Sobre cómo los escritores actuales de ficción detectivesca descuidan el propio relato
SOBRE CÓMO LOS ESCRITORES ACTUALES DE FICCIÓN DETECTIVESCA DESCUIDAN EL PROPIO RELATO
Sin duda, afirmar que hubo una época en la que escribir una historia de crímenes se consideraba un crimen sería una exageración melodramática propia del escabroso ambiente de una novela de crímenes. Pero, igual que el melodrama exageraba las realidades morales de las que el drama realista ha escapado por una mera deficiencia mental, esta otra exageración se refiere en realidad a una verdad en la historia de la literatura. Cuando, a finales del siglo XIX, surgió el relato detectivesco, no sólo se lo consideró vulgar, sino bajo y vil. Un esnobismo ciego y flagrante, antes convencional y todavía demasiado extendido, clasificaba ciertas cosas con la clase criminal, sólo porque lo asociaba con las clases bajas. Ir a una taberna, una tienda de empeños o una freiduría de pescado, comer callos o salchichas con puré tenía un regusto que no parecía muy lejano de las costumbres de ladrones y matones. Dicha asociación nunca se definió claramente porque a quienes la sentían no se les daba bien definir nada, pero la explicación era que todas esas cosas las hacían los pobres. Y el mismo tufillo rodeaba la literatura juvenil llamada «literatura de un centavo» e incluso, hasta cierto punto, las novelas de quiosco para adultos. Incluso puede que haya tenido que ver indirectamente con el hecho de que en Francia, donde las novelas policíacas empezaron a publicarse de manera sistemática, en cierto sentido empezaran con la policía. Y también con que los delicados guías de la cultura, al menos en nuestro país, se mostraran dispuestos a creer que un aroma de brutalidad maleducada rodeaba, si no a la policía, sí a los policías franceses.
Es probable que la falta de conocimiento de los métodos policiales franceses, tal como los describieron en detalle Gaboriau y otros como él que estaban en contacto real con la policía, contribuyera a aumentar la sensación de que el lector estaba entrando en contacto con la baja sociedad, si no con ladrones, al menos con soplones. Pero había otras causas, más legítimas en el sentido literario, que fomentaron tales prejuicios. Con una notabilísima excepción a la que aludiré dentro de un momento, lo cierto es que las novelas de detectives realmente centradas en la investigación criminal no poseían un elevado nivel literario. No obstante, en lo que se refería a dicha investigación, a menudo estaban dotadas de una inteligencia de mecanismo de relojería. Todos querían leerlas, pero nadie con unas mínimas pretensiones quería escribirlas, igual que nadie con ambiciones literarias quería que lo sorprendieran escribiendo una. En ese sentido, escribir novelas de crímenes tenía algo de la oscuridad del crimen. Del personaje de esa farsa perfectamente escrita titulada Aventuras de un cadáver[46] que había escrito un relato de detectives titulado Who Put Back the Clock? [¿Quién atrasó el reloj?] se dice que había tomado prestadas las iniciales de un tío suyo que no le caía simpático, y nadie pretendía que ¿Quién atrasó el reloj? estuviera bien escrita. En suma, en general era cierto que en esa época la mayoría de los libros de ese género estaban mal escritos, aunque no por eso tuviesen que estar mal ideados. En cambio, ahora hay relatos de detectives muy bien escritos y muy mal concebidos.
El cuento titulado The Mistery of a Hansom Cab [El misterio del coche de punto],[47] el ejemplo más popular de esta época, estaba narrado con ese acento cockney que es también un acento de las colonias. Pero estaba concebido con mucha coherencia para llegar al final: el sabueso no apartaba la nariz del suelo, pero no dejaba de seguir el rastro. Al menos estaba más interesado en el cadáver que en el cabriolé. La correspondiente historia moderna, que podría titularse The Mistery of a Motor Car [El misterio de un automóvil], estaría escrita en un inglés muy agudo y elegante, con conversaciones entre artistas y aristócratas, y repleta de citas de Aristóteles y de Confucio. Pero correría el peligro de divagar un poco con las intrincadas descripciones de la maquinaria del motor, de crear un ambiente vívido y artístico de gasolina y normas de tráfico con relación a la planificación urbana, pero en esa ciudad laberíntica el hilo de las pistas sin duda acabaría por perderse o romperse, o llegaría a un final que parecería decepcionante en comparación con todo lo demás. Una de las más notables fases de esta forma de ficción ha sido la creación deliberada de un detallado telón de fondo: la vida de un hospital, de un barco de guerra, de unas cuadras de caballos de carreras o de un gran museo.
Esto permite al autor, que ahora suele ser muy hábil y cultivado, variar la monotonía del asesinato con el estudio de otras ingeniosas artes. Pero hay cierta tendencia o tentación a despreciar una continuidad y una relevancia que a veces conservaban mejor otros escritores más antiguos y oscuros en libros que no eran buenas novelas pero sí buenos relatos de detectives. Naturalmente, hemos olvidado a estos escritores menos cultivados, pero queda la sensación de que sabían ser mejores artesanos aunque fuesen peores artistas. Aquí vuelve a darse una especie de grotesco paralelismo entre el novelista de crímenes y el criminal, pues resulta extraño reflexionar sobre la gran cantidad de talento y destreza técnica derrochados por pobres desgraciados que se dedican a la humilde profesión del crimen y sobre los triunfos de su arte que no sólo no querrían proclamar sino que, paradójicamente, estarían deseosos de negar. El carterista puede haber entrenado los dedos casi con tanta perfección como el violinista, o el falsificador haber aprendido a copiar un objeto con más detalle que el retratista, y lo que aparta a dichas personas de la fama no es la falta de habilidad, sino más bien una ausencia de ambición por la publicidad y la gloria.
Lo mismo puede decirse con justicia de los primeros y prosaicos practicantes del arte de la ficción detectivesca en una época en la que a su arte difícilmente lo habrían admitido entre las demás artes. Estaba Poe, un genio aislado en su tiempo, y luego había otras excepciones parciales. Pero se apartaban en varios sentidos de la novela detectivesca a la que me he referido al principio. Stevenson, al construir un relato que en parte podría considerarse una novela policíaca, observó que su intento de rodear el asunto policial de personajes más humanizados y paisajes más amplios ya lo habían anticipado las últimas obras de Dickens. Tanto Casa desolada como El amigo común podrían considerarse historias de misterio, aunque, como era típico de Dickens, la historia fuese mucho mejor que el misterio. Su último libro era más claramente una novela de detectives, que nunca tendrá solución. En un sentido más particular, su amigo Wilkie Collins escribió varias admirables novelas de misterio y una admirable novela de detectives: La piedra lunar. Pero incluso éstas son novelas dickensianas además de novelas de detectives, y en la mayoría de los casos están repletas de la misma comedia de costumbres victorianas que las que les sirvieron de modelo. No subrayan con claridad la cuestión que yo quería subrayar: que este tipo de libro era más popular cuando era un mero rompecabezas y se consideraba más un juego que un arte. Quienes se interesaban por él eran los hombres prácticos y no los poéticos: Bismarck devoraba las novelas de Gaboriau cuando a duras penas habría entendido las de Dickens.
Desde ese día, y dejando eso aparte, no cabe duda de que el relato de detectives ha mejorado enormemente. No es sólo un libro que podría leer un hombre educado, pues un hombre verdaderamente educado podría leer casi cualquier cosa, y sobre todo libros particularmente maleducados, sino también el tipo de libro que podría escribir un hombre así. Y hay muchos hombres cultos y eruditos que están dispuestos a escribirlos. El relato de detectives se ha convertido en parte de la auténtica tradición de las letras, en el sentido de que sus fuentes son literarias y se vierte en canales literarios. Hombres como el señor E. C. Bentley y el señor H. C. Bailey escriben no sólo como si pudieran leer cualquier otro tipo de libro, sino como si también pudieran escribirlo. De hecho, si hoy hay un peligro para la ficción detectivesca, es que se extienda demasiado a campos más amplios, desde la paleontología hasta la cría de pollos. Acabaremos teniendo a algunos de los hombres más brillantes de nuestro tiempo describiendo la técnica de un sinfín de asuntos y descuidando sólo una a la que se aferran otros narradores mucho más estúpidos: la técnica de contar una historia.