CAPÍTULO VIII

LA EXCITACIÓN PRODUCIDA por la inesperada llamada de Christina Custer desde la potente emisora de la astronave era, naturalmente, grande en el campamento. Los que llegaban de un fatigoso viaje a través de la selva encontraron en los que esperaban como un reflejo de la misma luz esperanzada que brillaba en sus ojos.

Erle sabía que en el campamento se había tratado en vano de captar aquella llamada de miss Custer. Sin embargo preguntó:

—¿Alguna novedad?

—No, ninguna —contestó mister Peace—. No hemos podido oír a Christina ni antes ni después de avisar vosotros. ¡Pobre muchacha, a lo peor ha muerto!

La mesa estaba siendo servida por miss Harlow y mistress Whitney cuando los viajeros se apearon de sus vehículos. Así que empezaron a comer se desató el saco de los comentarios.

—Nunca podía esperar semejante estupidez del profesor Dening. ¡Miren que volver allá por unos kilos más de oro, sabiendo que la selva estaba infectada de hombres-insecto! —exclamó el capitán Whitney.

—Eso debió ser idea de Glenbrook, de Martindale o de los pilotos —dijo el profesor Clancey—. Considerarían que era una lástima regresar a la Tierra cuando tan cerca estaban del oro... y cayeron víctimas de su codicia. Miss Custer dijo que estaba sola rodeada de hombres-insecto, ¿no fue eso?

—Sí. Y estaba herida —contestó Erle—. Los hombres-insecto, al parecer, estaban dentro de la astronave. Tal vez quedara la muchacha a bordo. Los insectos atacarían por sorpresa, debieron matar a todos los que se encontraban en tierra y luego trepar por la escalera hasta la bodega del cohete. Miss Custer se encerraría en la cámara de derrota... eso puede haber ocurrido hace cuatro o cinco días y la pobre muchacha estar llamándonos desde entonces... sin poder salir de su encierro... herida, sola y sin provisiones.

—¡Tenemos que ir allá! —exclamó el profesor Hagerman.

—¡Oh, claro que iremos! —contestó mister Peace—. Pero no a tiempo de salvar a Christina Custer. Habrán de transcurrir años antes que nuestros medios nos permitan penetrar en aquel infierno.

—¿Años? —repitió McDermit—. No, a fe mía. ¡A buena hora me estoy yo quieto aquí sabiendo que en alguna parte de Venus está nuestra astronave! Voy a aprender a montar en esos dragos, pterodáctylus o como mil diablos se llamen esos pajarracos. Y luego...

—No diga tonterías —cortó Erle secamente—. ¿Cómo va a llegar hasta el ecuador cabalgando en un «drago»?

—Si los hombres insecto llegan hasta aquí desde el ecuador montados en saltamontes, ¿por qué no hemos de poder ir nosotros allá montados en pterodáctylus? —preguntó McAllister.

—Cualquier idiota comprendería que no es lo mismo —contestó Erle.

—¿Quiere decir que soy un idiota? —chilló McDermit.

—Quiero decir que es menos que idiota —contestó Erle desafiante.

—Claro, a usted y a su tío les viene de perillas que la astronave no haya regresado a la Tierra. Con esto empieza a realizarse el plan que ya daban por perdido. Pero atienda lo que le digo, Raymer. No tengo el menor deseo de convertirme en colono de Venus. Mucho menos ahora que existe una posibilidad de regresar a la Tierra. Si los demás no quieren seguirnos, McAllister y yo iremos a donde está la astronave y nos largaremos con ella.

—Pueden marcharse con viento fresco cuando les dé la realísima gana —dijo Erle—. Y si hay algún imbécil que quiera servir de pasto a los hombres-insecto puede marcharse también.

Siguió un largo, sombrío silencio. Al cabo de un rato, y como queriendo suavizar la tirantez que había quedado en el ambiente, el capitán Whitney tomó la palabra y dijo:

—Personalmente considero una tontería querer llegar hasta la astronave en las circunstancias actuales. Después de todo, no nos corre tanta prisa. Nadie va a llevarse la astronave de donde está. Disponemos de tiempo para construir un barco que nos lleve a través del océano y preparar con todo detalle una gran expedición al territorio de los hombres insecto. Si mucho me apuran, hasta preveo la posibilidad de construir un helicóptero con los motores y el material de que disponemos. Ésa es a mi entender la única forma de llegar hasta el cohete, y lo demás ganas de hablar, de perder tiempo y de arriesgar vidas sin ton ni son.

—Eso es hablar como un libro —apoyó Tony Mills sin dejar de mascar—. Si ustedes que son los ingenieros se marchan no podremos construir un helicóptero, y posiblemente ni siquiera un buen barco. Todos estamos interesados en recuperar el cohete, incluso Erle y el señor Peace. ¿No es cierto?

—Naturalmente —repuso el ranchero—. La astronave nos es muy necesaria a mi sobrino y a mí para realizar nuestro proyecto. Necesitamos traer gente especializada, máquinas y herramientas de la Tierra para dar a este mundo el impulso progresista con que soñamos. Creo como el capitán Whitney que deberíamos tomar las cosas en calma, construir un barco para cruzar el océano y un helicóptero para alcanzar el corazón del territorio donde quedó nuestra astronave.

—Muy bien —gruñó McAllister sin levantar los ojos del plato—. Construiremos ese barco y el helicóptero. Pero no con calma. Lo haremos enseguida.

—Querrá decir enseguida que podamos —apuntó mister Peace—. No olvide que en tanto los hombres-insecto no se hayan marchado, no tendremos un momento de tranquilidad para dedicarlo a esas tareas.

—Bueno. Pues empezaremos enseguida que nos veamos libres de esos malditos bichos —dijo McAllister—. Mientras tanto haremos los planos preliminares del barco y el helicóptero.

Después de esto la discusión entró en el terreno de la cordialidad y el deseo de cooperar.

* * *

A la mañana siguiente, después de una noche amenizada por los sueños más agradables, los terrícolas reanudaron con nuevo y vigoroso impulso sus tareas en pro de la seguridad común. La fragua y el yunque apresuraron la fabricación y mejoraron la calidad de las ballestas.

Una a cada extremo de la plataforma de la ciudadela y varias en diversos puntos de la ciudad, estaban levantándose robustas torres de sillares, de tres pisos y gran número de estrechas saeteras, en las que el capitán Whitney tenía depositadas grandes esperanzas.

—Por fortuna para nosotros —decía—, los insectos todavía no conocen el arte del bombardeo aéreo. Ellos vienen dispuestos a destruir la ciudad y merendarse a sus habitantes. La táctica que utilizaron en Hagar consistió en destruir las fuerzas aéreas defensoras y luego caer sobre la aterrorizada población, cazando con sus flechas a todo el que intentaba huir. Aquí, el enemigo no encontrará fuerzas aéreas que le ofrezcan resistencia. Probablemente incendiarán la ciudad, pero en las casas no habrá nadie. Si quieren tomar las torres en donde hay carne humana, tendrán que bajar para asaltarlas a pie firme o para meter sus flechas por las saeteras. Naturalmente, ofrecerán un blanco magnífico a nuestros guerreros si vuelan bajo. Y si desmontan les haremos pedazos con nuestros morteros y granadas de mano. Desde luego, no aspiro a ganar la guerra con esta táctica, a menos que el enemigo se obceque estúpidamente en querer nuestros baluartes. Pero si no la ganamos, al menos dejaremos en tablas la batalla. Rechazaremos una y otra vez al enemigo hasta que éste se canse y se retire... o hasta que llegue el otoño y emprenda el regreso a su territorio.

Whitney se quedaba contemplando sus torres y añadía pensativamente.

—Eso, claro está, si esos malditos bichos nos dan tiempo a terminar los preparativos.

Las torres crecieron con rapidez en los cinco días siguientes. Continuaban llegando familias procedentes de la montaña a donde habían huido. Acudían atraídas por el rumor de que su ciudad se había aliado con unos poderosos extranjeros, y no querían marcharse.

—Estos idiotas les están haciendo el juego a los hombres-insecto —refunfuñaba Whitney constantemente—. Empiezo a creer que si no han atacado todavía es porque esperan que la confianza y el hambre hagan volver a sus lares a los infelices yaartitas.

—¿No estará exagerando usted la astucia del enemigo? —preguntó Erle—. Al fin y al cabo no son más que insectos.

Whitney soltaba un malhumorado «¡hum!» y marchaba a inspeccionar los trabajos de excavación que se estaban realizando debajo de la colina. El compresor, las perforadoras, la dinamita y toda la ciudad colaboraban en esta tarea horadando la peña y practicando túneles que habían de servir de refugio.

Los hombres-insecto continuaban en la llanura de Hagar devorando la carroña de sus víctimas. Se suponía que atacarían Yaart en cuanto el hambre empezara a arañarles el fondo de sus voraces estómagos.

Guiándose de esta suposición y después de echar un macabro cálculo, el capitán Whitney estableció la fecha del ataque del enemigo con sorprendente exactitud.

—Los insectos atacarán en cualquier momento a partir de mañana.

Esto era al cumplirse la semana desde que se captó el mensaje de la desdichada Christina Custer. Todos los esfuerzos realizados para volver a oírla resultaron infructuosos.

Por consejo de Whitney, los terrícolas dedicaron la víspera del supuesto «día D» a completar la instalación de su fortaleza. El extraño monumento en forma de quiosco reunía excepcionales condiciones de robustez y seguridad por la reciedumbre de la losa que tenía por techo y, el espesor y la anchura de las pétreas columnas que la sostenían.

Los terrícolas tapiaron todos los huecos entre columna y columna, dejando solamente dos sin tapiar. En cada una de estas puertas fue emplazada una de las pesadas ametralladoras antiaéreas que anteriormente llevaron el «jeep» y el transporte «Breen». Estas ametralladoras no podían apuntar hasta la vertical, y sólo cubrían un ángulo de fuego lateral de 90 grados.

Pero los artilleros estaban bien protegidos por el alero que formaba la losa del techo y por los costados gracias a las columnas de granito.

Además de esto, los terrícolas dejaron en cada hueco tapiado una tronera con amplia visual por donde introducir los cañones de las «metralletas». El «jeep» blindado y el «Breen», convertidos en tanques, quedaron en la explanada con dos hombres en cada uno para atender a sus ametralladoras.

Todavía, antes de retirarse a descansar, Erle y el capitán Whitney recorrieron las torres y visitaron los refugios subterráneos para asegurarse de que todo estaba en orden. Las tres centurias de «drasgats» habían sido concentradas en la muralla ciclópea del desfiladero, donde había buenas y espaciosas cuadras. Aderk el Centurión tenía consigo una pequeña emisora de radio portátil de manejo muy sencillo.

Aderk no tenía más que hacer bajar una palanquita y aplicar el auricular a su oído para escuchar las órdenes impartidas desde la ciudadela de Yaart, a diez minutos escasos de vuelo de la muralla.

La primera alarma fue dada al amanecer del día siguiente, «día D», por los atalayas de los torreones de la ciudadela.

* * *

McDermit, que era el centinela en aquel momento, saltó hacia la sirena de mano y empezó a dar vueltas a la manivela.

El alarido de la sirena se levantó por encima del ronco mugido de las caracolas y puso en conmoción a la ciudad entera. En la fortaleza de la ciudadela, Erle Raymer saltó como un muelle en su lecho y, todavía dormido, se encontró de pie, con un Colt en la mano y tratando de comprender qué estaba ocurriendo. La duda fue sólo cuestión de dos segundos.

Hombres y mujeres llevaban acostándose vestidos desde que llegaron a Yaart huyendo de los hombres-insecto. El paso del lecho al servicio de las armas fue por lo tanto prácticamente instantáneo.

El enemigo, que debía haber llegado amparado por la oscuridad volando a gran altura, se descolgó bruscamente del espacio neblinoso y cayó sobre la ciudad en forma de una chirriante nube. Todavía soñolientos los terrícolas se vieron disparando contra las grandes sombras que, en raudo vuelo, se deslizaban casi a ras del suelo lanzando flechas contra los sólidos muros de los torreones.

Erle Raymer corrió hacia la ametralladora antiaérea que le correspondía manejar. En el mismo instante, un largo saltamontes aterrizaba violentamente en la explanada, un hombre insecto desmontaba de un ágil salto y se precipitaba hacia la puerta por donde McDermit acababa de entrar.

Erle y el hombre-insecto se encontraron uno a cada lado de la ametralladora antiaérea, que bloqueaba casi totalmente la entrada. El bicho arrojó violentamente su lanza y Erle disparó al mismo tiempo que se agachaba.

La lanza fue a clavarse en un cajón situado en medio del refugio y la bala de revólver de Erle horadó el cráneo del monstruo entre los ojos, dejándole tendido instantáneamente.

En menos de un minuto, cerca de un centenar de insectos había desembarcado en la explanada de la plataforma y corrían esgrimiendo lanzas hacia el quiosco y los torreones recién construidos. Todos chirriaban a la vez produciendo un ruido ensordecedor.

El capitán Whitney había previsto esta contingencia dejando a mano un par de cajas de granadas de mano y otra con cartuchos de dinamita. Erle no tuvo más que alargar la mano, coger las granadas y empezar a lanzarlas por encima de la ametralladora al exterior.

El estruendo y los fogonazos de las bombas sembraron el pánico entre los gigantescos saltamontes. Éstos se remontaron con un precipitado batir de alas, dejando solos y abandonados a sus jinetes.

—¡Duro con ellos, muchachos! —gritó Whitney después de disparar una larga ráfaga de ametralladora por una tronera—. ¡Los insectos no saben dónde se han metido!

Los hombres-insecto, en efecto, habían quedado un instante como paralizados por la sorpresa, cayendo arracimados bajo el nutrido fuego de ametralladora que se les hacía desde el quiosco y la lluvia de flechas que salían por las saeteras de los torreones.

Cuando reaccionaron, al menos la mitad de ellos yacía en tierra muertos o agonizantes. Parte del resto se puso en fuga por las callejas que desembocaban en la ciudadela, algunos se pusieron a salvo saltando el parapeto y otros, en fin, se arrojaron estúpidamente al asalto del quiosco y los torreones, siendo barridos por saetas, balas y granadas de mano en un abrir y cerrar de ojos.

Toda la explanada quedó sembrada de cadáveres de hombres-insecto que todavía agitaban convulsamente patas y manos. Las víctimas, sin excepción, llevaban en la cabeza casquetes y cubriéndoles el pecho placas triangulares de oro puro.

Al quedar limpia de enemigos la explanada se produjo una pausa en el tronar de las armas de fuego. Los terrícolas se dedicaron a cargar apresuradamente sus ametralladoras en tanto miraban por las troneras para hacerse cargo de la situación.

—Les hemos hecho polvo —murmuró el profesor Hagerman—. ¡Y nos han dejado una fortuna en oro!

Por el hueco de la puerta, Erle veía a los oscuros saltamontes del enemigo volando en círculos y a baja altura sobre la ciudad. A unos mil metros de altura veía otro enjambre de insectos que permanecía a la expectativa.

—Les hemos desconcertado —aseguró Whitney—. Ellos esperaban que nuestros pterodáctylus salieran a hacerles frente, cual ha sido hasta ahora la táctica de los indígenas. Quizás vacilen entre marcharse o atacar a fondo sin esperar a nuestras fuerzas aéreas

—Entonces voy a ayudarles a decidirse por una cosa u otra —dijo Erle.

Y apuntando hacia arriba disparó la ametralladora antiaérea mandando un haz de trazaderas contra el enjambre de insectos.

Media docena de saltamontes cayó dando volteretas. La banda formada de unos quinientos saltamontes se dispersó y empezó a bajar velozmente

—Se decidieron por atacar —dijo Erle en una pausa para introducir el extremo de otra cinta de cartuchos en la recámara de su ametralladora—. Ahora viene lo bueno.

Toda la banda bajó desde las alturas envuelta en un zumbido de alas. Al llegar aproximadamente al nivel de la altura de la colina donde estaba la ciudadela empezaron a volar en círculo girando rápidamente en sentido contrario a las saetas de un reloj.

—Parece un ataque de indios —comentó Tony Mills lanzando un salivazo—. Solo que éstos montan caballos con alas.

Ahora los jinetes del espacio procuraban mantenerse lejos de la plataforma que se erigía en el centro de la ciudad. Pero la ciudad era pequeña y para atacarla tenían que ponerse forzosamente al alcance de las ametralladoras.

Erle Raymer por un lado, y Ramírez por el otro, empezaron a dar caza a los insectos con las ametralladoras antiaéreas. No era fácil acertar en aquellos escurridizos diablos que giraban incesantemente lanzando flechas contra las saeteras de las torres y los defensores que, faltos de protección, salían a pecho descubierto de las chozas para arrojar una flecha y esconderse apresuradamente.

El transporte «Breen» y el «jeep» blindado hacían jugar también las ametralladoras de las torretas, derribando alguno que otro enemigo.

—No desperdicien munición —aconsejó Whitney—. Apunten bien y disparen sobre seguro.

Las ametralladoras disparaban en cortas y veloces ráfagas. Cada descarga, por lo regular, derribaba a un saltamontes o al insecto que lo montaba.

Los insectos no tardaron en comprender que tendrían que desmontar si querían acabar con la resistencia de los defensores. Y esto fue lo que hicieron.

—Bueno —suspiró Erle dejando de disparar—. Ahora ya nada podemos hacer por nuestros amigos.

—Algo podemos hacer —contestó Whitney—. Vaya al «Breen» con su amigo Mills y Hernández, bajen a la ciudad y utilícenlo como tanque.

—¡Pero eso debilitará nuestras fuerzas aquí arriba! Pensábamos conservar el «Breen» para el caso que tuviéramos que efectuar una retirada, ¿no es cierto?

—Creo que no va a haber retirada, Raymer. Vamos a ganarles esta batalla a los hombres-insecto. Han desmontado... y esa será su perdición. Procure espantar a los saltamontes. Yo llamaré por radio a Aderk para que acuda con sus tres centurias de pterodáctylus. El enemigo se ha olvidado de ellas, pero yo no.

Erle asintió, llamó a Tony y a Hernández y salió corriendo en dirección al «Breen». McAllister les abrió la portezuela posterior y los tres hombres se colaron en el vehículo cerrando tras sí.

—Vamos a dar una vuelta por ahí —dijo Erle sentándose ante las palancas de dirección—. Coja la ametralladora de la torre. Hernández disparará por la delantera y Tony les llevará la munición.

Erle puso el «Breen» en marcha y, aplastando los cadáveres de los hombres-insecto esparcidos por la explanada, lo condujo por la calle más ancha de la población.

Trepidando calle abajo, el tanque se lanzó sobre medio centenar de hombres-insecto que acababan de desmontar. Las ráfagas de ametralladora barrieron las filas enemigas y pusieron en fuga a los asustados saltamontes.

Arrollando con sus dentadas orugas a los caídos, el tanque avanzó fragorosamente hasta la muralla y dobló a la izquierda para recorrer el camino de ronda que era también bastante ancho. El enemigo había dejado sus monturas en esta calle, atadas a las mismas anillas de la muralla que los yaartitas solían utilizar para sus pterodáctylus. El paso del «Breen» por este camino fue de consecuencias catastróficas para el invasor.

Los aterrorizados saltamontes tiraron de sus ronzales, rompieron muchos de éstos y huyeron batiendo velozmente sus alas. Erle arremetió contra los que no pudieron huir, aplastándolos contra la muralla, empujándolos con la proa y pasando por encima con escalofriante chasquido de cuerpos triturados.

De todas partes llovían flechas sobre las planchas del vehículo. A veces, un hombre-insecto saltaba rechinando furiosamente sobre el techo del tanque y lo golpeaba con un hacha. Hasta que una saeta, disparada con ballesta desde el portal de una casuca o la tronera de una torre, daba cuenta del insecto derribándole en tierra.

En toda la ciudad la lucha había adquirido carácter épico al lanzarse los defensores fuera de sus escondrijos para acometer al enemigo con lanzas y hachas. Los hombres-insecto, enarbolando antorchas, corrían de un lado a otro prendiendo fuego a las chozas. Disparaban flechas con una estopa encendida en la punta contra las saeteras y las recias puertas de los torreones.

Pero este último intento lo pagaban siempre a un alto precio.

Desde las torres, medio asfixiadas por el humo, los ballesteros tendían indefectiblemente a todo el que intentaba acercarse. El alcance de la ballesta era superior al del arco, y la precisión y penetración de sus flechas eran fatales para los hombres-insecto.

De pronto, los «drasgats» de Yaart aparecieron en el aire. Trescientos guerreros montados en gigantescos pterodáctylus, armados de ballestas y de lanzas, se pusieron a volar en círculo sobre la humeante y semiderruida ciudad. Con certera precisión, las saetas abatían dando corcovetas a los saltamontes que todavía quedaban e intentaban evadirse. Los hombres-insecto eran detenidos en plena carrera con una flecha entre los ojos o en mitad del cráneo, atravesado también el flamante casquete de oro...

Sólo un centenar escaso de hombres-insecto consiguió huir pasando entre los pterodáctylus. La inmensa mayoría de los insectos, jinetes y cabalgaduras llevaba más de una flecha clavada en su cuerpo. Pero un saltamontes ni un hombre-insecto no morían a menos de ser heridos en el cerebro.

Al cabo de dos horas de furioso combate, lo que había comenzado en un asalto de los hombres-insecto, se había convertido en una cacería de estos mismos insectos por todo el ámbito de la ciudad. Hasta las mujeres y los niños, luciendo cascos y placas de oro arrebatadas al enemigo, se dedicaban sañudamente a rematar hombres-insecto.

* * *

Antes que la lucha llegara a su fin, el «Breen» acorazado regresó a la ciudadela rodando sobre cadáveres y escombros. Sus tripulantes permanecían en forzosa inactividad después de haber gastado hasta el último cartucho.

Instantes después, Erle Raymer saltaba a tierra y entraba en el quiosco-fortaleza.

—Denos más municiones —dijo al capitán Whitney—. Vamos a volver y a terminar de una vez con esos bichos.

Willard Whitney movió la cabeza sonriendo.

—Deje que los indígenas acaben con el enemigo —dijo—. Las flechas y las lanzas matan con mayor seguridad que las balas. Además, hemos hecho un gasto tremendo de munición y todavía ha de transcurrir algún tiempo antes que podamos proveernos de cartuchos. Si hemos de ir al Ecuador para rescatar nuestra astronave...

—¡Pues claro que tenemos que ir! —exclamó McAllister sonriendo con su cara negra de humo—. Nosotros queremos volver a la Tierra, y ustedes necesitan esa astronave para traer nuevos ingenieros, más máquinas y armas, si quieren colonizar este endiablado planeta.

—Desde luego, queremos. ¿No es cierto, señorita Harlow? —preguntó Erle volviéndose hacia la joven.

Mildred Harlow, masculló algo entre dientes y se alejó saliendo del quiosco.

—Es usted un tonto, señor Raymer —dijo mistress Whitney colgándose del brazo mutilado de su marido—. Usted quiere a esa chica, ¿no es cierto? Pues si desea usted ir al cielo no debe acordarse de los santos solamente cuando truena.

Erle Raymer se quedó meditando un momento Luego sonrió y dijo:

—Ya comprendo.

Y salió de la fortaleza en pos de Mildred Harlow.