Sobre las novelas policíacas
SOBRE LAS NOVELAS POLICÍACAS
Me parece estupendo que los estudiosos dedicados a esa ciencia emitan boletines periódicos sobre el estado de la novela de detectives y las fases que haya podido alcanzar en su supuesto declive o progreso. Algunos sostienen que las posibilidades de la novela detectivesca no tardarán en agotarse. En su opinión, las diversas formas de matar a un hombre son limitadas, o al menos lo es el número de personas que pueden ser asesinadas de un modo creíble y plausible. Aunque, sin duda, se trata de un punto de vista exageradamente sombrío y pesimista. Otros sostienen que la novela policíaca progresará y evolucionará, pero el caso es que, si lo hace, acabará convirtiéndose en otra cosa, y ese tipo de evolución siempre me ha parecido una forma de extinción. Parecen pensar que llegará a ser tan perfecta que dejará de existir y fenecerá de puro buena, igual que le pasó al niño del coro. Lo que antes se conocía como novela policíaca se convertirá en una novela en la que los problemas serán demasiado sutiles para poder resolverlos con una llamada a la policía. Por mi parte, aunque sé que sobre gustos no hay nada escrito, puedo pasarme muy bien sin la policía, pero no sin los criminales. Y si los escritores modernos van a ignorar la existencia del crimen, igual que muchos ignoran la existencia del pecado, la literatura se volverá más aburrida que nunca.
No obstante, mi único deber, como mero observador de hechos científicos, es señalar algunos de los cambios recientes sufridos por la novela policíaca y que se corresponden, en rasgos generales, con los cambios en la historia social de nuestro tiempo. También me aventuraré, desde mi posición de asesor ético de los jóvenes estudiosos de la sangre y los crímenes, a indicar algunos peligros y desventajas de esas ideas y modalidades criminales tan novedosas. Aunque la sociedad moderna nos haya proporcionado, en cierto sentido, una mayor variedad de crímenes y unas formas de cometerlos desconocidas para nuestros padres y madres, y para los demás asesinos sencillos y familiares de nuestra infancia, tanto incremento y tanta variedad no implican sólo ventajas para el artista en el asesinato. Hay muchos aspectos, en ésta y en otras artes de la vida, en los que la apariencia moderna de libertad resulta equívoca. Muchas familias felices, que se enorgullecen inocentemente de tener un tío a quien ahorcaron en los tranquilos días victorianos, descubrirían que la carrera de su pariente podría convertirse en una historia mucho mejor que algunos de esos amplios y laxos estudios sobre una vida descarriada, en los que hay tantos vicios nuevos que ocultan el rastro del antiguo crimen.
Por ello estableceré antes de nada la premisa de que las personas implicadas en un misterio criminal verdaderamente sanguinario deben ser buenas personas. Incluso las más sanguinarias deberían serlo, o aparentarlo. Pues bien, muchos de los mejores escritores modernos de este género literario han fracasado en parte por no observar esta máxima. Parten de otra que en sí misma también es muy sensata. Empiezan con la razonabilísima idea de proporcionar al lector un amplio abanico de sospechosos sobre los que pueda cernerse la imaginación antes de abatirse (si es que en algún momento llega a hacerlo) sobre el verdadero culpable. Por desgracia, es justamente en eso en lo que la laxitud de los modales modernos, por no decir de la moral moderna, interviene para estropear el efecto. El escritor empieza con alguien que hace eso que (según creo) se conoce como dar una fiesta, como paso previo a otro acto de naturaleza más privada que consiste en dar matarile, arrojándolo por la ventana o a un pozo, a uno de los invitados. Todo empieza en un ambiente más bien acalorado de cócteles y con un ocasional tufillo de cocaína. Y la encantadora libertad y variedad de semejante grupo social, en estos días, permite al autor abarrotar el salón con toda clase de personas que, en las historias más clásicas, sólo podrían ser fugados de Dartmoor o huidos de Botany Bay.[65] Los principales adornos de esos salones aristocráticos son evidentes, no sólo por tratarse de un hatajo de sinvergüenzas sino por su aspecto de criminales. En suma, los sospechosos son tan sospechosos que tendemos a considerarlos culpables, no necesariamente del crimen en cuestión, sino de otro medio centenar.
Pero este método de extender las sospechas a un amplio número de personajes tiene una desventaja muy clara. Podemos resumirla en pocas palabras: casos así pueden levantar sospechas, pero no producir sorpresa. La función de una novela policíaca es sorprender. Pero estos personajes modernos son demasiado chocantes para que puedan sorprendernos. Esos dudosos drogadictos y traficantes de drogas, esos protagonistas de terribles escándalos en el pasado, esos vividores tienen un toque de mansedumbre. Poseen un elemento en común que hace que cualquier final resulte blando. Y es que nadie se sorprenderá lo más mínimo de saber que uno de ellos —o todos— ha cometido el crimen. Es cierto que, en algunos de los mejores roman policiers recientes, esta caterva de juerguistas se introduce no para condenar a ninguno de ellos, sino para distraer la atención de alguna persona aparentemente más convencional que es quien acaba siendo culpable. Pero se trata de un método equivocado: incluso en el mejor de los casos, una pizca de culpabilidad resulta emocionante, pero la apuesta segura de que algunas de esas perlas sociales son capaces de ser ladrones o matones no lo es. Si lo que queremos son emociones, sólo podemos encontrarlas en el virtuoso hogar victoriano, cuando descubrimos que quien le cortó el cuello a la abuela fue el coadjutor o la correctísima institutriz de los niños. Incluso el amor de las novelas de asesinatos, igual que la moral y otras tendencias religiosas, conducen al hogar y a la vida sencilla.
Creo que hay otro punto débil, que aparece incluso en las mejores novelas policíacas. Tiene que ver también con algunos recientes cambios sociales y con la moda científica del psicoanálisis, que es más una moda que una ciencia, y con cierta interpretación mecanicista o materialista de los intereses humanos que a menudo la acompaña. Me refiero al procedimiento de distraer la atención del verdadero asesino haciendo que las sospechas caigan sobre él al principio y no sólo al final. Por lo general, adopta la forma de una aparente denuncia o confesión, primero descartada por imposible y de la que acaba descubriéndose que era posible gracias a alguna habilidad insospechada. A menudo la primera acusación se descarta mediante alguno de los dogmas de la nueva psicología. El coadjutor, pongamos por caso, confiesa que saltó una tapia increíblemente alta para asesinar a la abuelita, y el profesor de psicología (de ojos penetrantes) apunta que la formación teológica del coadjutor ha reprimido su libido en lugar de liberarla en forma de robo con escalo, por lo que en realidad ha soñado que saltaba una tapia muy alta, o tal vez la altura simbolizara la levitación y el ascenso a los cielos; se trata de una ciencia acomodaticia. Luego, cuando pensamos que el coadjutor está libre de toda sospecha, nos alivia descubrir en el último capítulo que, después de todo, él es el criminal; tanto él como el autor habían ocultado hasta ese momento el hecho de que el coadjutor era campeón internacional de salto de altura y había escondido una pértiga junto a las de las barcas.
Dicho método, una vez más, resulta muy ingenioso y persigue el loable y legítimo objetivo de desviar la luz del culpable hacia el inocente. Sin embargo, creo que fracasa en el intento y lo hace por un motivo concreto. Se trata de un error materialista que consiste en suponer que nuestro interés por la trama es puramente mecánico, cuando, en realidad, es de índole moral. El arte nunca es amoral, aunque pueda ser inmoral, o, lo que viene a ser lo mismo, moral, pero con una moralidad equivocada. La única emoción, incluso de una vulgar novela de crímenes, tiene que ver con la conciencia y la voluntad, e implica descubrir que las personas son mejores o peores de lo que parecen y que lo son por propia elección. Por lo tanto, el hecho de que alguien se las arreglara para hacer algo muy difícil nunca será tan emocionante como el hecho de que quisiera hacerlo. En esos casos ya hemos considerado al criminal como criminal, y sólo se nos pide que lo consideremos también hábil, ingenioso o inteligente. El efecto es siempre una especie de jarro de agua fría: un anticlímax. Lo digo con pesar, pues se produce en alguna de las mejores novelas de misterio que conozco. Pero, aunque el libro sea de los mejores, no dejo de tener la sensación de que la última página es la peor, cuando debería ser la mejor.
He advertido en que en algunas de esas historias de crímenes, antes tan alegres, ingenuas y refrescantes, empieza a adoptarse un hosco y moderno realismo. Antes los relatos de detectives eran casi un arte amoral, y por lo tanto el único que se las arreglaba para seguir siendo casi moral. Pero la sombra de la prisión —o, peor aún, la del reformatorio y la clínica psicológica— empieza a cernerse sobre el adolescente y el carnicero. Se nos proporcionan detalladas descripciones de deprimentes interiores domésticos, como si se nos preguntara si una esposa tan meticulosa al lavar los platos, quitar el polvo o hacer la limpieza primaveral no debe por fuerza asesinar o ser asesinada. Eso está muy bien, pero déjeseme indicar al sanguinario sofista que también puede dársele la vuelta al argumento. Si es cierto que una esposa descarriada puede empezar lavando los platos y acabar sufriendo una serie de molestas consecuencias, incluida una muerte violenta, también es cierto que podría empezar recurriendo al asesinato como un utensilio doméstico más, y emplear la muerte violenta como una solución práctica y sencilla, y luego acabar teniendo que lavar la sangre.
No se me ocurre ejemplo más tétrico de este tipo de tragedia que el de la pobre lady Macbeth. Tal vez tuviese sus defectos, pero no se la puede acusar de tener un gusto arraigado o innato por la higiene. Cuando era joven e inocente, su imaginación parece haber estado muy poco contaminada por la imagen impura del jabón. Incluso dudaría a la hora de acusarla de hacer la limpieza de primavera en el sentido serio, antisocial y pecaminoso del término. En cualquier caso, varios pájaros muy diferentes parecen haber anidado en la entrada principal de los salones, y eso parece indicar que una vez fue humana y más interesada en la cría primaveral que en la limpieza primaveral. Por desdicha, como muchas otras personas que vivieron en esas épocas oscuras, bárbaras, ignorantes y feroces, tenía muchas ideas modernas. Pretendía sobre todo observar las dos ideas modernas más brillantes y filosóficas: en primer lugar, que a menudo es conveniente obrar mal; y, en segundo, que siempre que se hace necesario obrar mal termina siendo para bien. Iluminada por esos dos faros científicos del siglo XX, mientras se abría paso a tientas entre los árboles desnudos y los pilares de piedra de la Alta Edad Media, a lady Macbeth le pareció muy sencillo y expeditivo asesinar a un anciano caballero con pocas posibilidades de supervivencia y ofrecer su propio talento al mundo en calidad de reina. Nada más natural: a aquellos de nosotros que estemos familiarizados con la moral de las novelas modernas nos resultará tan obvio que casi nos parecerá aburrido. Y, no obstante, ¡qué dificultades entrañaba!
Sobre esa mujer condenada y devota, que no hizo nada, salvo cometer un pequeño asesinato, que en aquel momento no le pareció gran cosa (como dice De Quincey), se abatió desde el cielo el diluvio y la mortífera maldición de la limpieza. Ella, que jamás había conocido nada tan malsano, se vio torturada por la horrible necesidad de lavarse las manos, y perseguida por unas furias que parecían haber adoptado la forma de representantes de distintas marcas de jabón. Las ambiciones del ama de casa que al moralista moderno le parecen un motivo tan evidente para asesinar, se exageraron en su caso a consecuencia del asesinato. La peor maldición para la asesina fue querer lavar no el lunes, sino a medianoche; querer hacer la limpieza primaveral, no en primavera, sino en mitad de la noche. ¿Quién dirá ahora que un asesinato o dos carecen de importancia, cuando pueden hacer que una asesina se vuelva tan higiénica?
Las inteligencias más siniestras podrían nublarse por la indigna y oscura sospecha de que las opiniones aquí discutidas no son del todo serias, pero algunos de los moralistas modernos que favorecen el asesinato y otras soluciones sencillas de las dificultades sociales hablan con una seriedad que ninguna sátira podría simular. E incluso mis leves prejuicios respecto a sus desventajas no carecen de cierta sinceridad. Ciertamente no me gusta esa religión de las abluciones que siempre ha sido en realidad la religión de los fariseos; incluso aunque se disfrace de la religión de los anglosajones o de la religión de los vigorosos cristianos. Me he burlado de ella cuando se seguía ciegamente, aunque he vivido lo bastante para ver cómo la denigraban por ser la religión de los sahibs o de los alumnos de colegios privados. Y sé que, en su forma doméstica, a veces puede conducir a un puritanismo que está muy próximo al fariseísmo. Pero, aun así, sigo considerándola más como el síntoma de un mal social que como una causa necesaria para justificar el crimen social. La señorita Miggs[66] organiza tanto escándalo por una mancha de grasa como lady Macbeth por una mancha de sangre, pero deducir de eso que haya que asesinar a la señorita Miggs, que lady Macbeth debía asesinar a Duncan o que debamos asesinar a cualquiera que nos resulte molesto es una de esas conclusiones ambiguas e insidiosas que empiezan a aparecer de forma más o menos tímida en muchas de las tragedias publicadas en nuestros días, y me gustaría elevar mis quejas contra semejante fatalismo antes de que se vuelva más explícito. Por supuesto, no es más que la consecuencia lógica, aplicada al problema del asesinato, de algo que se aplica por doquier al problema del matrimonio. La teoría de que no hay una solución intolerable para una dificultad, sino tan sólo una intolerable aceptación de dicha dificultad. La teoría de que no hay nada más insoportable que tener que soportar algo. Es interesante ver con qué rapidez y discreción ese espíritu ético empieza a calar en otros campos del pensamiento. Ciertamente me parece menos descabellado decir que la manía por la limpieza es un castigo leve y piadoso por cometer un asesinato, que decir que el asesinato es un castigo justo y razonable para alguien que tiene la manía de la limpieza. Pero, en cualquier caso, protesto contra ese gesto arbitrario de la autoablución y la autoabsolución con que algunos personajes de las novelas modernas rematan la confesión de sus crímenes; como ese débil tirano que trató de combinar los polos opuestos del despotismo y la irresponsabilidad al lavarse las manos después de enviar al inocente a la muerte.