CAPÍTULO V

LA PRIMERA POBLACIÓN que los obitas tomaron a los uchimes fue una pequeña aldea situada al pie de las montañas.

La aldea se tomó sin disparar un tiro ni una sola flecha. Los «dragos» cayeron por sorpresa sobre el poblacho, en el que no había un solo soldado, y por orden expresa de mister Williams Peace se respetó la vida a sus moradores.

Erle tomó a un joven aldeano que le pareció bastante avispado y le entregó este mensaje verbal:

—Ve a Selkiri, la capital del imperio, y busca al príncipe Duibo. Dile que te manda un terrícola llamado Erle Raymer. Dile que estoy aquí al frente de un ejército, que he venido a ajustar cuentas con él. Dile que arrasaré este país, que destruiré sus ciudades y dejaré yermos vuestros campos si él personalmente no sale a mi encuentro con una rendición incondicional trayendo consigo a la muchacha que se llevó del país de los obitas.

Erle hizo repetir varias veces su mensaje al uchime hasta asegurarse que lo había comprendido bien, le dio un «drago» para que llegara rápidamente a la más próxima ciudad y le puso en libertad.

Una semana de descanso al pie de las montañas restauró por completo las energías de los soldados, los «dragos» y los «digys» de tiro.

El descanso, de todas formas, no fue absoluto. El cuerpo expedicionario sólo llevaba tres días en la aldea cuando empezó a registrarse cierta actividad aérea por parte de los uchimes.

—Señor —anunció un centurión entrando en la choza donde se hospedaban los terrícolas—. Una patrulla de «muscaris» está dando vueltas alrededor del campamento.

Aunque el aviso era para mister Peace, Erle contestó con rapidez:

—Hacedles un saludo con la artillería antiaérea. Eso aclarará la voz de los cañones y servirá de aviso a los uchimes.

—Erle —dijo mister Peace luego que el centurión hubo salido—. No quiero derramar sangre innecesariamente.

—Esta vez es necesario. Los cañones, probablemente, no acertarán a los uchimes. Pero éstos les cobrarán respeto y harán circular la voz de que poseemos armas terroríficas. Cuando mayor sea el temor del enemigo más pronto terminaremos esta campaña. También eso ahorra vidas.

Afuera tronó una batería antiaérea. Y Erle Raymer salió de la choza para comprobar que se había equivocado. Los artilleros obitas acertaron en la patrulla de «muscaris». Sólo un par de uchimes consiguió escapar a toda prisa.

Los «muscaris» no volvieron a dar señales de vida en lo que quedaba de semana. Pero de uno de los que resultaron heridos en la primera escaramuza obtuvo Erle valiosos informes. Erle pudo confeccionar un mapa de los caminos que conducían a Selkiri, la capital del imperio.

Y supo también que las tropas «muscaris» del imperio se evaluaban en unas ocho mil aves con sus correspondientes jinetes. No existían fuerzas de infantería propiamente dicha.

—Perfectamente —contestó Erle—. Barreremos los «muscaris» del cielo y haremos en un paseo la marcha sobre Selkiri.

—Esperaremos un tiempo prudencial para que Duibo pueda darnos una respuesta —dijo mister Peace.

Pero Erle no pudo esperar más tiempo del que sus tropas necesitaron para restaurar completamente sus fuerzas.

—Esperaremos por el camino —repuso Erle ante las protestas de su tío—. Si el Emperador nos ve en marcha hacia su capital estimulará a su hijo para que nos dé una respuesta.

La columna se puso por fin en marcha. Las «muscaris» empezaron a mostrarse volando a tres mil metros de altura medio ocultas por el techo de nubes cuya eterna envoltura constituía uno de los detalles más conspicuos del planeta Venus.

—La verdad es que lo pasaríamos muy mal si los uchimes tuvieran bombas para lanzarlas desde las nubes —comentó Tony Mills.

Erle se quedó mirando las gallardas aves que aparecían y desaparecían entre las nubes, planeando sobre la columna. Los «dragos» no podían elevarse siquiera a la mitad de aquella altura. Los cañones antiaéreos sí alcanzaban, pero Erle no dio orden de abrir fuego.

—Nada pueden hacernos mientras vuelen a esa altura —murmuró—. Les permitiremos que nos observen.

La columna marchó durante todo el día. Los dos mil quinientos «dragos» supervivientes del paso por las montañas volaban a ambos lados de la columna explorando el terreno. Éste era áspero y montañoso y estaba cubierto de tupido bosque. Los pterodáctylus volaban un trecho, se detenían esperando a la lenta caravana, volvían a remontarse con torpe y pesado aleteo, y así durante todo el día.

Al caer la tarde los exploradores obitas y los exploradores uchimes tuvieron un breve y sangriento encuentro alrededor de la cima de una montaña dominante donde se habían apostado los últimos.

Los obitas, armados de escopetas y ametralladoras ligeras, barrieron a los uchimes y ocuparon la cima. Desde allí y utilizando una pequeña emisora-receptora informaron a Erle que estaban a la vista de una gran ciudad amurallada que se dominaba desde la montaña.

Erle Raymer abandonó el tractor «Breen», montó en el robusto cuello de un pterodáctylus y fue a reunirse con sus exploradores en la cima de la montaña. Desde allí se dominaba tanto la serpenteante carretera por donde avanzaba la columna como la ciudad de referencias, emplazada junto a un río en medio de amplio y fértil valle.

Utilizando los prismáticos, Erle creyó advertir en la ciudad cierta actividad de «muscaris». Tomó la radio y habló con mister Peace.

—Vamos a acampar aquí, tío. Ordena que desenganchen los cañones y que los emplacen en ese carro de la izquierda. Bombardearemos esa ciudad tal como le prometimos a Duibo.

—Erle —dijo mister Peace—. En esa ciudad habrá gente inocente; ancianos, mujeres y niños.

—Esa gente debe haber evacuado la ciudad al tener noticias de nuestra proximidad. Y si no lo ha hecho todavía pondrá pies en polvorosa cuando la primera granada aterrice allí. Les daremos tiempo para que huyan.

Esta promesa acabó con la resistencia del filántropo, el cual voló poco después hasta la cumbre para llevar un telémetro a su sobrino.

Erle tomó la distancia del objetivo antes que anocheciera. El primer rugido del cañón retumbó entre los montes con las medias tintas del anochecer. La granada pasó silbando por encima de las cabezas de mister Peace y su sobrino para caer segundos más tarde frente a las murallas de la ciudad.

—Tres grados más de elevación y cinco a la derecha —transmitió Erle por radio al jefe de la batería.

El segundo cañonazo hizo estremecer las montañas. Esta vez la granada acertó de lleno en la ciudad. A través del telémetro Erle vio volar cascotes y vigas entre llamas y humo.

—Alto el fuego. Emplacen las otras piezas utilizando los mismos datos. Vamos a concederles un par de horas a los uchimes para que abandonen la ciudad, si no lo han hecho todavía.

Mientras transcurría el plazo de dos horas la tropa comió. Con su telémetro Erle veía centenares de antorchas que salían de la ciudad desparramándose en dirección al río y a lo largo de éste en dirección al sur.

—Están evacuando la ciudad a la carrera —aseguró Erle.

Al cabo de dos horas el torrente de antorchas había disminuido considerablemente. Erle empuñó la emisora.

—Tres cañonazos más para animar a los remisos —ordenó.

Tres minutos más tarde la oscuridad reinante en el valle era iluminada por tres ruidosos relámpagos.

—Las antorchas vuelven a apresurarse —informó Erle—. Esperaremos una hora más.

El nuevo plazo expiró como había expirado el anterior.

—Bien, muchachos —dijo Erle por la radio a sus artilleros—. Podéis empezar la fiesta. Un carro de municiones para cada batería.

Los dieciocho cañones antiaéreos emplazados en el cerro rompieron a disparar con estruendo que pobló de ecos y relámpagos el silencio y la oscuridad de la noche. Los proyectiles pasaban sobre la cabeza de Erle con el ruido de un tren expreso para ir a caer ocho kilómetros más allá sobre la ciudad amurallada.

Pronto los incendios comenzaron a brotar de la ciudad irradiando gran resplandor en el cielo.

Por espacio de dos horas los cañones martillearon la ciudad arrojando seis toneladas de acero en forma de metralla.

Luego se hizo el silencio. Erle y su tío regresaron a la carretera y durmieron hasta el amanecer bajo el medroso chisporrotear de las bengalas que disparaban los obitas para iluminar los contornos en previsión a cualquier sorpresa que pudiera llegar por el suelo o por el aire.

Al amanecer la columna se puso en marcha encabezada por el tractor «Breen» acorazado. Cuando descendían hacia el valle por serpenteante y pésimo camino vieron a la ciudad que todavía humeaba entre las brumas.

—Presiento que Duibo querrá darnos la batalla en este valle —murmuró Erle explorando la tenue neblina con los prismáticos—. Esta bruma es muy a propósito para que las «muscari» puedan caer sobre nosotros antes que las veamos. Tendremos que preservarnos de...

El apagado estampido de una escopeta sobre su cabeza le interrumpió. Casi toda la fuerza de «dragos» se encontraba en aquellos momentos volando a mil metros de altura, entre la niebla, sobre la columna en marcha.

Al primer escopetazo siguió el rápido, nervioso tabletear de una subametralladora fabricada en los Estados Unidos. Y a continuación, de golpe, sonó una descarga cerrada de escopetas de doble cañón.

El primer movimiento instintivo de Erle Raymer fue meterse en el tanque dejando caer la trapilla de acero sobre su cabeza. Pero este impulso fue dominado por el pensamiento de que sus soldados no verían bien que su general se escabullera como un ratón entre las sólidas planchas de su vehículo invulnerable.

En la parte exterior de la torreta iba montada una ametralladora antiaérea. Erle la empuñó conservando medio cuerpo dentro de la torreta.

Cuando el primer uchime apareció montando en su gigantesca «muscari», Erle le mandó una rociada de balas que hizo rodar ave y jinete por la empinada ladera de la montaña.

Mientras sobre la columna restallaban secos los escopetazos, los obitas detenían los carros, empuñaban sus fusiles, escopetas o simples ballestas y esperaban a pie firme mirando a lo alto.

Los artilleros desengancharon las ametralladoras de 20 milímetros y las emplazaron apresuradamente en medio del camino.

De poco iban a servir en esta ocasión. La bruma formaba un techo algodonoso a escasa altura y la lucha iba a ser un violento choque cuerpo a cuerpo.

Más de un centenar de «muscaris», pterodáctylus, uchimes y obitas se descolgaron pesadamente del cielo y cayeron aquí y allá con golpe sordo.

La batalla que se riñó a continuación fue confusa, violenta y terrible...

Volando entre la niebla «dragos» y «muscaris» se descubrían simultáneamente al encontrarse a pocos metros de distancia. Uchimes y obitas se apuntaban precipitadamente y disparaban; con arco y flecha, el primero; con escopeta de gran calibre y postas gruesas de plomo, el segundo.

Las flechas eran tan mortales como las balas y a veces más. Pero las escopetas tenían dos cañones, y sus postas, al salir del cañón, se dispersaban. Por lo tanto, los obitas podían hacer doble número de disparos y diez veces más probabilidades de dar en el blanco por cada una de sus enemigos.

En la primera embestida, los uchimes pasaron a través de la fuerza de «dragos» y cayeron con furia salvaje sobre la serpenteante fila de carros, cañones, hombres y animales.

Una lluvia de flechas salió de los arcos uchimes y se abatió sobre el camino tendiendo a hombres y a bestias.

En contestación y mientras los «muscaris» aleteaban furiosamente y sus jinetes volvían a montar los arcos, salió de la columna una descarga de ametralladoras, fusiles, escopetas y pistolas, la mayoría de estas últimas también de dos cañones y grueso calibre.

En medio de una confusión tremenda, de gritos y de estruendo, se vio algunos carros rodando talud abajo, a los hombres caer con una flecha clavada en el pecho o la espalda, a las «muscaris» abatirse con agónico agitar de alas, y los uchimes precipitándose pesadamente al suelo.

Para aumentar la confusión y el ruido, dos mil pterodáctylus bajaron del caos de la bruma y, precedidos de una descarga de escopetas, se abalanzaron sobre las tres mil «muscaris» contrincantes.

Toda la ladera del monte por donde serpenteaba la carretera se veía cubierta de una nube de alas que batían el aire con estruendo. Los «dragos» chocaban con las «muscaris» en pleno vuelo. Obitas y uchimes cruzaban flechas, injurias y balas de enorme calibre.

Erle abandonó la ametralladora, impotente para aquella lucha cuerpo a cuerpo y empuñó su «metralleta», correspondiendo con ráfagas cortas y certeras a las flechas que le lanzaban los uchimes al pasar volando sobre su cabeza.

Las «muscari», después de encajar las balas en la cabeza o en el cuerpo, seguían volando por el impulso que llevaban y se precipitaban a tierra unos metros más allá. Las flechas rebotaban sobre las planchas de acero del «Breen». Erle se agachaba para eludir un dardo, volvía a surgir por el agujero de la escotilla y rociaba con una granizada de balas al enemigo que se alejaba.

Una de estas flechas, rebotando en el borde de la escotilla, le produjo una dolorosa herida en el rostro. Mister Peace, con un «Colt» 45 en cada mano, disparaba agazapado en la portezuela posterior abierta. De la delantera del tanque salían ráfagas intermitentes de ametralladora manejada por Watson.

Tras quince minutos de furiosa batalla, los uchimes se retiraron precipitadamente, dejando el campo cubierto de cadáveres y de aves muertas o heridas. La niebla estaba disipándose con rapidez.

Aunque el lugar no era de los que más gustaban a Erle para defenderse, la columna tuvo que permanecer allí hasta casi el mediodía recogiendo hombres, «muscaris» y «dragos» heridos. Las bajas causadas al enemigo se elevaban a 800 muertos y heridos. Las propias sumaban 300 entre muertos y heridos. También se recogieron unos cuarenta «muscaris» heridos, la mitad de las cuales aproximadamente podrían curar y servir a los propios obitas.

La columna reanudó la marcha, entrando en la ciudad bombardeada y desierta, donde los heridos pudieron ser mejor atendidos. Por la tarde llovió copiosamente.

El resultado de la batalla distaba mucho de satisfacer a Erle.

—La victoria debió de ser más neta si tenemos en cuenta la superioridad de nuestras armas —murmuró—. Buena falta nos hace el capitán Whitney. Él no se hubiera dejado atrapar en ese camino con un banco de niebla por encima.

La fuerza pernoctó en la ciudad abandonada por el enemigo. Y a la mañana siguiente, como gato avisado, Erle aguardó que se disipara la niebla que se elevaba del río para ponerse en camino.

El valle se ensanchaba desembocando en una dilatada llanura cubierta de bosque. Todas las aldeas que encontraron a lo largo del río habían sido precipitadamente evacuadas por sus habitantes. El camino, a derecha e izquierda, aparecía salpicado de carros rotos, de enseres y ajuares abandonados por una muchedumbre en penoso éxodo ante las fuerzas invasoras.

Aunque habían prometido incendiar y arrasar cuanto encontraran a su paso, los terrícolas respetaron estos pueblos. En cambio, no se opusieron a que sus tropas los saquearan. Cuanto encontraban al paso les pertenecía por derecho de conquista y en las costumbres bárbaras de aquel Venus primitivo no se concebía una guerra sin saqueo, incendio y matanza.

—Hay que dejarles una válvula de escape —dijo mister Peace—. Bastante haremos si conseguimos que no pasen a cuchillo a los vencidos.

La próxima gran ciudad de la ruta se llamaba Gabha, con una población de más de diez mil habitantes.

Gabha era paso obligado del invasor y desde el primer momento se hizo evidente que las tropas imperiales, con tiempo para acudir desde todos los rincones de la nación, se proponían defenderla cerrando el acceso a la capital del imperio, situada 150 kilómetros más al sur.

Así se dejaba entender por la frecuencia con que los exploradores obitas se encontraban y libraban breves, pero sangrientos combates con la vanguardia alada del ejército uchime.

La resistencia del enemigo en retirada era más fuerte por días. Todos los puentes sobre los ríos que serpenteaban por la llanura para engrosar el principal habían sido destrozados.

—Los uchimes tratan de ganar tiempo para concentrar sus fuerzas aéreas —dijo Erle—. La próxima gran batalla será definitiva.

Una tarde, encontrándose la columna a veinte kilómetros de Gabha, las fuerzas aéreas uchime atacaron en masa. Cinco mil «muscari» se lanzaron sobre el invasor desde todos los puntos cardinales formando ondulantes bandadas.

Los obitas emplazaron rápidamente sus dieciocho cañones antiaéreos y sus treinta ametralladoras antiaéreas copiadas de un modelo del ejército norteamericano. Los «dragos» se replegaron en torno a los cañones y sus jinetes les ataron a los árboles esperando a pie firme con las armas prevenidas.

El puesto de mando de Erle estaba en el transporte «Breen», rodeado de un grupo de enlaces.

Los cañones antiaéreos abrieron fuego contra las ondulantes bandadas de «muscaris», sembrando el terror y la destrucción entre sus filas. Los guerreros uchimes, que alardeaban ser los mejores del mundo por ellos conocido, debieron perder tan ciega confianza en su supremacía aérea.

Ello fue que se les vio vacilar, perder el fogoso ímpetu de su ataque y, en muchos casos, dar media vuelta y huir. El miedo no sólo atacaba a los hombres, sino que hacía presa en el instinto de conservación de las aves.

Cuando una granada estallaba con estruendo entre sus filas las «muscaris» próximas huían desordenadamente.

Sin embargo, y como dieciocho cañones no podían estar en todas partes a la vez, el enemigo siguió acercándose hasta que entraron de lleno dentro del alcance de las ametralladoras antiaéreas.

Las treinta máquinas empezaron a crepitar a la vez, llenando el cielo con los trazos humeantes de las rastreadoras.

Hubo una hecatombe de pájaros gigantescos que se venían al suelo y de hombres que caían dando grotescas volteretas desde mil metros de altura. Pero los asaltantes insistieron, siguieron adelante, y llegaron ya sin impulso ante la boca de las escopetas, los fusiles y las ametralladoras ligeras.

Toda la nube alada se abatió tumultuosamente sobre las fuerzas invasoras. Rodaron pesadamente las «muscaris» heridas, derribando hombres y cañones, entre el estruendo de los disparos, los gritos de agonía y los alaridos de rabia.

Pero el ariete volador había sido despojado de la mitad de su fuerza cuando todavía se encontraban en el aire y los uchimes que llegaron al cuerpo a cuerpo eran numéricamente inferiores a las tropas obitas, y también eran inferiores en medios. Sus espadas de cobre no llegaron en la mayoría de los casos hasta el pecho de los hombres parapetados tras una escopeta o un fusil.

Cuando las espadas uchimes chocaron con las espadas obitas sobrevino el desastre final. Las hojas de cobre se hicieron pedazos contra el duro acero. Los uchimes se vieron desmontados, desarmados y desamparados ante los siniestros cañones de las armas terrícolas y las agudas puntas de aquellas espadas fabulosas.

Los uchimes dejaron caer al suelo los pedazos de sus blandas espadas y quedaron inmóviles, esperando jadeantes el clásico golpe de gracia.

Con asombro de su parte no fueron rematados, como era costumbre hacer con el vencido. Bajo la amenaza de las «cañas» que lanzaban «rayos y truenos» fueron agrupados en el camino y obligados a sentarse en el suelo con las manos sobre la cabeza.

Poco después, el capitán Olaf era conducido a presencia de los terrícolas. La faz del capitán uchime aparecía lívida de rabia y vergüenza.

—¡Mátame! —gritó al verse frente a Erle—. Un capitán uchime no puede sobrevivir a su propio deshonor.

—No tengas tanta prisa en morir —le contestó Erle en lengua obita—. Yo soy ahora el dueño de tu vida y haré con ella lo que quiera. Dime: ¿qué fue de la muchacha que os llevasteis del país de los obitas?

—Duibo la tiene en su palacio. La hizo su mujer.

—¡Bribón! —rugió Erle.

Y se abalanzó sobre el capitán, siendo necesarios los esfuerzos reunidos de su tío, de Watson y de Tony Mills para apartar sus manos de la garganta del uchime.

—¿Por qué me pegas a mí? —gritó Olaf con voz entrecortada—. Yo no rapté a la muchacha. Aún más, nunca aprobé lo que hizo Duibo porque sabía que ello os enfurecería más que la matanza y el incendio. Y tampoco la Corte, ni el mismo emperador aceptaron con agrado a esa intrusa. ¡Pero Duibo está ciego por ella!

—¿Dónde está Duibo? —preguntó mister Peace—. ¿No recibió nuestro mensaje?

—Duibo está en Selkiri. Recibió vuestro mensaje. El emperador, su padre, se enteró y lo llamó a su presencia. Quería enviarme a mí para que saliera a vuestro encuentro y negociara una paz menos humillante para el imperio. Pero Duibo le dijo que no quería devolver a su mujer porque ella tampoco quería ser devuelta.

—¡Eso es mentira! —gritó Erle con las pupilas llameantes—. Mildred no puede preferir quedarse junto a esa bestia.

—El emperador hizo llamar a la mujer de Duibo y la interrogó en mi presencia. Dijo que no quería volver con vosotros, pero que debía permitírsele salir a vuestro encuentro para hablaros. Entonces, el emperador le preguntó si los extranjeros querrían aceptar otras condiciones que no fueran la entrega absoluta del imperio uchime. Ella contestó que vuestra política era irreconciliable con la forma de vida uchime y que una vez provocados por los uchimes no os detendríais hasta derrocar al emperador, libertar a los esclavos, concederles igualdad de derechos que a los nobles y derribar las fronteras que nos separan de los países vecinos. El emperador contestó que tales condiciones eran inaceptables y que si de todas formas había de sucumbir el imperio sucumbiría luchando hasta el último aliento.

—Y entonces —dijo mister Peace sarcásticamente— mandó a sus soldados a morir frente a nuestras armas de fuego. ¿Qué clase de emperador es ése que sacrifica a su pueblo defendiendo una causa que es solamente suya y de los cuatro privilegiados que se llaman nobles? ¿Preguntó a los soldados si iban a morir contentos?

Olaf no contestó.

—Voy a dejarte en libertad para que regreses a Selkiri —le dijo mister Peace—. Le dirás a tu emperador que no deseamos la guerra y estamos dispuestos a mejorar nuestras condiciones. Si Mildred Harlow desea vivir con el príncipe Duibo la dejaremos que haga su voluntad...

—¿Cómo puedes suponer que ella desee seguir al lado de ese monstruo? —gritó Erle.

—Tú cállate. Y tú atiende, Olaf. Le dirás al emperador que no se tomarán represalias contra él ni contra su hijo. Seguirá conservando su trono y se le asignará una pensión para que pueda seguir viviendo según corresponde a su dignidad. Será miembro de un Gobierno conjunto formado por todos los reyes y caudillos de las naciones vecinas, las cuales se agruparán en una sola nación llamada Estados Unidos de Venus. Uchime podrá conservar sus leyes y sus costumbres, y el emperador cuidará del orden de este país en tanto su pueblo no elija otro hombre mejor para que le gobierne. Pero Uchime sólo será una provincia de un país mucho mayor y el emperador sólo podrá hacer aquello que acuerde con los jefes de los estados vecinos, quienes estarán en las mismas condiciones que Uchime. Todo eso vas a decirle a tu emperador. Y añadirás que si no accede de buen grado, o al menos se aviene a negociar, pasaremos sobre sus ciudades, le cogeremos y le colgaremos de un palo como causante de un inútil derramamiento de sangre. ¿Has entendido? Bien. Escríbelo tú mismo en un papel para estar más seguro.

Olaf partió aquella misma noche con una pequeña escolta de sus propios guerreros llevando el mensaje para el emperador. La columna siguió avanzando el resto de la noche y al amanecer apareció acampada en la fértil vega de Gabha, a las mismas puertas de la ciudad.

Como las hostilidades proseguían, pese a todo, las fuerzas uchimes intentaron un nuevo ataque contra el invasor, apoyado esta vez por un ejército apresuradamente formado por unos cuatro mil hombres de diversa condición que atacaron por tierra.

Los cañones y las ametralladoras antiaéreas aniquilaron a las fuerzas aéreas, en tanto los morteros, una docena de cañones sin retroceso y una furiosa carga del tractor «Breen» a través de los sembrados hacían replegarse a los infantes a la desbandada.

Luego, los cañones enfilaron contra Gabha y la redujeron a escombros después de un bombardeo que duró todo el día.

A la mañana siguiente regresó Olaf con una orden de alto el fuego para las fuerzas uchimes y una invitación de puño y letra del emperador para que los «ilustres extranjeros» fueran a conferenciar con él en Selkiri, la capital del imperio.