CAPÍTULO IV
ERAN LAS SIETE de la mañana cuando Erle Raymer y Tony Mills bajaron a la «cabina número 2» para desayunar.
Las cabinas de la astronave, según mister Peace explicó a Erle, eran de forma esférica y basculaban sobre sendos robustos ejes.
Dos ascensores laterales unían los ejes y, consiguientemente, las escotillas de acceso a las tres grandes cabinas principales. Más abajo, a popa, había otra pequeña cabina desde la cual se tenía acceso a las máquinas.
Esta original y complicada disposición de las cabinas tenía su razón de ser en una circunstancia especial, a saber: mientras la astronave «subía» hacia Venus, la aceleración constante originaba una reacción de los tripulantes contra el piso de las cabinas, creándose de esta forma una fuerza de gravitación artificial.
En el momento que la astronave llegara a mitad de camino entre la Tierra y Venus tendría que suspender la aceleración y comenzar inmediatamente la maniobra de frenado.
Lógicamente, al frenar, los pasajeros y todo lo situado a bordo de la astronave tenderían a salir disparados hacia arriba, como salían proyectados hacia adelante los tripulantes de un automóvil que frenara con alguna brusquedad.
Para evitar esta inversión del campo de gravedad (puesto que la reacción del peso sería entonces hacia el techo), los astronautas habían ideado las cabinas esféricas basculantes. En el momento de pasar de la aceleración al frenado, las cabinas volteaban sobre sus ejes de forma que los pies del pasaje estuvieran dirigidos hacia Venus.
Como el frenado era también constante, la reacción seguía ejerciéndose sobre el piso y los pasajeros sufrían los desagradables efectos de la falta de gravedad, origen de cómicas situaciones para el personaje de Julio Verne en De la Tierra a la Luna.
Una última y poderosa razón para justificar esta extraña disposición de las cabinas era que la astronave había sido concebida de forma que, además de servir de vehículo interplanetario, pudiera realizar simples misiones de reconocimiento dentro de la envoltura gaseosa de Venus.
Al volar sobre los continentes y los océanos de Venus, el aparato lo hacía como un avión corriente, o sea en plano horizontal a la superficie del planeta. Para volar en esta posición, con la proa adelante y los planos estabilizadores atrás cual era lo lógico, las cabinas volteaban 45° sobre sus respectivos ejes y el piso del aparato quedaba en posición paralela a la del suelo.
—Entonces —dijo mister Peace— estaremos sometidos a la fuerza de gravedad de Venus.
El pomposamente llamado salón comedor ocupaba toda la mitad superior de la esfera número dos. Era, por lo tanto, un salón de forma circular, de ocho metros de diámetro, con una mesa redonda en el centro y un cómodo diván de muelles, dividido en sectores por muebles librerías a todo lo largo de las paredes.
Las sillas que rodeaban a la tabla redonda tenían un solo pie central que estaba atornillado al piso. Eran butacas giratorias, por supuesto.
La mayoría de los miembros de la expedición estaban reunidos en el comedor, unos de pie y otros sentados en las butacas o el largo diván, y todos comentaban animadamente el feliz despegue de la astronave.
Momentos antes de abandonar la cámara de derrota, Erle y Tony Mills habían visto por la pantalla de televisión todo el continente americano desde una altura que todavía no habían podido alcanzar los cohetes experimentales lanzados por el hombre según los sistemas convencionales.
Para Erle Raymer, la convicción de que volaba rumbo a Venus era algo cautivador y maravilloso, que no se había atrevido a soñar dos horas antes. En cambio, para Tony Mills constituía un accidente desgraciado, lleno de nefastos presagios para un futuro próximo.
Cuando Erle entró en el salón comedor, todos los que se encontraban en él se volvieron a mirarle entre burlones y conmiserativos.
—¿Cómo se siente usted ahora, señor Raymer? —le preguntó el profesor Dening.
—Muy confuso, gracias —contestó Erle con desenfadada sinceridad.
—La perturbadora perspectiva de realizar un viaje interplanetario es para usted más nueva y brusca que para cualquiera de nosotros. Pero se acostumbrará enseguida.
—Así lo espero —murmuró Erle, sintiéndose molesto bajo la mirada irónica de los presentes.
Pero la molestia que pudiera sentir Erle quedó diluida en el acto siempre importante de sentarse a la mesa. Esta mesa tenía en el centro un agujero redondo que resultó ser el de un pequeño montacargas, que comunicaba directamente con la cocina del cohete.
La cocina, según Erle no tardó en saber, estaba debajo del comedor, ocupando la mitad inferior de la esfera número dos. Allí había también una pequeña despensa refrigerada y un camarote con cuatro literas donde dormían las cuatro mujeres de la expedición, a saber: mistress Aronson, mistress Whitney, miss Harlow y miss Custer, secretaria del profesor Dening. Mistress Aronson, que era pequeña y gordita, era la encargada de la cocina
El círculo de madera que faltaba en el centro de la mesa subió y se acopló en su sitio llevando el desayuno. Los comensales empezaron a comer con alegría y excelente apetito, sentados alrededor de la mesa.
—A menos que encontremos vacas en Venus, ésta es la última leche fresca que tomaremos en mucho tiempo —dijo mister Peace, llenándose su vaso.
—Así como no tuviste la ocurrencia de llevarte un toro y un par de vacas para establecer un rancho en Venus —observó Erle.
—Lo pensé —repuso mister Peace—. Pero el transporte de ese ganado hubiera creado algunos problemas técnicos que no valía la pena acometer antes de saber si Venus es realmente un mundo apropiado para la cría de reses. Si las condiciones de vida en Venus fueran aceptables, haríamos otro viaje, llevando no sólo ganado vacuno, sino también cerdos, gallinas y ovejas.
—Hablando en serio —dijo Erle volviéndose hacia el profesor Dening—. ¿Con qué probabilidades contamos de hallar vida en Venus? Tengo entendido que los análisis espectroscópicos realizados por la astronomía sólo han tenido como resultado determinar que la atmósfera de Venus sólo contiene oxígeno en proporción quinientas veces menor a la atmósfera de la Tierra.
—Justo —contestó el profesor Dening—. Eso es lo que nos dice el análisis espectroscópico. Más aún: tampoco se aprecian cantidades sensibles de vapor de agua, estando todo agravado por la presencia de anhídrido carbónico.
—Según eso no es probable que podamos criar vacas en Venus.
—Es poco probable, aunque no del todo imposible. Venus procede del mismo núcleo de nebulosas que los demás planetas del sistema, o del mismo Sol, si aceptamos la teoría de la escisión solar. Se comprueba la existencia de oxígeno e hidrógeno en el mismo Sol y en los planetas que tienen atmósfera, y por ello se considera imposible que estos cuerpos no hayan existido alguna vez en Venus.
—Para nosotros, tanto da que no tuviera nunca oxígeno como que lo haya perdido, ¿no es eso? —preguntó Erle.
—No es lo mismo, porque Venus, en un medio de mayor radiación que la Tierra, debe tener una vida geológica más corta y no ha habido tiempo para que fijara sus gases en las rocas, como sin duda ha ocurrido en la Luna y en Marte. Además, de haber ocurrido así, Venus habría fijado toda su atmósfera en el suelo, y no precisa y únicamente el oxígeno y el hidrógeno. ¿No cree?
Erle Raymer sonrió.
—Mi fuerte no es la astrofísica —aseguró—. Prefiero que me diga lo que cree usted.
—Yo creo que si no es posible admitir una diferencia insólita entre los componentes iniciales de las atmósferas de Venus y la Tierra, han de existir en la actualidad esos gases, y, como consecuencia, el vapor de agua.
—Entonces —murmuró Erle perplejo—, ¿es que el análisis espectroscópico se equivoca?2
—No, desde luego que no —se apresuró a contestar el astrofísico—. El espectroscopio no puede equivocarse, aunque quizás estemos equivocados al interpretarlo, ya que no sabemos en qué condiciones nos llega la luz reflejada por Venus. Numerosos astrónomos explican el extraordinario poder reflector de Venus por la existencia de una alta capa de nubes semejantes a las que se forman en la atmósfera de la Tierra a menor altura. Esto significaría que la luz que recibimos de Venus es la reflejada en las altas capas atmosféricas, o sea que sólo atraviesa un espesor muy pequeño y enrarecido de aquella atmósfera. El análisis no estaría, pues, equivocado. Sabemos que en las capas más altas de la atmósfera de Venus existe muy poco oxígeno, cosa que ocurre también en la Tierra. Pero eso no nos autoriza a negar categóricamente que la proporción de oxígeno no sea mucho mayor en las capas más bajas.
—¿Cree usted que es así?
—Sí, lo creo —repuso Dening—. Las observaciones directas y los razonamientos genéticos y geológicos de Venus nos indican condiciones semejantes a las terrestres. Teniendo en cuenta las temperaturas, debe existir una intensa evaporación y, por lo tanto, un clima húmedo, lo cual confirma la observación de grandes masas nubosas.
—Ojalá tuviera usted razón —dijo Erle, sintiéndose optimista—. Puesto que Venus es todo cuanto queda de la fortuna de mi tío, lo menos a que puede aspirarse es a que ese planeta sea algo más que un solar inhabitable.
—Pero de ese anhídrido carbónico... ¿qué hay? —preguntó Tony Mills con expresión preocupada.
—¿Le preocupa ese anhídrido carbónico, eh? —exclamó riendo el profesor Hagerman—. No tema, el anhídrido carbónico en sí no es venenoso. No sirve para respirar, pero si en el ambiente existe suficiente oxígeno actúa como gas inerte. Las atmósferas llamadas «viciadas» son nocivas por contener poco oxígeno, ya que por la respiración ha sido convertido en parte en anhídrido carbónico, pero no por la presencia de éste. La Tierra, en su evolución, ha pasado por períodos en los cuales la proporción de anhídrido carbónico en su atmósfera era importante, y a pesar de ello han progresado los animales y las plantas.
—Es más —añadió el profesor Aronson, mediando en la conversación—. Los períodos glaciares de la Era Cuaternaria se explican precisamente por un notable aumento del anhídrido carbónico en nuestra atmósfera, y en ellos ya vivía el hombre, el cual tendría más dificultades en la lucha contra el clima que en la respiración.
—Bueno, bueno —farfulló Tony Mills—. Si ustedes lo dicen...
—A propósito de clima —dijo Erle volviéndose hacia el profesor Dening—. ¿Qué tal resultará el de Venus? Estando cuarenta millones de kilómetros más cerca del Sol, el calor debe ser tórrido allí, ¿no es cierto?
—Si Venus no tuviera una atmósfera, la ley de Stefan nos dice que, teniendo en cuenta la distancia al Sol, la temperatura media del planeta sería de ochenta y cinco grados centígrados. Pero la envoltura de la atmósfera hace descender sensiblemente esta cifra, de lo cual podemos concluir que la temperatura en el Ecuador de Venus sobrepasa solamente en veinte grados la del nuestro.
—Demasiado calor para nuestras vacas, ¿no cree? —preguntó Erle riendo.
—La vida no debe ser muy agradable en las proximidades del Ecuador, si bien encontraremos zonas más templadas, e incluso polares, semejantes a las de la Tierra.
—¡Oh, magnífico! —exclamó Erle—. Ya estoy deseando verme allí. ¿Tardaremos mucho en llegar? ¿Un mes? ¿Dos meses?
—Dos días —contestó el profesor Dening, con pupilas que brillaban de regocijo tras los gruesos cristales de sus gafas.
—¡Cómo! —exclamó Erle—. ¿Bromea?
—No bromeo. Pregúntaselo a miss Harlow, que es quien ha computado el tiempo que invertiremos en el viaje.
Erle Raymer miró a Mildred Harlow por encima de la mesa. Pero la muchacha, que tenía clavadas en él sus hermosas pupilas doradas, apartó la vista en un gesto de enojo.
—Bueno —farfulló Erle prefiriendo quedarse con la afirmación del astrofísico a pedir una aclaración a miss Harlow—. Dos días no es mucho tiempo. Esperaremos a verlo.