CAPÍTULO V

CON EL CORAZÓN paralizado por la angustia, Erle Raymer volvió los ojos hacia el empinado talud. Los vehículos estaban salvando la parte más difícil del camino, pero todavía les quedaba una buena distancia por recorrer antes de ponerse a salvo entre la espesura de la selva, próxima a donde el «jeep» se había detenido.

Sus compañeros, al parecer, no habían visto aún el peligro que se acercaba por el norte. Erle agarró la ametralladora dispuesto a lanzar una descarga que llamara su atención.

—¡Mira, Erle... al sur! —le gritó Tony Mills señalando.

Erle miró en aquella dirección viendo otra compacta nube de puntos oscuros que surcaba el espacio en dirección al norte.

—¡Más insectos! —gimió la señora Aronson—. ¡Dios mío, estamos perdidos!

Una sospecha penetró como un rayo de luz en el cerebro de Erle. En el salpicadero del coche había un estante con unos prismáticos. Erle los tomó apresuradamente y los asestó contra los objetos voladores que llegaban del sur. No eran saltamontes gigantes montados por hombres-insecto, sino seres humanos cabalgando intrépidamente en los robustos cuellos de monstruosos «pterodáctylus». El vuelo del pterodáctylus se distinguía perfectamente del de los saltamontes por ser más lento y más torpe.

—Las fuerzas que llegaban por el sur son pterodáctylus —dijo Erle volviendo los prismáticos hacia el lado contrario—. Las del norte son insectos.

—¡Avanzan los unos hacia los otros! —exclamó el profesor Hagerman.

—Van a encontrarse aproximadamente por encima de nosotros —chilló Tony Mills, pálido como un cadáver.

El tractor oruga y el «Breen» se habían detenido en mitad de la pendiente. Erle vio al capitán Whitney que saltaba hacia la ametralladora antiaérea del «Breen» y a los demás miembros de la expedición prepararse para rechazar el inminente ataque aéreo.

Al ser parados los motores, Erle pudo escuchar perfectamente las voces de sus excitados compañeros y entre éstos la de su tío Williams que gritaba:

—¡No dispare, Whitney... espere! ¡Hay otra partida de gente que llega por el sur... parecen pterodáctylus!

Las dos bandadas de bestias voladoras debían haberse descubierto mutuamente, porque ahora marchaban decididamente la una contra la otra.

—¡Va a haber un encuentro aéreo! —exclamó Erle—. Eso puede favorecernos... darnos tiempo para llegar hasta la selva mientras ellos luchan.

Pterodáctylus y saltamontes avanzaban decididamente hacia un encuentro que iba a tener lugar aproximadamente a la altura de la expedición terrícola. No tardaron en escucharse gritos humanos mezclados con el lejano chirrido de los hombres-insecto.

Las dos bandas adoptaron algo parecido a una formación de combate y se lanzaron furiosamente una contra otra. El número de ambos contendientes era aproximadamente igual; alrededor de unos trescientos por bando. Pero la ventaja estaba a favor de los insectos. Los saltamontes volaban más aprisa y eran al parecer más ágiles que los pterodáctylus. Además, y debido a su particular naturaleza, tanto los hombres-insecto como sus monturas, podían seguir luchando después de recibir heridas que dejarían fuera de combate a los hombres y a sus reptiles voladores.

Unos segundos antes de producirse el choque, hombres e insectos cambiaron una nube de flechas. Una docena de saltamontes y alrededor de una veintena de pterodáctylus cayeron dando volteretas con flechas clavadas en los ojos. Con ellos cayeron sus jinetes. Todos fueron a parar cerca de donde Erle se encontraba con el «jeep», desapareciendo entre las copas de los árboles.

En aquel momento, pterodáctylus y saltamontes entraban en colisión. Lo que hicieron en realidad fue pasar unos entre otros como un peine a través de otro peine.

Los luchadores se arrojaron una nube de jabalinas al paso, lo cual produjo el derrumbe de otro par de docenas de pterodáctylus y saltamontes.

Después de aquella primera y espectacular embestida, la formación se rompió dando comienzo a un verdadero combate aéreo de hombre contra hombre. En el resultado de la lucha intervenía diversidad de factores, tales como la velocidad, agilidad y docilidad de las monturas, y el valor personal, la destreza en el manejo de las armas y el dominio de su montura en los hombres.

Con ojos fascinados por la originalidad de aquel encuentro seguían los terrícolas las incidencias de la lucha. Erle observó que la ventaja que automáticamente había atribuido a los insectos, era solamente relativa. Los saltamontes eran mucho más invulnerables que los pterodáctylus, pero en la lucha desempeñaban un papel pasivo.

Los pterodáctylus, constituidos de carne y hueso, eran más vulnerables, pero en cambio participaban en la lucha. Sus mandíbulas armadas de dientes arrancaban de un morisco las cabezas o los brazos de los hombres-insecto que se ponían a su alcance. Con las afiladas garras del ángulo de sus alas de murciélago rasgaban al paso las frágiles alas de sus contrincantes, los saltamontes.

Dando muestras de particular destreza, insectos y hombres humanos giraban en torbellino unos alrededor de otros arrojándose flechas. Continuamente había hombres, reptiles o insectos cayendo desde las alturas al suelo en medio de una lluvia de saetas.

El ronquido de los motores arrancó a Erle de la contemplación de aquella sin igual batalla. El tractor y el transporte «Breen» reanudaron la marcha talud abajo.

Mientras los vehículos descendían, el combate aéreo proseguía. Pero los contendientes se habían desparramado en un gran espacio formando parejas que peleaban sañudamente entre sí hasta que uno de los dos derribaba al otro. Entonces, el vencedor tomaba las riendas de su alada montura y marchaba en ayuda de algún compañero.

—Los indígenas están llevando la peor parte —hizo observar el profesor Hagerman—. Tenía que suceder así, ya que un insecto no muere enseguida, y se salva la mayor parte de las veces, si se le hiere en el cuerpo. Eso sin contar que una flecha que no lleve mucha fuerza no puede atravesar la envoltura dura exterior que constituye el esqueleto en los insectos.

—Espero que la batalla dure hasta que nos hayamos internado en la selva —murmuró Erle.

Unos minutos más tarde, el tractor y el «Breen» alcanzaban al «jeep». Los combatientes se habían alejado mucho luchando hacia el sur.

Los que llegaban y los que aguardaban se reunieron en breve conciliábulo.

—Debemos marchar hacia el sur —dijo mister Peace—. Las fuerzas indígenas llegaron en aquella dirección. Probablemente hay otra ciudad tierra adentro.

—Alguien debiera coger el volante del «jeep» para que yo pueda manejar la ametralladora —dijo Erle—. El profesor Hagerman dice que probablemente tropezaremos con hombres-insectos de los derribados en el combate aéreo. Dice que esos bichos no tienen un esqueleto como el nuestro y por lo tanto pueden salir indemnes de caídas que serían mortales para nosotros.

—Yo guiaré el coche —contestó el archimillonario—. Hagerman y Mills pueden subir en el remolque del tractor. ¡Vamos, no hay tiempo que perder!

Los hombres corrieron a encaramarse en el «Breen» y en los remolques. El «jeep» abrió la marcha llevando a mister Peace al volante, a mistress Aronson por pasajero y a Erle de pie junto a la ametralladora en el puesto trasero.

La caravana se internó lentamente en la eterna noche verde de la selva. Los árboles, de una corpulencia extraordinaria, elevaban sus frondosas copas hasta 50 metros de altura. Helechos, palmeras y arbustos crecían entre los árboles disputándose cada palmo de terreno fértil y rezumante de humedad.

Mister Williams Peace escogía el camino más fácil eludiendo los árboles mayores y arrollando intrépidamente los tiernos helechos y los matorrales. Toda la caravana avanzaba serpenteando entre los troncos gigantescos, envuelta en el zumbido de sus propios motores y de un continuo fragor de ramas rotas y hojas violentamente removidas.

—Temo que no vayamos a llegar muy lejos por este camino —dijo mister Peace deteniendo el automóvil ante un espadañal de aspecto impenetrable.

—El tractor debiera marchar delante abriendo paso y nosotros ir a retaguardia remolcando el carro del tractor —insinuó Erle.

Su tío opinó de idéntica manera e hizo que el corpulento tractor oruga desenganchara su remolque, pasando a ocupar el puesto de vanguardia. McAllister, familiarizado con toda clase de vehículos, conducía aquel imponente mastodonte.

El tractor, con el ingeniero encaramado en el alto pescante y Hernández a su lado empuñando un lanzallamas, se puso al frente de la caravana hendiendo con ímpetu cuanto se oponía a su gigantesco radiador, protegido por fuertes barras de acero.

En pos del tractor marchaba el transporte «Breen», igualmente provisto de cremalleras y de un potente motor, tirando de un remolque. El «jeep» iba detrás sobre las rodaduras de los dos poderosos vehículos tirando del último carro-remolque.

La marcha se hizo ahora más rápida y regular. Los expedicionarios, desde los vehículos, vigilaban en todas direcciones con las armas listas para entrar en acción.

En la cabeza de la columna se produjo cierta alarma al tropezar con un gigantesco saltamontes herido en el curso de la batalla aérea. Pero el insecto, pese a su tamaño, era completamente inofensivo. Y su jinete, si se encontraba cerca y con vida, no se dejó ver por parte alguna.

La caravana siguió adelante bajo la pensativa mirada del saltamontes y poco después, inesperadamente, salía a una pista que cruzaba su ruta en dirección norte-sur.

En el suelo fangoso de la pista se apreciaban las inconfundibles huellas del paso reciente de unos vehículos provistos de ruedas muy anchas, mezcladas con las de pezuñas de animales que debieron arrastrarlos.

Erle y su tío echaron pie a tierra y corrieron hasta la cabeza de la columna para ver las huellas que Hernández anunciaba a gritos.

La contemplación de las rodadas llenó al viejo ranchero de profunda alegría.

—¡Magnífico! —exclamó—. Nuestros amigos los indígenas están más civilizados que lo que yo creía. Conocen el uso de la rueda, han construido carros y han domesticado animales para que tiren de ellos, según se desprende de estas huellas.

—No son pisadas de caballo, patrón —hizo notar Ramírez—. Parecen más bien de gato.

—De un gato muy corpulento —añadió el archimillonario—. Más grande que una pantera uncidos en parejas a los carros.

—Pasaron recientemente por aquí y marchaban en dirección norte-sur —dijo el vaquero.

—Vamos a seguir nosotros también esa dirección —dijo mister Peace—. Volveremos a enganchar el remolque al tractor y el «jeep» abrirá la marcha. No podría arrastrar el remolque en un terreno tan embarrado.

La excitación dominaba a los expedicionarios mientras se efectuaban aquellos cambios. Se esperaba encontrar una ciudad al término de aquel camino. Una población implicaba la presencia de seres humanos y, si lograban la amistad de éstos, una protección contra el doble peligro de la selva y los hombres-insecto.

Se reanudó la marcha con el automóvil «jeep» a la cabeza de la columna. La pista, aunque fangosa y resbaladiza, era infinitamente mejor que la selva virgen e intrincada. El «Breen» y el tractor rodaban bien por aquel camino, gracias a sus anchas orugas metálicas. El «jeep» era un vehículo ligero, provisto de un motor de 60 caballos con tracción a las cuatro ruedas, especialmente construido para terrenos difíciles y cenagosos.

Apenas llevaban recorridos un par de kilómetros de la nueva pista cuando encontraron tendido en mitad de ella un hombre-insecto que tenía una flecha clavada en un ojo. El monstruo estaba muerto. Mister Peace le apartó a un lado, le quitó el casco y la lámina de oro y regresó al «jeep».

—¿Saben lo que estoy pensando? —dijo mientras ponía nuevamente en marcha el automóvil—. La coquetería que impulsa al hombre-insecto a adornarse con casco y láminas de oro sellará fatalmente su total exterminio. Algún día, cuando los viajes interplanetarios sean cosa corriente, en la Tierra se sabrá que aquí en Venus hay una especie de bicho inteligente que se adorna con casco de oro puro. Y entonces caerá sobre Venus un ejército de locos, desesperados y aventureros, dispuestos a dar caza al hombre-insecto incluso en las mortales selvas...

Mister Williams Peace, que llevaba la vista fija en el camino, se interrumpió pisando los frenos con tal brusquedad que casi derribó a Erle sobre sus hombros.

—¿Qué demonios pasa ahora? —refunfuñó Erle agarrándose con fuerza al soporte de la ametralladora.

Mister Peace metió rápidamente la marcha atrás e hizo recular el automóvil hasta el lugar donde había empezado a frenar.

—Miren eso —señaló inmovilizando el cochecillo—. Creía que la vista me engañaba, pero ahí está.

Erle miró el piso húmedo de la pista viendo marcada en él la profunda impresión de una garra gigantesca, mucho más grande que la del mayor elefante de la Tierra.

Mister Peace saltó ágilmente a tierra para inclinarse sobre la huella. Erle le imitó mientras de los vehículos que se detenían detrás surgía un coro de ansiosas preguntas.

—¿Quiere venir a ver esto, Hagerman? —gritó el ranchero.

No sólo Hagerman, sino también varios hombres más se acercaron. Ramírez, entre ellos, dejó escapar un largo silbido viendo aquella impresión desmesurada.

—Esto no lo hizo un canario —aseguró.

—¿Qué dice usted, Hagerman? —preguntó mister Peace.

Hagerman miró receloso a uno y otro lado del sendero antes de contestar:

—Supongo que quiere usted saber a qué animal pertenece esta pisada —murmuró.

—Me gustaría saberlo, si fuera posible.

—No puedo decirlo con exactitud. Existieron allá en la Tierra por la misma época que atraviesa Venus, varias especies de dinosauros capaces de dejar huellas parecidas a ésta. Un «iguanodon», un «diplodoco»» o quizás un «ATLANTOSAURUS» pudieron haber pasado por aquí... Lo mismo podría tratarse de la pisada de alguna otra especie de la que no tenemos conocimiento en la Tierra, si bien es evidente que, cualquiera sea su forma, pertenece a la familia de los dinosauros o reptiles gigantes.

—Recuerdo haber visto el esqueleto del Atlantosaurus del Colorado —dijo el profesor Clancey—. Medía treinta metros de largo por nueve de alto. Las especies de Venus son algo mayores que las terrícolas según sabemos, quizás debido a que la fuerza de gravedad de Venus es ligeramente inferior4.

—Pues quienquiera que fuese el animalito, no hace ni una hora que cruzó la senda —aseveró Ramírez después de examinar y tocar la huella.

—¿Eran peligrosos los reptiles gigantes de la Era Secundaria, profesor Hagerman? —preguntó el capitán Whitney.

A lo que Hagerman contestó:

—¿Cómo quiere que lo sepa? El hombre no había nacido aún para dejar un relato del carácter de aquellas bestias. Personalmente preferiría no tropezarme con una de ellas.

—Naturalmente, adoptaremos precauciones —dijo mister Peace—. ¿Qué arma estima más eficaz para pararle los pies a un animal que mide quizás cincuenta metros de largo por quince de alto, capitán Whitney?

—El lanzallamas es un arma eficaz contra cualquier enemigo, sea hombre o animal —contestó Whitney—. También uno de nuestros bazookas sería de efectos mortíferos para un dinosauro, aun cuando se tratara de un dinosauro acorazado.

—¿Hemos traído algún bazooka?

—Desde luego. Puse un par de ellos a mano previendo esta contingencia. Hace días que oigo hablar de lagartos gigantescos.

—Bueno. Traiga uno de esos bazookas al «jeep». La señora Aronson pasará al transporte «Breen» con las demás mujeres. Vuelva cada uno a su puesto.

Los hombres regresaron a sus vehículos para explicar a los demás lo que ocurría. Hubo una breve espera con los motores en marcha, mientras el capitán Whitney y Hernández llevaban hasta el «jeep» un largo tubo hueco (el bozooka) y dos cajas con granadas-cohete.

Whitney sustituyó a la señora Aronson en el asiento anterior, abatió el parabrisas y depositó el bazooka sobre el capó del motor.

—Tenga estas granadas, Raymer —dijo—. Si nos vemos en la necesidad de usar este bazooka yo me lo pondré horizontal sobre el hombro y usted introducirá una granada cada vez por la boca de atrás.

La columna reanudó la marcha, vadeó un arroyo que bajaba de las montañas de la derecha y siguió adelante por la pista en pos de la rodada de los carros que le habían precedido.

La oscuridad bajo la verde techumbre de la selva aumentó a tal extremo que obligó a mister Peace a encender los faros del automóvil. En la sofocante atmósfera cargada de electricidad se presentía una de aquellas súbitas y violentas tempestades características de Venus.

Se escuchó el lejano y bronco retumbar de un trueno. El lívido fulgor de los relámpagos se infiltró a través de la apretada vegetación. Parecía noche oscura, y todavía no era el mediodía. Los expedicionarios se endosaron sus livianos impermeables de celofán.

Violentas rachas de viento agitaron las copas de los árboles, produciendo un ensordecedor rumor de hojas removidas. De vez en cuando saltaban ante los faros del automóvil, cruzando con rapidez el sendero, extraños ejemplares de una fauna particular, extinta en la Tierra hacía muchos millones de años.

La tormenta se acercó con rapidez acompañada de pavorosos truenos y relámpagos. Se escuchó un estruendo como de una formidable descarga de perdigones contra la copa de los árboles, y enseguida empezó a llover...

Ninguna tormenta de la Tierra podía compararse en violencia a las más pequeñas del planeta Venus. El agua que caía aquí en auténticas cataratas, en chorros tan espesos que apenas si uno encontraba aire para respirar.

La columna se detuvo y los expedicionarios aguardaron acurrucados en los vehículos y sobre los remolques a que pasase el diluvio.

Al cabo de quince minutos la lluvia empezó a disminuir, en tanto se alejaban los truenos como una escuadra de grandes acorazados disparando incesantemente sus monstruosos cañones. El suelo de la selva quedó inundado bajo 40 centímetros de agua.

—Debimos prever esto y traer camiones anfibios —refunfuñó mister Peace.

Whitney sonrió por debajo del capuchón de su impermeable.

—Los camiones anfibios son muy buenos para vadear ríos, pero no hubiéramos andado muy lejos en...

Un extraño sonido, mezcla de trueno y escape de vapor de una locomotora estremeció la selva.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Erle saltando en pie.

—Será un trueno —murmuró el capitán.

—No es un trueno. Ha roncado aquí cerca... ¡escuchen!

De nuevo el extraño rugido sibilante se difundió por la jungla. De pronto se escuchó un ruido como de grandes ramas que se rompían, retumbó un bramido espeluznante y la costra del suelo tembló como al paso de un regimiento de caballería lanzado en furiosa carga.

El estruendo sonaba muy cerca de la pista donde la columna se había inmovilizado. A juzgar por los rugidos y el fragor de ramas que se rompían se trataba de dos grandes fieras luchando entre sí.

—¡Dinosauros! —gritó Erle. Y su grito no sólo erizó los cabellos de sus compañeros, sino que puso de punta los suyos propios en tanto un estremecimiento de frío le recorría la espina dorsal.

Las negras nubes tormentosas, al alejarse, parecían haberse llevado consigo gran parte de las brumas en constante suspensión en el espacio. La luz, bajo la selva, era ahora incluso más potente que en condiciones normales.

De pronto las espesuras se abrieron en medio de un seco chasquido de tallos y ramas aplastadas. Un árbol cayó de través en el inundado sendero y una mole gigantesca salió rodando profiriendo aterradores rugidos.