo género, me ha impulsado a ofrecer algunas sugerencias generales sobre los verdaderos principios de esta forma popular de arte. No pretendo hablar con superioridad de los relatos inferiores. Me encantan las novelas baratas: he leído y escrito muchas. Pero, incluso en eso, sigue habiendo clases; y sería más fácil que nos entretuvieran si quienes las escriben supieran cómo hacerlo. Hay ciertas falacias sobre la naturaleza de la auténtica novela de misterio que me parecen muy extendidas tanto entre los escritores como entre los lectores. Pero me gustaría que se entendiera que, si me atrevo a señalar dichos errores, lo hago desde mi papel de lector relativamente honroso y orgulloso, y no desde el más rastrero y servil de escritor de ese tipo de novelas.
En primer lugar, es evidente que impera la idea general de que el primer objetivo del escritor de relatos de misterio es confundir al lector. Ahora bien, no hay nada más fácil que confundir al lector en el sentido de decepcionarle. En muchas novelas exitosas y publicitadas dicho principio se limita a retorcer la información mediante una serie de incidentes. La institutriz búlgara está a punto de confesar los verdaderos motivos que tenía para ocultarse en el piano de cola con un rifle cargado, cuando un chino salta por la ventana y la decapita con un yatagán; y esa interrupción trivial sirve para retrasar la elucidación de todo el relato. Pues bien, resulta muy sencillo llenar varios volúmenes con aventuras emocionantes por el estilo sin dejar que el lector avance un solo paso hacia el descubrimiento. Sin embargo, también es ilegítimo desde el punto de vista de los principios fundamentales de esta forma de ficción. No es sólo que no sea artístico, o que carezca de lógica, sino que no es verdaderamente emocionante. La gente no se emociona si no es por algo, y en ese estado de ignorancia el lector no tiene nada por lo que emocionarse. A la gente le emociona saber algo, y en esos relatos no sabe nada. El verdadero objetivo de una novela de detectives inteligente no es confundir al lector, sino iluminarlo de tal modo que cada fragmento sucesivo de la verdad sea una sorpresa. En eso, como en otros misterios mucho más nobles, el objetivo del auténtico místico no es desconcertar, sino iluminar. El objetivo no es la oscuridad, sino la luz; aunque sea en forma de relámpago.
Luego está el error habitual consistente en hacer que todos los personajes parezcan envarados o personajes de guardarropía, y no tanto porque el novelista carezca de la inteligencia necesaria para describir a personajes reales, como porque cree que la auténtica caracterización está de más en un tipo irreal de literatura. En otras palabras, porque hace algo destructivo para cualquier aspecto de la existencia: desprecia el trabajo que hace. Pero el método es fatal para su objeto mecánico, incluso considerado como un objeto mecánico. No podemos aterrorizarnos por una sociedad secreta de asesinos que se han conjurado para matar a un tipo tan aburrido que estaría mejor muerto. Para que el novelista pueda matar a alguien, antes tiene que insuflarle vida. De hecho, podríamos añadir el principio general de que el interés más intenso de una buena novela de detectives no depende en absoluto de los incidentes de la misma. Los relatos de Sherlock Holmes son un buen modelo de misterio popular. Y la clave de los mismos rara vez es la propia historia. Lo mejor de ellos es la comicidad de las conversaciones entre Holmes y Watson, y la razón psicológica es que siempre son personajes, incluso aunque no sean actores.
Pero ya que me atrevo a hacer estos reproches al novelista popular, debo equilibrarlos con un reproche similar, aunque un tanto más solemne, al novelista psicológico. El escritor popular de novelas policíacas crea personajes carentes de interés y luego trata de volverlos interesantes asesinándolos. Pero el novelista intelectual malgasta su talento de manera aún más triste, pues crea personajes interesantes y luego no los asesina. Si me quejo de los artistas avanzados y analíticos es porque describen algún personaje sutil, dominado por las dudas y los humores modernos; luego emplean toda su imaginación para resaltar los matices de los sentimientos y las opiniones del escéptico o del partidario del amor libre. Y por fin, cuando el héroe en cuestión cobra vida y está listo para que lo asesinen, cuando todos los detalles de su personaje requieren y exigen, por así decirlo, a gritos que lo asesinen, al final el novelista no lo asesina. Eso equivale a desperdiciar una excelente oportunidad, y espero ver corregido dicho error en el futuro.