Notas sobre «el caso Donnington»
NOTAS SOBRE «EL CASO DONNINGTON»
Hace muchos años, una revista hizo un experimento verdaderamente nuevo y divertido, tan nuevo que nadie se fijó en él. Hay cientos de revistas, pero tan sólo unos cinco cuentos de revista. Una vez que uno ha comprado una de ellas y leído el cuento de chinos, al estilo de Mr. Wu;[38] el relato de los Mares del Sur, parecido a The Blue Lagoon [El lago azul];[39] la historia de amor con una princesa balcánica, como la de El prisionero de Zenda, y la serie de narraciones detectivescas al que debería ser el estilo de Sherlock Holmes, no ha leído sólo una revista sino todas. Sin embargo, de vez en cuando, al director de alguna publicación se le ocurre una idea original y observo que, por lo general, nadie le imita ni la repite. Uno de ellos tuvo la brillante idea de publicar un relato plagado de discretos errores y retar posteriormente al lector a que los descubriera. Era un juego muy simpático al que cualquiera podía jugar y que cualquiera podía imitar, y por lo tanto no se imitó. Sigue habiendo todo tipo de errores históricos y gramaticales, pero no parecen hechos a propósito, y el autor no estará encantado de darle a uno un premio de diez libras ni una bicicleta si se lo hace notar.
Pero el método de la revista al que me refiero era más antiguo, extraño y, si se me apura, insólito. Consistía en publicar un relato de detectives escrito mediante un nuevo tipo de colaboración que parecía más bien conflictivo. Un escritor inventaría el misterio y otro la solución. Se daba por sentado como cuestión de honor, o eso creo, que incluso desde el punto de vista del creador del misterio habría una solución. Recuerdo que tuve el honor de resolver, o hacer como si resolviera, el enigma de un crimen propuesto por el señor Max Pemberton. Él se comprometió a proporcionarme en cierta fecha un cadáver fresco y atractivo, y yo me comprometí a decirle en cierta fecha de dónde lo había sacado. Eso también me parece un agradable juego de salón para niños, y no soy más que un niño a quien le gustaría jugar más a menudo. Pero no he vuelto a ver esa propuesta editorial en ninguna otra revista. He visto muchos relatos de detectives en los que el mismo escritor fracasaba al tratar de desconcertar al lector y luego fracasaba al despejar sus dudas. Relatos en los que no me sorprendía el enigma en cuanto tal, aunque tengo que decir que sí me sorprendía su explicación. Semejante mal surge obviamente del hecho de que el mismo escritor se convierta primero en criminal y después en policía. Yo mismo lo he hecho varias veces, pero no creo que eso contradiga mi argumento. Obviamente, su primera tentación es plantearse un enigma fácil y luego permitirse una explicación traída por los pelos. Actúa como magistrado y se captura a sí mismo como criminal.
En este asunto, por lo tanto, estoy a favor de la separación del poder judicial y el ejecutivo. Que el novelista con inclinación natural por el degollamiento ejerza con decoro y prontitud la función ejecutiva, y que el otro se encargue de la función judicial con esa única forma auténtica de imparcialidad que es la ignorancia. Que el juez se plantee con anticuado candor: «¿Quién está rebanando gargantas?» y el abogado se lo explique con gestos ilustrativos y alegres alusiones. Así, en lugar de que cada uno sepa demasiado del otro, ambos se llevarán una estimulante sorpresa. El segundo se verá agradablemente sorprendido de encontrarse con un cadáver, y el primero no se sorprenderá menos al verse enfrentado al patíbulo.
Pero si este método de investigación mediante dos entradas, o más bien mediante dos esfuerzos, no se repite en el periodismo popular, deberemos buscar otro método para crear un detective verdaderamente imparcial. Y, en tal caso, sugeriría que alguna revista emprendedora ponga a los novelistas detectives a investigar los relatos históricos de detectives. Me refiero a los verdaderos misterios del pasado, que tienen el carácter de una novela de detectives; una especie de enigma novelesco. La semana pasada escribí sobre uno de los más famosos, o infames. Se trataba del asunto del supuesto envenenamiento de sir Thomas Overbury por Somerset, o al menos por la mujer de Somerset. Me encantaría saber lo que diría Sherlock Holmes al respecto. No hay duda de que sería un leve anacronismo que Jacobo I entrara en el salón de Baker Street y contara su terrible historia tartamudeando y con acento escocés, para que Holmes dedujese con agudeza por su acento que era escocés, y por la manera como se apartaba del cuchillo de cocina que (al contrario que un imán) no se sentía atraído por el acero. La escena en que Holmes y Watson, disfrazados de beefeaters,[40] trataran de asegurarse de que el pobre Overbury no comiera nada menos sano que la ternera sería un poco difícil de manejar. Pero Holmes podría recurrir a su afición a interpretar documentos antiguos, y revelar la verdad de algún indescifrable manuscrito que examinaría con una enorme lupa. En cualquier caso, creo que es una buena idea que el detective de novela se convierta en detective retrospectivo y descubra a los hipócritas incluso si se esconden en la tumba.
Por ejemplo, he estado leyendo sobre algunos de ellos en un divertido libro titulado Liars and Fakers [Mentirosos y falsificadores], escrito por el autor de otra obra titulada Rogues and Scoundrels [Pícaros y sinvergüenzas], el señor Philip W. Sergeant, que, evidentemente, tiene un gusto vigoroso en lo que se refiere a los títulos y asuntos. Dicho libro lo ha publicado Hutchinson y está dedicado al ejemplo casi ideal de Titus Oates. Titus Oates era un hombre pensado para una novela lúgubre y siniestra. Me gustaría ver lo que habría hecho Stevenson con él. El hombre de rostro monstruoso con la boca justo en el centro de la cara y la barbilla erguida con insolencia contra el mundo se grabó en la memoria de todos como una gárgola ambulante. Dicha persona se convirtió en un héroe nacional y anduvo, por así decirlo, entre un bosque de horcas de las que pendían cientos de hombres mejores que él a causa de sus palabras. Pero, aunque haya algo feo y pintoresco en torno al monstruo capaz de causar esa masacre, también hay algo capaz de fascinar al detective histórico. La historia que inició la danza de la muerte, el misterioso final de sir Edmund Berry Godfrey, es un modelo de historia de misterio. No sólo hay una sucesión de sospechosos, sino un vuelco inesperado con teorías totalmente contrarias.
Godfrey era un buen hombre y un magistrado, más bien malhumorado y nada estrecho de miras, que recibió el primer testimonio de Oates sobre una conjura papista. Lo encontraron asesinado en una zanja, e incluso asesinado dos veces. He ahí el verdadero toque de una historia de misterio, pues lo habían estrangulado y además estaba atravesado por su propia espada. A Stevenson le habría encantado. Pero lo que convierte la historia en un modelo de roman policier es la posibilidad de leer tan extraña historia hacia atrás. En primer lugar, estaba la inferencia superficial, que en la época se aceptó de forma en parte comprensible, de que lo habían asesinado los jesuitas por haber prestado oídos a la denuncia de su conjura. Luego estaba la explicación psicológica, pues él y su familia padecían ataques de melancolía y tal vez de locura. Podía haberse ahorcado, pero difícilmente habría caído a la vez sobre su propia espada.
Y por último está la terrible simplificación con que acabaría dicha historia. No es ni mucho menos imposible que a Godfrey lo asesinara Oates. Puede que lo matara meramente para causar el pánico, pues Oates era capaz de todo; o tal vez lo matara porque tenía calado a Oates y podía denunciarlo. Cuanto más lo pienso, más me sorprende que nadie haya escrito una novela sobre él al estilo de Stevenson. Y también me sorprende, como he dicho, que ninguna revista haya puesto a buenos escritores a investigar ese asunto, y, si unos se contradicen a otros, tanto mejor. Podrían conseguir diez buenas historias a partir de un solo acontecimiento, en lugar de contar la misma historia diez veces y llamar a eso ficción.