Una nueva versión de «Ricardo III»
UNA NUEVA VERSIÓN DE «RICARDO III»
Reparo, con sorpresa mezclada de gratitud (y terror, que es la verdadera alma de la gratitud), en una preciosa ilustración que aparece sobre el encabezamiento de este artículo. Dicho adorno es una gran ventaja, y, si el director del periódico decide imprimir mis palabras en colores diferentes, me parecerá una mejora notable. No obstante, pueden recrearse un momento en la composición de tan admirable imagen. En primer plano (observarán ustedes) estoy yo mismo sentado y vestido con uno de esos trajes ceñidos del siglo XV, muy adecuado para mi elegante pero demasiado etérea figura. Estoy ocupado (de forma un tanto teatral) en mojar una pluma de ganso en el tintero; y al parecer llevo (tal vez a modo de recambio) otra pluma similar en el sombrero. Una larga procesión de importantes personajes pasa por detrás de mí, pues ninguno tiene el valor necesario para pasar por delante. Los dos bustos de adorno que decoran el sillón son sendos retratos del director del periódico y su fiable lugarteniente.
La semana pasada señalé que los médicos han descubierto hace poco que el budín de Navidad es una comida exquisitamente higiénica e inofensiva. Nada más típico de cualquier faceta del pensamiento científico de nuestros días. Muchos profetas y hombres virtuosos, muchos pensadores e idealistas han desperdiciado sus vidas persiguiendo la verdad científica. Nunca corran tras ella. Quédense donde están, y en pocos años la verdad científica les perseguirá a ustedes. Sigan comiendo cerdo, y más tarde o más temprano los médicos dirán que el cerdo es la única carne totalmente digestiva. Continúen bebiendo oporto, y más pronto o más tarde aparecerá alguien en los círculos médicos que demostrará que el oporto es el único preventivo seguro contra la gota. Puede que el especialista les haya recomendado ir con sus hijos a la playa; pero si tardan lo bastante en hacer el equipaje es muy probable que descubran que el aire marino es venenoso antes de que se pongan en camino. Alguna autoridad tal vez les haya recomendado dormir en el jardín (si padecen de problemas pulmonares) durante un año. Al año siguiente quizá les recomienden cultivar tulipanes en sus dormitorios. De hecho, el otro día leí en un artículo médico que debían abandonarse las curas al aire libre, pues el aire libre no era tan bueno como se suponía. Supongo que lo cierto es que un teórico de la medicina tiene que hacer casi exactamente lo mismo que un teórico de la historia o la sociología: calcular la media entre el enorme número de efectos —todos ellos diferentes y algunos contradictorios— producidos por alguna cosa. Calculo que debe de ser tan difícil decir si los efectos del jerez son buenos o malos como decir si lo fue el efecto de Napoleón. En tales asuntos humanos no hay nada como un simple veneno y un simple antídoto. Napoleón no fue un veneno: fue un peligroso estimulante. Wellington no fue un antídoto: fue un peligrosísimo sustituto.
Ciertamente, si la ciencia tiene cambios sorprendentes, lo mismo ocurre con la historia. Hace poco me he topado con un caso de cambio que, aunque, por supuesto, algunos individuos ya habían anticipado, resulta desde el punto de vista popular casi tan sensacional como el relativo al budín de Navidad. Primero me enteré de que el budín de ciruelas es saludable. Ahora me entero de que también lo era el rey Ricardo III. No sé si alguno de los lectores de esta página habrá leído, como hice yo el otro día, el libro de sir Clements Markham Richard III [Ricardo III], pero vale la pena hacerlo. Aunque la hipótesis ya la habían mantenido otros muchas veces antes —como por ejemplo Horace Walpole—, nunca había visto a nadie que defendiera una cuestión histórica de manera tan sistemática o de forma tan sólida y moderna. Escribo esto con cierto temor, pues sé que en este mismo periódico colabora uno de los polemistas y estudiosos de la historia más brillantes y entretenidos que se ha consagrado al estudio de misterios históricos. Pero, hasta donde puede convencerse de una cuestión histórica un hombre que posea sólo la cultura habitual en un lector omnívoro de clase media, confieso que el argumento y la teoría de sir Clements Markham me han convencido. Ya he adelantado cuál es dicha teoría: simplemente, la total reivindicación de Ricardo III. El malvado Ricardo el Corcovado al que conocía desde mi infancia se desintegra y desaparece gradualmente ante mis ojos. Al parecer, no era malvado y ni siquiera corcovado. Uno tiene la impresión de que lo único que falta por descubrir es que no se llamaba Ricardo.
Para empezar, vale la pena insistir en lo que podríamos llamar la calidad periodística del libro: su sorprendente novedad para el público actual. Sir Clements Markham sostiene que Ricardo III no asesinó a los príncipes en la Torre, sino que lo hizo Enrique VII. Es exactamente el mismo cambio o la misma sustitución abrupta y pasmosa que constituye la esencia del éxito de una novela de detectives. De ser así, Enrique VII aparece ante la historia como el vengador de un crimen que en realidad había cometido él mismo. Pues bien, aparte de los hechos, podemos centrarnos en ese interesante aspecto de la ficción, pues dicho cambio es artísticamente tan creíble como el clímax de un buen relato de detectives. Nada más falso que esa norma que afirma que la novela, incluso la policíaca, debe terminar con algo totalmente inesperado. Algo totalmente inesperado sería totalmente increíble. Si The Newcomes [Los recién llegados] terminara con el descubrimiento de que el coronel Newcome era un vulgar estafador, no sólo no sería impresionante sino que sería increíble. Si descubriésemos que sir Galahad era un mal bicho, no sería una sorpresa, porque no sería sir Galahad. Si en un relato crudo y sensacionalista se va a echar a perder la reputación de un hombre respetable, debe haber algo vaga e inconscientemente irritante en su reputación desde el primer momento; así lo ha hecho con excelentes resultados Gaboriau en El caso Lerouge. Y del mismo modo, el canalla al que van a exculpar debe tener algo fascinante aunque sea un canalla. Debemos apreciarle un poco como Bestia antes de que se convierta en Príncipe.
Es interesante resaltar que estas condiciones novelescas se cumplen a la perfección en el caso de Enrique VII y de Ricardo III. Puede que el primero fuese el paladín de la justicia, pero incluso sus amigos admiten que tenía ese vicio particular que no se corresponde con los paladines desinteresados de ninguna causa: la avaricia. Ricardo III quizá fue una persona mezquina y fría, pero incluso sus enemigos admiten que poseía esa cualidad que no se corresponde con la mezquindad: un valor llamativo y grandilocuente en el campo de batalla, ese éxtasis belicoso en el que las palabras brillantes y las espadas fulgurantes van de la mano. Me parece como mínimo significativo que incluso la tradición Tudor haya dejado toda la prosa para Enrique y toda la poesía para Ricardo. Es significativo que incluso quienes critican a Ricardo lo hagan atractivo y que incluso quienes alaban a Enrique lo hagan poco atractivo. La primera insinuación de algo que puede ser una tradición rota y desfigurada como la luz de un sol eclipsado es, creo, el hecho de que las pocas baladas populares existentes celebren el heroísmo de Ricardo.
No obstante, sir Clements Markham se apoya en hechos sólidos. El más sólido es, en mi opinión, que cuando Enrique conquistó la Torre donde estaban encerrados y supuestamente habían sido asesinados los príncipes, publicó una relación de los crímenes de Ricardo en la que no aludió a los infantes ni una sola vez. Si los hubiera encontrado muertos habría sido la mejor propaganda para él. La deducción aparente es que los encontró vivitos y coleando. En ese caso no quedan muchas dudas acerca de bajo qué amable y tranquilizadora influencia dejaron de vivir. Y eso lo apoya de un modo extraño y sugerente el incidente de Perkin Warbeck[34] y demás pretendientes. Desde luego, revueltas a su favor parecen contradecir la idea de que hubiera una impresión firmemente establecida de que a los jóvenes príncipes los habían asesinado en el anterior reinado y, desde luego, tienden a destruir la idea de que Ricardo se hubiera hecho muy impopular a causa de dicha acusación.
Soy muy consciente de la ignominia que se puede acumular sobre cualquier aficionado o persona ociosa que ose abordar cualquier problema histórico; sé que los científicos históricos poseen misteriosas facultades de las que yo carezco. Pero creo que estoy a salvo si digo lo siguiente: que el pueblo no habría destronado primero a Ricardo porque los príncipes estuvieran muertos y luego a Enrique porque siguieran con vida. Me cuesta creer (tengo esa humilde convicción) que estuvieran muertos antes de la batalla de Bosworth y vivos después de dicha batalla. Muy a mi pesar me veo forzado a escoger la alternativa de que estuvieran vivos antes de Bosworth y muertos después de ella. Los otros cargos contra Ricardo III parecen haberse esfumado en el aire. Ciertamente no asesinó a Enrique VI. Y si mató al hijo de éste, pudo haber sido que un hombre armado matara a otro en la refriega de Tewkesbury; desde luego mató a Hastings, de acuerdo con la ley, y desde luego hizo bien. Todas las historias sobre cuándo mostró su brazo marchito parecen pamplinas; mostró su brazo en Bosworth y no tenía nada de marchito. Este cargo más siniestro, menos fácil de probar o refutar, del asesinato de los príncipes perdura a pesar de todo. Persiste en la imaginación del doctor Gairdner[35] y otros historiadores igual de distinguidos. No me corresponde a mí decidirlo ni ir más allá de repetir que sir Clements Markham lo ha atacado de un modo que no sólo me parece inspirado sino convincente.