Principios del relato detectivesco
PRINCIPIOS DEL RELATO DETECTIVESCO
Veo que la señora Carolyn Wells, la americana que ha producido muchas de nuestras historias de crímenes y misterio, ha escrito a una revista para quejarse de las críticas poco complacientes que hacen de esos libros. Afirma que es evidente que la tarea de reseñar relatos de detectives se asigna a gente a la que disgustan dichos relatos. Asegura, y me parece bastante sensato, que eso es muy poco razonable: los libros de poemas no se encarga de reseñarlos un crítico que odie la poesía, y las novelas tampoco las reseña un rígido moralista que las considere inmorales. Suponiendo que los relatos de misterio tengan derecho a ser reseñados, es obvio que también lo tienen a que lo haga una persona que entienda por qué se escribieron. La señora Wells continúa diciendo que, debido a ese descuido, la naturaleza de la técnica que requieren dichas narraciones nunca se discute como es debido. Por mi parte, estoy de acuerdo con ella en que es un asunto que vale la pena discutir. No hay lectura mejor, ni más seria en sentido estricto, que los escasos pasajes que los grandes críticos han dedicado a esta cuestión literaria, como las disquisiciones de Edgar Allan Poe sobre el análisis al principio del hermoso idilio sobre el simio asesino, los estudios de Andrew Lang sobre el problema de Edwin Drood, o las observaciones de Stevenson sobre la novela policíaca al final de The Wrecker [El destructor]. Cualquier discusión sensata de ese tipo mostrará pronto que las reglas artísticas están tan presentes en esta forma artística como en cualquier otro arte y que no puede considerarse una objeción el que la gente que puede disfrutarla no sepa criticarla. Lo mismo puede decirse de cualquier canción o novela buenas. Debido a una curiosa confusión, muchos críticos modernos han pasado de la proposición de que una obra maestra puede ser impopular a la proposición de que si no es impopular no puede ser una obra maestra. Es como si dijésemos que, como un hombre inteligente puede tener un impedimento en el habla, uno no puede ser inteligente si no tartamudea. Toda impopularidad es una especie de oscuridad, y toda oscuridad es un defecto de expresión como el tartamudeo. En cualquier caso, estoy del lado popular: me interesa todo tipo de ficción de misterio, sea buena, mala o indiferente, y estaría dispuesto a hablar de ella con cualquiera menos dotado que la autora de Vicky Van.[55] Y si alguien quiere decir que mis gustos son vulgares, poco artísticos y analfabetos, sólo puedo responder que me alegra ser tan vulgar como Poe, tan poco artístico como Stevenson y tan analfabeto como Andrew Lang.
Es curioso que la técnica de estos relatos no se discuta, porque en ellos la técnica es la clave de todo. Aún más extraño resulta que dichos autores no cuenten con el consejo de los críticos, porque se trata de una de las pocas formas artísticas que admitirían algunos consejos. Y lo más raro de todo es que nadie hable de sus reglas, porque son uno de los pocos ejemplos en los que uno podría saltárselas. El hecho mismo de que la obra no pertenezca al más elevado orden de la creación hace posible tratarla como una cuestión de construcción. Pero, aunque la gente está siempre deseando enseñar a los poetas a tener imaginación, parece que considera inútil tratar de ayudar a quienes idean tramas policíacas en una cuestión de mero ingenio. Hay libros de texto que enseñan a la gente a manufacturar sonetos, como si la visión de coros en ruinas en los que cantan los pájaros, o el remolino de las hojas de la esperanza fallecida y el viento de las alas imperecederas de la muerte[56] fuesen cosas que pudieran explicarse como un juego de manos. Tenemos monografías que exponen el arte del relato breve, como si el horror que rezuma La caída de la casa Usher o la luminosa ironía de El tesoro de Franchard fuesen recetas sacadas de un libro de cocina. En cambio, en el caso del único tipo de relato en que, en cierto sentido, pueden aplicarse las estrictas leyes de la lógica, nadie parece molestarse en hacerlo, ni siquiera en preguntarse si se aplican o no en éste o en aquel caso. Nadie ha escrito ese libro que cada día espero ver en los estantes de las librerías titulado Cómo escribir un relato de detectives.
Yo mismo no he ido más allá de descubrir cómo no escribir uno. Pero incluso esos fracasos me han permitido vislumbrar cuáles podrían ser dichos consejos. Estoy bastante seguro de un principio preliminar: la clave de una historia de misterio radica en que el secreto debe ser simple. Todo el relato existe para ese momento de sorpresa que debería ser sólo un momento y no algo que se tarda veinte minutos en explicar y veinticuatro horas en aprender de memoria por miedo a olvidarlo. El mejor modo de asegurarse es formarse una imagen mental de ese momento tan dramático. Imaginar un jardín oscuro en la penumbra, y una voz terrible que grita en la distancia y se acerca más y más por los laberínticos senderos del jardín hasta que las palabras se vuelven terriblemente claras; debe ser un grito que proceda de un personaje siniestro pero familiar en el relato, un desconocido o un criado de quien esperásemos subconscientemente tan desgarradora revelación. Está claro que el grito debe ser algo breve y sencillo como «El mayordomo es su padre», «El archidiácono es Bill el Sanguinario», «El emperador se ha cortado el cuello» o algo por el estilo. Pero parece que muchos novelistas, por lo demás muy ingeniosos, consideran su deber descubrir cuál es la serie de sucesos más improbable y complicada que podrían combinarse para producir un determinado resultado. Dicho resultado será lógico, pero no es emocionante. El criado no puede rasgar el silencio del jardín en penumbra chillando: «Al emperador le han cortado el cuello en las siguientes circunstancias: su Majestad Imperial se disponía a afeitarse cuando se quedó dormido fatigado por las preocupaciones; al principio, el archidiácono trató de completar con espíritu cristiano el afeitado del monarca dormido, pero de pronto se sintió tentado de asesinarlo al recordar las leyes de desamortización, luego se arrepintió tras hacerle un leve rasguño y soltó la navaja en el suelo; el fiel mayordomo, al oír el ruido, irrumpió en la sala y empuñó el arma, pero en la confusión del momento le cortó el cuello al emperador en lugar de cortárselo al archidiácono, por lo que bien está lo que bien acaba y el chico y la chica pueden dejar de albergar mutuas sospechas de asesinato y casarse». Esta explicación, por muy razonable y completa que sea, no puede soltarse como una exclamación, ni puede sonar en el jardín en penumbra como la trompeta del Día del Juicio. Cualquiera que haga el experimento de gritar el párrafo anterior en su propio jardín en penumbra comprenderá las dificultades a las que me refiero. Es justo uno de esos pequeños experimentos técnicos ilustrados con diagramas que incluiría nuestro libro de texto.
Otra verdad por la que se inclinaría, al menos de manera tentativa, dicho libro de texto es que el roman policier debería ajustarse al modelo del relato breve más que a la novela. Hay espléndidas excepciones: La piedra lunar y una o dos novelas de Gaboriau son grandes obras en ese estilo, igual que lo son, en nuestro tiempo, El último caso de Trent del señor Bentley y Red House of Mistery [El misterio de la casa roja] del señor Milne. Pero creo que las dificultades de la novela de detectives larga son evidentes, aunque personas muy inteligentes puedan superarlas mediante diversos subterfugios. La principal dificultad radica en que la novela de detectives es, después de todo, un drama de máscaras y no de rostros. Depende más de las personalidades falsas de los protagonistas que de las reales. El autor no puede contarnos lo más interesante de los personajes que más nos atraen hasta el último capítulo. Es un baile de máscaras en el que todo el mundo va disfrazado de otra persona y nadie tiene realmente ningún interés hasta que el reloj da las doce. Eso significa, como he dicho, que no podemos entrar en la psicología, la filosofía, la moral y la religión del caso hasta que hayamos leído el último capítulo. Por lo tanto, creo que es mejor que el último capítulo sea también el primero. La longitud del relato breve es la longitud legítima para este peculiar drama de confusión de los hechos. Una vez dicho y hecho todo, no ha habido una serie mejor de relatos de detectives que la vieja serie de Sherlock Holmes, y aunque el nombre de ese magnífico hechicero se haya extendido por el mundo entero y convertido en la única leyenda del mundo moderno, no creo que a sir Arthur Conan Doyle se le haya agradecido lo suficiente que la escribiera. Como uno más entre muchos millones, ofrezco aquí mi minúsculo homenaje.