Introducción a «The Skeleton Key» [«La llave maestra»], de Bernard Capes
INTRODUCCIÓN A «THE SKELETON KEY» [«LA LLAVE MAESTRA»], DE BERNARD CAPES
Presentar el último libro del difunto Bernard Capes es un triste honor en más de un sentido, pues no sólo tuvo una muerte prematura e inesperada, sino que poseía una de esas imaginaciones tan fértiles que siempre dejan tras ellas, al acabarse la vida, una sensación de labor inacabada. Desde el principio, su prosa tuvo un marcado elemento poético que, para el lector sensible, tal vez fuese más evidente cuando refinaba un asunto francamente moderno e incluso melodramático, como el relato de misterio, que cuando otorgaba dignidad, como en Our Lady of Darkness [Nuestra Señora de la oscuridad], a asuntos más trágicos o históricos. Puede parecer paradójico decir que no se le apreciaba lo suficiente porque escribía novelas populares y lo hacía muy bien. Pero lo cierto es que aportaba un toque de distinción a un relato de detectives o un cuento de aventuras que no se valoraba porque nadie lo esperaba. En cierto sentido, al menos en este capítulo de su obra, continuó la tradición de la conciencia artística de Stevenson: la generosidad técnica de escribir una novela de un centavo y lograr que acabara valiendo una libra. En sus relatos breves, igual que en sus estudios históricos, se permitía ser poético de un modo más serio y directo; pero lo mismo puede decirse de ese toque que imprimía a sus otros cuentos. Hay una norma general que afirma que a un poeta puede conocérsele no sólo por sus poemas, sino por los mismos títulos de sus poemas. En muchas obras de Bernard Capes, The Lake of Wine [El lago de vino], por ejemplo, el título es un poema en sí mismo. Y ese caso bastaría para ilustrar por sí solo a lo que me refería al hablar de esa magia con que transformaba un simple melodrama en pura modernidad. Hay incontables novelas que tratan de una joya robada o perdida, y El lago de vino era simplemente el nombre de un rubí. Sin embargo, incluso el nombre es original, y precisamente en un detalle que casi nunca lo es. Hay cientos de piedras preciosas dispersas por la ficción policíaca y cientos de ellas se han llamado «El sol del sultán», «El ojo de Visnú» o «La estrella de Bengala». Pero, incluso en una nimiedad como la elección de un título, se percibe una imaginación individual e indescriptible; el sueño subconsciente de un mar como un crepúsculo, rojo como la sangre y embriagador como el vino. Esto es sólo un pequeño ejemplo, pero el mismo elemento impregna, de forma inconsciente, toda la historia. Muchos otros héroes dieciochescos han cabalgado por un largo camino hasta llegar a una casa solitaria; pero Bernard Capes se las arregla, mediante un tratamiento elegante y personal, para sugerir que nadie ha cabalgado antes por ese camino hasta esa casa particular. Podríamos formular frívola, y por tanto falsamente, esa verdad diciendo que escribió de forma superior un género inferior. Pero me niego a admitir esa distinción, pues niego que las auténticas novelas de misterio tengan nada de inferiores. El modo más sincero de decirlo tal vez sea éste: que siempre añadió al menos un toque de imaginación a unas obras que por lo general, para él y para cualquier otro, son fruto de la invención.
El relato detectivesco o de misterio, del que este último libro es un experimento, lleva implícito para el artista un problema tan desconcertante como cualquiera de los que plantea para el policía. Un relato detectivesco es, en un sentido especial, un relato espiritual, puesto que se trata de un relato en el que se ponen en duda incluso las simpatías morales. Una novela policíaca es casi la única novela en la que el protagonista puede convertirse en el villano de la historia o viceversa.
Sabemos que al señor Osbaldistone no le ha traicionado su hijo Frank, aunque puede que lo haya hecho su sobrino Rashleigh.[2] Estamos casi seguros de que Clive, el hijo del coronel Newcome, no ha conspirado contra él, aunque es posible que sí lo haya hecho su sobrino Barnes.[3] Pero hay un momento en una novela como La piedra lunar en el que llegamos a sospechar de Franklin Blake, el protagonista, igual que lo hace la protagonista Rachel Verinder; hay un instante en Trent’s Last Case [El último caso de Trent], del señor Bentley, en que el personaje del señor Marlowe es tan siniestro como el del señor Manderson. El resultado evidente de este ardid técnico es que resulte imposible, o al menos injusto, comentar, no sólo la trama, sino también los personajes, pues cada uno de ellos debe seguir siendo una incógnita. Los italianos sostienen que traducir equivale a traicionar, y éste es un caso en el que criticar es traicionar. Me gusta e interesa demasiado el roman policier para echarlo a perder de una forma tan poco elegante, pero no me resisto a comentar la ingeniosa inspiración mediante la cual en esta historia uno de los personajes consigue seguir siendo una incógnita, mediante un truco verbal que él mismo defiende, aunque sin mucho convencimiento, como un escrúpulo de veracidad verbal. He ahí la cualidad de las novelas que ha quedado grabada en mi memoria: una cualidad, por así decirlo, demasiado sutil para ese asunto. La gente hará bien en buscar los poemas incluidos en su prosa.