CAPÍTULO PRIMERO
MISTER WILLIAMS PEACE se inclinó, tomó un puñado de tierra y la mostró en la palma a su sobrino.
—Magnífica tierra, Erle —confió—. No la hay mejor en todo nuestro viejo planeta Tierra. Con este suelo, este clima y el régimen de lluvias, las cosechas crecerán solas de la noche a la mañana.
Erle Raymer miró distraídamente el puñado de tierra negra y húmeda que le mostraba su tío. Luego se volvió para contemplar el magnífico paisaje que se dominaba desde aquella altura.
Su mente se resistía todavía a creer lo que sus ojos veían. Había ocurrido todo tan rápidamente que no podía acostumbrarse a la idea de hallarse en otro mundo distinto y lejano de aquél en que nació. Solamente una semana atrás todavía se encontraba en el rancho «Las Cruces» de Nuevo Méjico (Estados Unidos) burlándose de las pretensiones de su acaudalado tío.
Y hoy se veía... ¡en Venus!
—¡Venus! ¡Venus! —murmuró Erle entre dientes paseando su mirada sobre el paisaje.
Se encontraban sobre una alta meseta, especie de cornisa de los contrafuertes de una elevada cadena de montañas, tan enormes que llenaban todo el horizonte a sus espaldas... Tan altas, que sus cimas se ocultaban en el techo de nubes que, de un extremo a otro, cubría todo el orbe a unos 3.000 metros sobre las cabezas de los terrícolas.
El paisaje, extendido a los pies de Erle, se entreveía a través de una neblina gris, húmeda y pegajosa, que brotaba a vaharadas de la selva verde y espesa, inacabable y solemne...
He aquí Venus, un planeta de dimensiones análogas a las de la Tierra sólo que un millón de años más joven. Un mundo tropical en el reino del Sol. Un mundo con océanos inmensos e inmensos continentes en donde la Creación ya había encendido mucho tiempo atrás la misteriosa llama de la vida. Parecía un sueño y era realidad. El hombre de la Tierra, prisionero de la fuerza de gravedad de su planeta, había derribado con su ingenio las trabas que le oponía su misma naturaleza para surcar el espacio sideral y realizar la más vieja ambición del género humano: el vuelo hasta las lejanas estrellas.
Como para asegurarse de que no vivía una pesadilla, Erle Raymer se volvió a contemplar la máquina fabulosa que les llevó en sus entrañas a través de cuarenta millones de kilómetros.
Allí estaba la «Astronave», un gigantesco huso metálico de 100 metros de altura, enhiesto y erguido sobre las enormes aletas estabilizadoras que se apoyaban en el piso de roca de la meseta. A unos 15 metros del suelo, o sea aproximadamente a la altura del quinto piso de un rascacielos, se abría una enorme compuerta de la que un grupo de hombres descargaba una pieza de maquinaria con la ayuda de una grúa.
—¡Mucho cuidado, Ted! —gritó mister Williams Peace haciendo bocina con las manos—. ¡De esa pieza depende el alumbrado de nuestra futura colonia!
Ted Martindale, desde la plataforma que formaba la compuerta caída hacia afuera como un puente levadizo, hizo una seña con la mano.
—Es nuestra turbina —explicó mister Peace a su sobrino—. La instalaremos al pie de la cascada. Conectada a su generador producirá suficiente energía eléctrica para una ciudad de cinco mil habitantes con todos sus servicios.
Mister Peace señalaba hacia un acantilado próximo, del cual bajaba formando pequeñas cascadas un riachuelo. Entre el acantilado y la astronave se veía esparcida gran cantidad de material: cajas de madera de todos tamaños, camas, sillas y mesas de campaña, maquinaria agrícola e industrial, un automóvil «jeep», un tractor, un transporte oruga «Breen» y hasta una lancha de duraluminio de 6 metros de longitud del tipo que utilizaban los pontoneros militares. También se veía esparcido gran número de barriles metálicos de gasolina. La expedición llevaba tres días completos descargando el material de la astronave.
Un hombre se acercaba al grupo formado por mister Peace y su sobrino. Este hombre, como el mismo Erle y todos los que se veían moverse en tierra firme o sobre la plataforma del cohete, vestía un ajustado traje de seda de brillante color verde. Este traje sentaba bien al capitán Whitney, que era alto y delgado.
Y también a Erle Raymer, que era más alto y más robusto que el capitán.
—¡Hola, Whitney! —saludó mister Peace con voz ruidosa—. ¿Se ha descargado todo?
—Sí, señor Peace. La turbina es la última pieza que faltaba...
Un estrépito de maderas que se rompían hizo volver rápidamente a los tres hombres hacia la astronave. La enorme jaula de tablones que protegía a la turbina se había destrozado al ser soltada la máquina cuando todavía estaba a un par de metros del suelo.
—¡Martindale, bribón! —chilló mister Peace hecho una furia—. ¿Quieres arruinarme, maldito?
Pero el capataz había desaparecido de la alta plataforma.
—¡Ted! —llamó el archimillonario haciendo bocina con las manos—. ¡Ted!
El capataz del rancho «Las Cruces», donde había sido construida la aeronave, reapareció en la plataforma. Llevaba un fusil ametralladora entre las manos y venía colgándose del cuello un estuche de cuero repleto de cargadores para su arma.
—¡Ted! —gritó mister Peace.
Martindale disparó una corta ráfaga al aire. Las rápidas detonaciones despertaron sonoros ecos en las montañas.
—¿Qué pasa, Ted? —gritó mister Peace.
El capitán Whitney se había erguido alerta llevando su mano izquierda a la pistolera. El capitán era un mutilado de guerra y llevaba una diestra ortopédica. Erle Raymer y mister Peace, que jamás se separaban de sus pistolas ametralladoras, descolgaron éstas de sus hombros y miraron en torno con recelo.
Todos los miembros de la expedición que se encontraban en tierra firme iban armados en previsión a una sorpresa. Cinco días atrás, al aterrizar en la intrincada selva del ecuador venusino, la expedición había sido súbita y violentamente agredida por una muchedumbre de extraños insectos gigantes, los cuales dieron muerte y devoraron a cinco de las seis víctimas de su ataque.
Pero esta vez no eran los insectos quienes atacaban. El enemigo estaba a espaldas de mister Peace y gritó:
—¡Arriba las manos, patrón! No se muevan o les aso a tiros.
Mister Peace, Erle y el capitán Whitney volvieron con rapidez hacia Ted Martindale, el cual les apuntaba con la ametralladora desde lo alto de la plataforma del cohete.
—¡Ted, bribón! —chilló mister Peace—. ¿Qué significa esto?
Un hombre apareció junto a Ted en la alta plataforma. Era Glenbrook, el ingeniero-radar. Glenbrook era el hombre que había estado manejando la maquinilla del cabrestante desde la bodega del cohete. También empuñaba una ametralladora.
—¡Que nadie se mueva... les dominamos muy bien a todos desde aquí arriba! —gritó Glenbrook. Y soltando una carcajada añadió—: ¿Quiere saber lo que esto significa, señor Peace? Sencillamente, que vamos a largarnos con el cohete y el oro que hay a bordo dejándole a usted donde quería estar.
—¡Ramírez... Hernández! —gritó el archimillonario palideciendo—. ¡Detened a ese loco! ¡Hernández!
—No se preocupe por sus mexicanos, señor Peace —gritó Glenbrook burlón desde lo alto de la plataforma. Su voz sarcástica llegaba hasta todos los que se encontraban en tierra paralizados por la sorpresa—. Hernández y Ramírez están a buen recaudo. No pueden hacer nada por usted.
—¡Traidor! —bramó mister Peace dando un paso hacia el cohete—. ¡Me las pagarás! ¡Me...!
La ametralladora de Ted Martindale lanzó una rociada de balas que fueron a clavarse en el suelo a los mismos pies del archimillonario. Mister Peace se detuvo en seco levantando sus ojos azules, cargados de ira, hacia los hombres que estaban en la plataforma.
—No sea tonto, señor Peace —gritó Glenbrook—. No le queda absolutamente ninguna probabilidad de recuperar su cohete. El profesor Dening, Archer y Dodson están con nosotros. Miss Christina Custer también viene con nosotros. Watson, Hernández, Rodríguez, miss Harlow y mistress Whitney son nuestros prisioneros. ¿Usted no querrá que le ocurra nada a su esposa, verdad, capitán?
Mister Peace y Erle se volvieron a mirar a Whitney, el cual había palidecido intensamente.
—¡Pronto, tiren las armas al suelo! —ordenó Glenbrook desde arriba.
Erle miró a su alrededor. Mistress Aronson, junto al hornillo de petróleo donde cocinaba la comida, permanecía muda y como fascinada mirando hacia el cohete. Con ella estaba Tony Mills, espatarrado ante una cazuela llena de patatas mondadas.
Un poco más allá el profesor Clancey y el profesor Hagerman se habían detenido en la operación de transportar una caja de madera hasta la cueva próxima a la cascada. McDermit y McAllister, ingeniero electricista e ingeniero mecánico respectivamente, estaban cerca de la destrozada jaula de la turbina, todavía enganchada al cable de la grúa.
—Creo que es inútil todo intento de resistencia —farfulló Erle—. Ellos están arriba y dominan el único acceso al cohete.
Rezongando una maldición mister Peace arrojó la ametralladora al suelo. Erle le imitó y el capitán Whitney hizo lo propio dejando caer el revólver a sus pies.
—Retrocedan hacia el borde del acantilado —ordenó Glenbrook.
McDermit y McAllister sacaron sus pistolas y apuntaron también con ellas a los tres hombres.
—Muy bien, muchachos —gritó Glenbrook a los ingenieros—. Traed a los demás y ponedlos junto a los otros. No les perdáis de vista mientras desembarcamos a las señoras, a los mexicanos y a ese estúpido de Watson.
—¡Cobardes! —masculló mister Peace—. Debí figurarme...
Pero se interrumpió porque en realidad no tenía nada que reprocharse. Conocedor de la debilidad humana había estado temiendo una cosa así desde que cinco días atrás descubrieron un filón de oro al proceder a abrir una tumba para los restos del profesor Harlow, el señor Aronson y uno de los vaqueros mexicanos, víctimas todos ellos de los hombres insecto.
El oro, casi una tonelada, se encontraba a bordo de la astronave. Mister Peace se había preocupado de tener ocupados en tierra a la mitad de los que le inspiraban menos confianza: Hagerman, McAllister y McDermit. Para vigilar a Glenbrook y a los pilotos dejó en el cohete a su ayuda de cámara, a las mujeres y a sus dos vaqueros mexicanos con su capataz, Martindale, todos los cuales eran de su absoluta confianza. Pero Martindale...
—¡Nos ha jorobado el bueno de Martindale! —murmuró Erle saliendo a la delantera de las amargas reflexiones de su tío.
Se dejó oír un apagado zumbido. La pila atómica de la astronave acababa de ponerse en marcha. Mister Peace cruzó una mirada con su sobrino.
—No tiene por qué asustarse, señor Peace —dijo McAllister que había quedado apuntándoles con el revólver—. Al fin está usted donde quería estar. No le faltarán oportunidades de jugar a colonizador, pues aquí queda usted con sus arados, su tractor y toda la impedimenta necesaria para formar una colonia. Incluso tiene mujeres jóvenes y bonitas para empezar a poblar este mundo...
—¡Cállese, idiota! —refunfuñó el archimillonario—. No quiera dárselas de gracioso.
McDermit vino llevando ante él a mistress Aronson, Tony Mills, el profesor Hagerman y el profesor Clancey. Clancey guardaba una actitud tranquila y serena, un poco fatalista quizás. Hagerman, en cambio, todo era mirar asustado de los ingenieros al cohete interplanetario. Temblaba todo él de pies a cabeza y dijo:
—¿No irán ustedes a dejarme abandonado en Venus, verdad?
—¿Por qué no? —contestó McAllister con ironía—. No se van a morir de hambre. Tienen ustedes provisiones para más de un año, y también trigo, maíz, cebada y simiente para procurarse comida durante siglos.
—¡Yo no quiero vivir aquí! —chilló Hagerman histéricamente—. No es justo que me abandonen en este horrible mundo, siendo así que yo hubiera estado del lado de ustedes si llegan a decirme lo que se proponían hacer.
—No lo dudamos, Hagerman —contestó McDermit gravemente—. Pero comprenda usted; cuantos menos seamos a repartir el botín tanto mayor será la parte que nos corresponda.
—¡Yo no quiero oro! —exclamó Hagerman retorciéndose las manos—. Renuncio a mi parte... ¡sólo quiero que me lleven con ustedes a la Tierra!
—¡Oh, claro! También estos señores renunciarían de buena gana a su parte en el tesoro a cambio de un pasaje de vuelta hasta la Tierra. Incluso al señor Peace, que aspiraba a formar un imperio para él solo en Venus le gustaría regresar a la Tierra. Pero nosotros no podemos correr ese riesgo. Una vez en los Estados Unidos olvidarían este favor y querrían tener su parte en el tesoro... darían cuenta a la Policía... No, no. Se quedarán ustedes aquí.
—¡Pero si ustedes se llevan la astronave jamás podremos regresar a nuestro mundo! —gimió el bioquímico con expresión de terror en la mirada—. ¡Quedaremos prisioneros en Venus hasta la eternidad! ¡No pueden hacer eso! Dios mío, no pueden hacerlo... no, no...
—¡Cállese de una vez, Hagerman! —exclamó mister Peace con aspereza—. Está usted haciendo el ridículo. Sus lágrimas no moverán a compasión a estos canallas. Para ellos no hay nada tan importante como su oro. Puede dar gracias a que esto haya ocurrido aquí, pues de ser en el viaje de regreso ninguno de nosotros hubiera llegado vivo a la Tierra.
McAllister miró sombríamente al archimillonario, pero no pronunció palabra. En lo alto de la plataforma habían aparecido Watson, Ramírez y Hernández. Un gran cesto de mimbre, pendiente del cable de la grúa, les depositó en el suelo bajo la atenta mirada de Martindale, que permanecía de pie en la plataforma.
McDermit, que había recogido la ametralladora de Erle, les escoltó hasta donde estaba el grupo de mister Peace. Watson conservaba su imperturbable flema británica, en tanto los mexicanos mascullaban amenazas y juramentos.
Al llegar hasta su «patrón» los dos vaqueros intentaron a la vez explicar lo ocurrido, mezclando sus palabras y maldiciones de tal forma que no había manera de entenderles.
—Dejadlo estar —refunfuñó mister Peace atajándoles con un ademán—. No importa cómo fue. El caso es que os dejasteis sorprender.
—¿Quién iba a pensar una porquería así de Martindale? —protestó Ramírez.
El mismo cesto de mimbre hizo otro viaje depositando en tierra a mistress Whitney y a la señorita Mildred Harlow. En el intervalo, el zumbido de la turbina de la astronave, accionada por el vapor que levantaba una caldera atómica, había aumentado en potencia anunciando con ello que las dínamos estaban generando bastante energía para hacer despegar al cohete.
—Pónganse en fila con los demás, y no se muevan —ordenó McAllister a las dos mujeres.
Desde la plataforma, Martindale hizo una seña a alguien que estaba dentro de la astronave. El cesto de mimbre empezó a subir velozmente.
—¡Eh, alto! ¡Esperen! —gritó McDermit dando un brinco de sorpresa y echando a correr hacia el cohete.
—¡Aguarden... eh, que faltamos nosotros! —gritó McAllister a su vez lanzándose a la carrera en persecución del cesto.
De las alturas llegó una carcajada burlona.
—¡Adiós, bobalicones! —gritó Martindale.
Los dos ingenieros todavía alcanzaron a tocar el fondo del cesto con las puntas de los dedos. Luego se quedaron un instante como alelados, viendo al cesto que se elevaba rápidamente por encima de sus cabezas hacia la plataforma que ya no podían alcanzar.
—¡Sucios... perros... traidores! —aulló McDermit en un estallido de rabia. Y echándose la ametralladora a la cara rompió a disparar furiosamente contra la plataforma.
Ted Martindale se apresuró a ponerse a salvo metiéndose de un salto dentro de la aeronave.
—¡Traidores, traidores... traidores! —gritaba McDermit acompañando cada rugido de una descarga de ametralladora.
Si la situación no hubiera sido tan dramática Erle Raymer se habría echado a reír de buena gana viendo la furia de los traidores burlados. En estas circunstancias, sin embargo, Erle no podía reír y se limitó a hacer una mueca amarga.
Se escuchó un fuerte crujido. La gigantesca mole de la aeronave se ponía en movimiento con una especie de desperezo metálico.
—¡Deténganse, maldito sea! —chilló McDermit.
Pero el cohete no se detuvo sino que lenta, pausadamente, empezó a levantarse del suelo como si, aligerada de su enorme peso, fuera impulsada hacia arriba por un gas más ligero que el aire. En realidad era un campo de fuerza electromagnética quien le hacía separarse de tierra.
En un movimiento instintivo y simultáneo los dos granujas chasqueados corrieron para asirse a las hélices tripalas que la aeronave llevaba a popa. Pero la misma convicción de su impotencia les hizo detenerse y retroceder un poco mientras los robustos estabilizadores del cohete, deslizándose ante sus ojos, ascendían poniéndose fuera de su alcance...
Hubo una larga y dramática pausa mientras la máquina, elevándose majestuosamente en el aire, perdía su aspecto imponente a medida que se alejaba entre la brumosa atmósfera venusina. Mudos, con expresión de desencanto, el grupo que se encontraba en el suelo siguió con la mirada el vuelo lento y seguro del aparato hasta que éste, haciéndose borroso a través de la niebla, alcanzó el techo de nubes y desapareció silenciosamente. Sólo entonces apearon la mirada del cielo para contemplarse unos a otros con expresión desolada.
Mudo, pálido y sombrío, Domingo Hernández recogió del suelo el revólver del capitán Whitney y echó a andar en dirección a McAllister y McDermit.
—¡Domingo! —llamó mister Peace.
El mexicano se detuvo, aunque no volvió la cara.
—Vuelve acá —le ordenó mister Peace.
—Déjeme pegarles un tiro a cada uno, patrón —rogó el vaquero en español—. ¿Para qué queremos alimañas como éstas entre nosotros?
Los dos ingenieros contemplaron al mexicano con ojos espantados. Ambos conservaban sus armas en las manos, pero el miedo les había paralizado los dedos. Sabían que el vaquero era infalible con un Colt en la mano a 20 pasos.
—Déjales, Domingo —ordenó mister Peace con voz persuasiva—. Ahora somos compañeros en la misma desgracia. En adelante vamos a necesitarnos unos a otros si queremos sobrevivir. ¿Comprendes?
El mexicano contempló sombríamente a los dos hombres. Luego soltó un gruñido volviendo remolonamente junto a su patrón.
—¡Muy bien, señor Peace! —exclamó el profesor Hagerman saltando ante el archimillonario—. Ya estamos donde usted quería. ¡Somos robinsones en Venus! ¿Y ahora qué?