Civilización y progreso

CIVILIZACIÓN Y PROGRESO

Creo que fue Herbert Spencer quien definió el progreso como el avance de lo simple hacia lo complejo. Es una de las cuatro o cinco peores definiciones de la historia, tanto desde el punto de la verdad impersonal como en cuanto a su aplicación personal. El progreso, en el único sentido útil para la gente sensata, equivale sólo a un éxito humano, y es evidente que el éxito humano es un paso de lo complejo hacia lo simple. Cuando un matemático se sienta a resolver un problema aspira a dejarlo menos complejo de como lo encontró. El colono que se esfuerza por convertir una jungla en una granja combate, hacha en mano, la complejidad de la jungla. Si recurrimos a jueces para aplicar la ley es porque se trata de disputas muy enrevesadas y es preciso simplificarlas. No digo que siempre se consiga, pero ésa es la idea. Llamamos al médico para eliminar algo que él mismo llama a menudo «una complicación». Por lo general, el médico verdaderamente competente ve ante él algo que no entiende y deja tras él algo que todo el mundo comprende: la salud. El verdadero genio técnico triunfa cuando logra hacerse innecesario. Sólo el charlatán trata de volverse indispensable.

El peluquero, por alguna oscura razón, pretende a menudo ser un charlatán, y lo mismo hace el detective, sobre todo cuando se cuela en una novela. Pero, si dejamos a un lado la exuberante prosopopeya de ambas profesiones para fijarnos en su propósito original, es posible aplicar la misma idea. El pelo no es más sencillo despeinado que cepillado: es mucho más complejo. Que prefiramos la cabellera enmarañada de un bárbaro al cabello repeinado de un hombre de la ciudad es una cuestión de gusto artístico, pero que lo último sea más sencillo es una cuestión de evidencia artística. Es tan cierto como que el frontispicio del Partenón es más sencillo que la portada de la catedral de Ruán. Personalmente, prefiero la catedral de Ruán, aunque no querría llevar demasiado lejos el paralelismo de Ruán en materia de cabello. Me limito a señalar que el hombre de la ciudad es, en ese aspecto, inocente en el sentido más real: es transparente, claro y decidido. Vive una vida sencilla: igual que otros muchos malvados. En lo que se refiere a la pelambrera, es tan inflexible como el estoico. Quizá haya quien diga que recuerda al gran estoico romano que dijo: «Habrá sido oportuna esta despedida».[5] Lo mismo ocurre con el gran detective, un tipo muy por debajo del dandi e infinitamente inferior a un artista como el peluquero. El atractivo del detective y de la curiosidad que despiertan las novelas detectivescas es que, aunque empiezan con algo tan apasionado y confuso como un crimen, todas se esfuerzan por terminar con algo tan obvio y desapasionado como la ley. Quienes, como yo mismo, hayan buscado buenos relatos detectivescos igual que un dipsómano busca la bebida, saben que ahí radica la auténtica diferencia entre el cuento legible e ilegible. Un mal relato de misterio se va haciendo más y más misterioso; uno bueno, es misterioso y cada vez lo va siendo menos. Una pisada, una flor extraña, un telegrama cifrado y un sombrero de copa aplastado nos intrigan no porque no tengan nada que ver, sino porque el autor tiene la obligación implícita de relacionarlos. Lo que nos intriga no es lo inexplicable, sino la explicación que todavía no hemos oído. Eso que llamamos arte o progreso: el avance de lo complejo hacia lo simple.

Por supuesto, la gente puede simplificar bien o mal. El coiffeur, con sus cepillos y sus tónicos, puede dejar el pelo liso y brillante para quien guste de llevarlo así, o, con los mismos cepillos y tónicos, causar una calvicie total, ciertamente una condición clara y desenmarañada para cualquiera. Es igual que cuando los detectives de la policía no consiguen imaginar un relato detectivesco creíble y terminan arrestando al primer desdichado que se cruza en su camino; sería injusto negar la simplicidad de dicha acción. Esta segunda simplicidad, la simplicidad de la oscuridad, vuelve a ser una desdicha para Herbert Spencer, que era el sabio más calvo que jamás se ha visto, en todos los sentidos de la palabra. Si el progreso y la civilización son un avance nacido de la simplicidad, ciertamente él fue una reacción contra la barbarie. Los filósofos medievales a quienes tanto despreciaba pecaron a veces de excesivamente complicados. Él ciertamente pecó por su excesiva crudeza.

Conozco a una señora, que combina la cultura heredada y el talento natural en un grado fuera de lo común, que, al hojear un libro de santo Tomás de Aquino, dio con un capítulo titulado «La simplicidad de Dios» y pensó que sería un buen punto de partida. Poco después cerró el libro diciendo: «Caramba, si ésta es la simplicidad de Dios, quisiera saber en qué consiste su complejidad». Y es cierto que los medievales comprimían tanto sus pensamientos que apenas les quedaba sitio para explicar lo que significaban y menos aún para adornarlos. Eran mejores científicos que Huxley, pero no tan buenos periodistas. Ni tan buenos literatos.

Pero sigo inclinándome a recurrir a la pregunta que planteé la semana pasada, relativa a qué son en realidad el progreso y la civilización. Entonces sugerí una definición, y, transcurrida una semana, sigue pareciéndome correcta. Dije que la civilización era la capacidad de volver a la normalidad. No es la capacidad de pasar de lo simple a lo complejo, aunque lo dijera Herbert Spencer. Ni tampoco la de pasar de lo complejo a lo simple, aunque lo haya dicho yo. Es la capacidad de pasar a lo que se quiera cuando se quiera. La civilización es aquello que puede ser tan simple como se quiera sin perder la civilización y que puede ser tan civilizado como le plazca sin perder la simplicidad. No es nada tan horrible como una tendencia o una evolución, ni cualquier otra de esas cosas que no se detienen en ninguna parte, por la sencilla razón de que no van a ninguna parte. La civilización no es un desarrollo. Es una decisión. Es la gente decidida la que se ha vuelto civilizada; es la gente indecisa, también conocida como escéptica, o los idealistas dubitativos los que han seguido siendo bárbaros.

Esa silenciosa anarquía que consume nuestra sociedad puede definirse así: una incapacidad de comprender que la excepción confirma la regla. Que uno tenga vacaciones implica que trabaja; que un loco sea irresponsable implica que la gente es responsable; que uno llame al médico cuando está enfermo implica que no lo necesita cuando está sano; que se rebele contra la autoridad constituida implica que quiere constituir otra autoridad, y que vaya a la guerra implica que quiere firmar la paz. No es ni mucho menos necesario que la anarquía surja desde abajo, de la turba de los descontentos. Un gobierno puede ser anarquista, y una turba autoritaria. En nuestro caso, la anarquía es peor entre las clases dirigentes: su legislación se ha convertido en una especie de experimentalismo estúpido y confuso. Estamos haciendo, como si fuesen meros tics nerviosos, cosas a las que nuestros padres recurrían sólo como remedios desesperados. Nuestros antepasados recurrían a las levas porque Napoleón estaba en Boulogne o Irlanda en armas contra ellos. Pero nosotros hemos caído en una especie de militarismo pacifista y mentecato: una idea nebulosa de que los patronos deben convertir a los empleados en reservistas, sin pararse a pensar si no los estarán convirtiendo en soldados. No alcanzamos a entender que incluso los atajos deberían llevarnos a la carretera principal.