Detectives y ficciones detectivescas
DETECTIVES Y FICCIONES DETECTIVESCAS
Quisiera saber cómo son los verdaderos detectives. Puede que mi vida haya sido anormalmente tranquila, pero nunca he necesitado recurrir a ninguno. Tampoco (me adelanto al trueno de la réplica) ha recurrido a mí ningún detective. Y, en caso de que lo haya hecho, ha sido por motivos personales y ha dejado que el secreto royera el color de sus mejillas.[12] Si no es de uno de esos dos modos, como cliente o como objetivo (quiero decir como ladrón), es difícil trabar relación espiritual con los detectives. Otras personas importantes son mucho más accesibles. Cualquiera puede ver a un editor, siempre que acuda a él con una lista de reformas urgentes aplicables en cualquier otro país. Un axioma de nuestro admirable y misterioso oficio es que si uno quiere mejorar las cosas en Noruega, promover un levantamiento en Viena o mostrar su descontento con el gobierno de Portugal, pregunte a los habitantes de Glasgow cuánto tiempo piensan seguir soportándolo. Del mismo modo, cualquiera puede ver a un hombre de Estado, suponiendo que haya alguno visible. En cuanto a las testas coronadas, los grandes duques, el papa y otra gente por el estilo, sabemos, gracias a cientos de amables anécdotas periodísticas, que cualquier niño que tenga un juguete roto o un gatito herido puede verlos. Así que basta con procurarse un gatito herido (jamás se me ocurriría hacerle daño a uno a propósito) y un muñeco roto y presentarse con uno en cada mano a las puertas del Vaticano o en las escaleras de la Casa Blanca para que una multitud de lacayos serviles y guardias reverentes nos hagan pasar de inmediato. Incluso es posible llegar a conocer a los criados, con mucho la clase más distante, temible y exclusiva de nuestra sociedad. Una vez me presentaron a un hombre muy valiente que conocía a un mayordomo. Había visto la otra cara de esa espléndida luna, esas «luces y sombras plateadas jamás soñadas», como dice Browning.[13] Pero nadie puede conocer bien a un detective sin tomarse la molestia de cometer un crimen, aunque, puestos a eso, más vale coger el toro por los cuernos y hacerse detective: así seguro que lo conocerá íntimamente. El único detective que he visto en mi vida estaba prestando testimonio en un tribunal en el que yo hacía de jurado, y era un hombre cordial, alegre y un poco estúpido. Tenía ojos azules e inexpresivos, vestía ropa clara de montar y, según contó él mismo, parecía llevarse muy bien con la clase criminal, puesto que todas sus conversaciones con sus víctimas empezaban: «Bueno, Jim», y «En fin, Joe». Me pregunto si sería el típico detective de la vida real. Desde luego, era muy distinto del típico detective de ficción. Pero, claro, no es difícil entender por qué los detectives son más difíciles de conocer que esas otras personas tan importantes: su oficio consiste en que sea difícil conocerles. Los editores no suelen negar que sean editores, a menos (según me han informado) que haya cerca algún poeta. Los hombres de Estado no desean producir la impresión de que no son hombres de Estado, y si lo hacen es con una bendita inconsciencia. Pero ser un detective consiste en no parecer un detective: y, si el cuerpo de policía es realmente eficiente (cosa que admito que es muy improbable), debe de haber mucha gente en puestos públicos y privados a quienes vemos y oímos a diario y que, en realidad, son policías precisamente porque no lo parecen. Tal vez usted lo sea. Tal vez lo sea yo. Por mi parte, siempre he tenido mis dudas sobre el señor Hall Caine.
Pero, aunque mi relación con los detectives reales sea por desdicha tan escasa, mi relación con los detectives de ficción es mucho más plena y exacta. Al menos lo sería si pudiera recordar las carretadas de novelas de seis peniques que he leído en mi vida. Ningún libro es tan fácil de releer, a excepción de los grandes clásicos. Resulta muy misterioso, pero si leemos seis veces un libro de Dickens es porque ya lo conocemos; en cambio, si podemos leer seis veces una novela popular de detectives es sólo porque podemos olvidarla otras seis veces. Una novela tonta de seis peniques (y no me refiero a una tontería a medias o dudosa, sino a una plena, fuerte, rica y humana) tiene por lo tanto la naturaleza de una posesión inmortal e inagotable. Su conclusión es tan fatua y absurda que, por muchas veces que la oigamos, siempre nos cogerá por sorpresa, como una explosión o un fusil que se dispara accidentalmente. Está escrita con tanto descuido que ni siquiera es coherente consigo misma: no hay ninguna unidad que resulte memorable. No se puede exigir al lector que recuerde un libro cuando el autor no recuerda el último capítulo. No podemos adivinar el final si el autor no parece saberlo. Una historia así se desliza fácilmente por nuestra imaginación, carece de ramas u hojarascas de inteligencia que puedan engancharse en alguna parte de la memoria. Por eso digo que se convierte en algo hermoso y en un disfrute eterno. Gana en juventud eterna. Se transforma en algo parecido al monedero sin fondo de Fortunato o a la jarra que no podía vaciarse y que pertenecía (creo) a Baucis y Filemón. Métanla en su baúl cuando viajen a través del desierto. Échense a la mochila esta historia tan preciosa y sobrenaturalmente estúpida cuando escalen el Everest. ¡Ojalá pudiéramos olvidar así el sol en su esplendor, las montañas al amanecer y la hierba que hay a nuestros pies para poder volver a verlos por vez primera y apartarnos de la hierba como si fuesen dedos verdes y contemplar el sol como una estrella gigante y extraña!
Es hermoso y tranquilizador pensar en el enorme ejército de detectives increíblemente brillantes que he olvidado. Por unos instantes colmaron mi imaginación: probaron que el capitán era inocente, quitaron las varillas de la alfombra, demostraron quién se había comido la última sardina, se enfrentaron al obispo (o al supuesto obispo), examinaron el abotonador (más nos vale llamarlo así), descubrieron el secreto del invernadero giratorio, encontraron la caja de cerillas (¡de cerillas!) y, a pesar de que hicieran todas esas cosas tan sorprendentes e increíbles, no recuerdo ni uno solo de sus nombres, ni los títulos de los libros, ni los nombres de sus autores. ¿Será alguna cualidad etérea y evanescente de la actividad detectivesca como tal? ¿O tal vez es más fácil recordar a un auténtico detective cuando te ha detenido un par de veces? Tal vez esta verdad psicológica ofrezca alguna explicación del fenómeno del reincidente, el hombre que se pasa la vida en el banquillo de los acusados por cometer siempre el mismo crimen. Tal vez los crímenes se borren de la memoria con tanta facilidad como las novelas de crímenes. Tal vez el criminal empedernido tenga la impresión, cuando entra en la sala del tribunal, de que no tiene antecedentes. O puede que la imaginación actúe como en el caso de los incidentes detectivescos de ficción. A menudo he leído una y otra vez la misma historia melodramática, y siempre he recordado que la había leído al llegar al mismo punto. Es posible que lo mismo les ocurra a los criminales más materiales y encallecidos. Quizá el convicto reincidente se sienta cohibido y pueril al ir a hacer pedazos a un banquero con un hacha, pero mientras le esté cortando la pierna izquierda se detendrá de pronto, con el hacha en el aire, se llevará un dedo a la frente con un brillo en la mirada y tendrá esa extraña y súbita convicción de haber hecho algo antes que tanto desconcierta a los psicólogos. Poco a poco, recordará que el día anterior, a esa misma hora, estuvo cortándole la pierna a un banquero. Es posible que, cada vez que a alguien lo acusan de un crimen, le parezca una sorpresa poética y que el jurado esté, por así decirlo, obligado a contarle una novela. Puede que sea así, aunque, por otro lado, admito que también es posible que no lo sea.
Al empezar este artículo pretendía escribir con un propósito moral muy serio y acuciante. Pero tengo la sensación de haber perdido el hilo. Iba a tratar del auténtico espíritu con que abordar los misterios criminales y de lo mucho que se nos ha engañado en la cuestión de la atmósfera popular de la ficción criminal. Iba a señalar las siguientes verdades marmóreas y colosales: que cualquiera que se ocupa de algún asunto, como el caso Merstham,[14] por ejemplo, probablemente esté influido, aunque parezca muy descabellado, por la ficción detectivesca contemporánea. Eso es así porque en todas las épocas a la gente le influye más la ficción que la realidad. Y eso es así porque los detalles reales son muy variados y dispersos, mientras que un libro ampliamente distribuido es el mismo para todo el mundo. La tragedia de Balham[15] (pongamos por caso) le ocurrió a alguien, pero podemos afirmar que la tragedia de Estudio en escarlata le ha ocurrido a todo el mundo. Le ha sucedido a todo el mundo como idea, y las ideas son cosas prácticas.
La siguiente verdad no es menos importante. Consiste en que el peculiar daño infligido por las novelas policíacas radica en que, al ser ficticias, son mucho más puramente racionales que los sucesos detectivescos de la vida real. Sherlock Holmes sólo podía existir en la ficción; es demasiado lógico para la vida real. En la vida real habría adivinado la mitad de los hechos mucho antes de deducirlos. En lugar de deducir por las eses vacilantes y otros rasgos caligráficos de la carta de los señores Reigate[16] que su historia no se tenía en pie, habría visto en sus caras que eran un par de sinvergüenzas. En lugar de descubrir que Straker, el domador de caballos, era una mala persona interrogando a los sombrereros de Londres y haciendo preguntas sobre las ovejas lisiadas, lo habría averiguado de la señora Straker.[17] En una de las novelas de Sherlock Holmes, he olvidado en cuál, el detective expresa su desprecio por la operación mental conocida como «adivinar» y afirma que «destruye la facultad lógica». Tal vez lo haga, pero construye el mundo real. No nos cansaremos de insistir y subrayar que la vida, en su sentido más agudo y severo, se basa en atmósferas espirituales y en emociones innombrables e impalpables. Los hombres prácticos siempre actúan basados en la imaginación: no tienen tiempo para actuar según la sabiduría mundana. Cuando alguien recibe a un oficinista en busca de empleo, ¿qué hace? ¿Le mide el cráneo? ¿Comprueba sus antecedentes hereditarios? No: hace conjeturas. Como no sabemos y no podemos saber, se ve obligado a saltar al vacío.