CAPÍTULO VI

UN MONSTRUOSO IGUANODONTE irrumpió de las espesuras entrando de lleno bajo la blanca luz de los faros del automóvil. Andaba derecho sobre sus dos patas traseras, arrastrando tras sí una cola corta y extraordinariamente robusta, parecida a la de un canguro.

Desde la altura de una casa de dos pisos, los ojos del iguanodonte implantados en un cráneo aplanado, se volvieron a mirar a la brillante luz de los faros. Este momento de distracción fue aprovechado por el segundo monstruo para enderezarse y atacar al fascinado iguanodonte.

Este segundo monstruo no era quizás tan gigantesco como el iguanodonte, si bien era más horripilante y estaba según todas las características mejor dotado para una lucha cuerpo a cuerpo.

De cuerpo alargado, provisto de mandíbulas de caimán, tenía una cresta ósea dorsal que se prolongaba hasta el extremo de una cola desmesuradamente larga. Dando un salto prodigioso para su tamaño y su aparente pesadez, este monstruo se lanzó con las fauces abiertas en busca del cuello del iguanodonte.

El cuello del iguanodonte estaba demasiado alto y las mandíbulas se cerraron en el aire con un chasquido seco y espeluznante. Un segundo después, ambas bestias rodaban en mortal abrazo aplastando malezas y derribando arbolillos a su paso.

—¡Atrás, atrás! —gritó el capitán Whitney.

Mister Williams Peace pisó el botón de la puesta en marcha eléctrica pero el motor no arrancó.

Mientras tanto y en las incidencias de la lucha, las dos bestias antidiluvianas rodaban hacia el «jeep» amenazando aplastarle junto con sus tripulantes.

Erle empuñó la pesada ametralladora, apretó el gatillo y lanzó contra las fieras un chorro de proyectiles. La escamosa cola del cocodrilo gigante latigueó en el aire, cogió al automóvil de costado y lo lanzó a cinco metros de distancia.

Erle Raymer se vio surcando el espacio y cayendo a continuación en el agua que cubría el suelo de la selva. Todo su terror se transformó en una especie de furor vengativo. Se puso en pie escupiendo un chorro de agua cenagosa y lanzó una maldición.

Los dos monstruos rodaban ahora hacia la izquierda soltando espantosos resoplidos. De los tractores detenidos un poco más atrás llegaban gritos y tabletear de ametralladoras.

El «jeep» había quedado volcado encima de las piernas del capitán Whitney, el cual hacía desesperados esfuerzos por mantener la cabeza fuera del agua.

Erle y su tío Williams corrieron al mismo tiempo hacia el vehículo.

Mister Peace asió al capitán por los sobacos y tiró de él mientras Erle empujaba el coche. Pero el automóvil no se movió.

—¡Ayúdame, tío! —gritó Erle.

Mister Peace abandonó al capitán y empujó el «jeep». Hernández llegó chapoteando con un lanzallamas a la espalda y unió sus fuerzas a las de tío y sobrino.

El «jeep» volteó, quedó derecho y Whitney se incorporó tosiendo y arrojando agua por nariz y boca. Hernández le ayudó. El bramido de los dinosauros ahogaba ahora todos los ruidos. Volvían a rodar por el agua cenagosa en dirección al convoy detenido en medio de la trocha. La luz de los faros cabrilleaba sobre la húmeda rugosidad de sus pieles.

—¡Ese lanzallamas, Domingo! —gritó Erle—. ¡Rocíales para que huyan de aquí!

El mexicano vaciló un instante y salió chapoteando al encuentro de los monstruos. Una cola escamosa latigueaba en el agua alzando salpicaduras en todas direcciones. Hernández enfiló la manguera contra los dinosauros.

Un chorro ígneo brotó de la manguera, trazó un bello arco en el aire y cayó sobre los monstruos. Las llamas envolvieron a los dinosauros y flotaron sobre el agua levantándose como una cortina entre la caravana y los luchadores.

Lanzando ensordecedores bramidos los dinosauros se separaron. El iguanodonte, que sólo había recibido ligeras quemaduras, huyó entre los árboles con el lomo humeando como un dragón mitológico. Pero el otro monstruo, que había recibido de lleno el roción del lanzallamas, se quedó allí lanzando espantosos bufidos, revolcándose en el fango y el fuego poseído de furia demoníaca.

Hernández retrocedió intimidado por aquella cola latigueante. Además, el fuego se escampaba sobre el agua amenazando con alcanzar también a los vehículos.

—¡Hay que matar a esa bestia o nos destrozará! —chilló mister Peace dando saltos de excitación.

McDermit venía chapoteando con un «bazooka» bajo el brazo. Le seguía Watson con una maleta de granadas. Todos los miembros de la expedición excepto Erle Raymer y Tony Mills habían sido instruidos por el capitán Whitney en el manejo de todas las armas que figuraban en el arsenal de la expedición.

McDermit se detuvo al llegar a la altura del «jeep», hincó una rodilla en tierra y se echó el largo tubo sobre el hombro derecho. Watson extrajo una granada de la maleta y la introdujo por la boca posterior del tubo.

El dinosauro giraba sobre sí mismo mostrando alternativamente la blancura amarillenta de su panza y la cresta ósea de su dorso. McDermit apuntó y disparó.

El proyectil cohete abandonó el tubo de acero dejando tras sí un ígneo penacho de muerte y explotó contra el blanco vientre del monstruo.

Hubo una intensa llamarada acompañada de una fuerte detonación. Volaron serpenteantes vísceras del monstruo a través de las llamas.

Todas las furias del averno parecieron caer entonces en aquel rincón de la selva. El dinosauro abrió desmesuradamente sus espantosas fauces, lanzó un aterrador rugido y, arrastrándose sobre sus propias vísceras, se lanzó con furia ciega contra los vehículos terrestres.

Con los cabellos de punta, paralizado por el terror, Erle Raymer se quedó mirando aquella mole que avanzaba con la impetuosidad de un tanque. De los vehículos y los remolques empezaron a saltar hombres y mujeres lanzando gritos de terror.

Obedeciendo sin duda a un impulso instintivo, Hernández apretó el gatillo del lanzallamas arrojando un chorro de fuego contra el hocico del monstruo. El dinosauro se detuvo en seco encabritándose como un caballo mientras sus garras azotaban furiosamente en el aire.

Al resplandor de las llamas, Erle vio a Watson introduciendo un proyectil cohete en el bazooka.

—¡Ya!

McDermit disparó y la granada, después de una corta trayectoria, se introdujo por las fauces abiertas del dinosauro pegando contra el paladar de la bestia... La explosión fue terrible. El cráneo del monstruo saltó en pedazos en mitad de una deslumbrante llamarada y la gigantesca masa del reptil, después de saltar convulsamente en el aire, chapoteó pesadamente en el agua quedando instantáneamente inmóvil.

Ahora, la última rociada del lanzallamas se extendía nuevamente sobre la superficie del agua amenazando alcanzar a los expedicionarios.

—¡El «jeep»! —gritó mister Peace—. ¡Hay que salvar el «jeep»!

Cinco pares de manos nervudas agarraron el cochecillo y lo empujaron hacia donde estaba el tractor, el cual estaba haciendo marcha atrás. Las llamas continuaron avanzando lentamente sobre la superficie del agua. Luego se detuvieron y empezaron a retroceder y apagarse.

—¡Diantre! —exclamó Erle soltando un suspiro de alivio—. Jamás me las vi tan negras. Esa rociada del lanzallamas fue realmente providencial.

—Sí —dijo mister Peace—. Domingo se portó muy bien... y también McDermit. Ese bazucazo casi le exime de la jugarreta que nos gastó al intentar huir con la astronave.

El ingeniero electricista bajó los ojos avergonzado.

—No hemos desayunado todavía —dijo mister Peace con cierto apresuramiento, como arrepentido de haber suscitado la cuestión—. Podemos comer algo mientras esperamos a que desciendan las aguas.

Una hora más tarde el agua había desaparecido y la columna se ponía nuevamente en marcha dando un pequeño rodeo en torno al cadáver del gigantesco dinosauro. La gruesa capa de mantillo que cubría el suelo rezumaba agua al ser pisada por los vehículos.

La lluvia, al trasladar despojos de materias orgánicas de un punto a otro, había borrado en ciertos puntos las señales de las llantas de los carros. Pero en otros, donde el arrastre de las aguas había descarnado el terreno, las rodaduras aparecían claramente incluso en la peña, evidenciando un tránsito de largas décadas por aquel camino.

Dos horas más tarde la columna se encontraba pasando por un estrecho valle en cuyo fondo saltaba y espumajeaba el río. El bosque había aclarado y por encima de la copa de los árboles se entreveía la masa dominante de una montaña.

El terreno subió con brusquedad a medida que se acercaban las agrestes paredes de un desfiladero. La vegetación se hizo más raquítica y desapareció casi por completo.

De pronto, al doblar un recodo del camino contiguo al río, los tripulantes del «jeep» se encontraron ante un profundo desfiladero cerrado por una alta muralla.

—¡Hola! —exclamó mister Peace pisando bruscamente el freno y deteniendo el automóvil.

Erle Raymer hizo girar la ametralladora por encima de las cabezas de su tío y el capitán Whitney y observó atentamente la muralla. Ésta estaba hecha de grandes sillares de granito y vendría a tener unos 20 metros de altura.

Del lado de la derecha, la muralla se apoyaba en el paredón de una montaña. Había una puerta angosta, apenas suficiente para permitir el paso de un camión, que daba sobre el camino. Luego la muralla se prolongaba sobre el río formando una especie de acueducto con numerosas arcadas hasta el coronamiento de la muralla contigua. Esta extraña obra arquitectónica se apoyaba en el acantilado lamido por las turbulentas aguas del río. El arco por donde pasaba el camino era profundo como un túnel y carecía de puerta.

Por último y encima de este arco, se levantaba un torreón cuadrado, especie de atalaya en donde se destacaba un gigantesco gong sostenido por dos columnas.

La aguda mirada de Erle Raymer, siguiendo el contorno de la muralla que destacaba sobre el fondo gris del cielo, no tardó en distinguir como media docena de figurillas humanas que debían estar observando atentamente el automóvil.

—Por las muestras nuestros venusinos no tienen nada que aprender de la obra de los antiguos romanos —dijo mister Peace.

Y lo dijo con orgullo, como si los venusinos fueran cosa propia y quisiera hacer destacar su inteligencia y capacidad para concebir obras gigantescas.

—Hay gente sobre la muralla... Allí, cerca de ese gong —señaló Erle.

Y el capitán Whitney murmuró.

—Seguramente si intentamos pasar por ese túnel nos arrojarán flechas.

—Yo creo más bien que si nos ven avanzar con los vehículos se asustarán y echarán a correr —dijo Erle.

A lo que su tío contestó:

—Bien. Nos acercaremos un poco más para ver cómo reaccionan.

El «jeep» se puso en marcha y avanzó seguido del tractor y del transporte «Breen», ambos tirando de sus respectivos remolques. Whitney tomó un par de prismáticos y les asestó sobre la atalaya.

—Hay seis indígenas allá arriba —informó—. Nos observan... hacen muecas... discuten entre sí. Uno de ellos echa a andar, se acerca al gong y toma... una maza. Va a golpear el gong. Probablemente...

Se escuchó el tañido largo, sonoro y vibrante del gong. El eco tomó aquel sonido y lo repitió infinitas veces de una montaña a otra.

—Probablemente dan la señal de alarma —dijo Whitney bajando los prismáticos.

—¿Qué podemos hacer? —murmuró mister Peace—. No quisiera tener que derramar sangre venusina.

El gong volvió a percutir despertando sonoros ecos en las montañas. Mister Williams Peace detuvo el «jeep» a un tiro de flecha de la muralla.

—Si la ciudad que buscamos está cerca pronto veremos esas murallas cubiertas de guerreros —dijo el capitán.

—A menos que manden contra nosotros esa endemoniada caballería aérea, lo cual es mucho peor —agregó Erle—. Estoy pensando que toda nuestra columna debe caber en ese largo túnel de entrada. Si consiguiéramos llegar hasta el túnel podríamos considerarnos a salvo de los guerreros de a pie y de los ataques aéreos. Con una ametralladora en cada boca...

—Sí, haremos eso —le interrumpió su tío—. Nos detendremos en el túnel y mandaremos a nuestros dos prisioneros como emisarios.

—¿Cómo esperas hacer comprender a esos muchachos que sólo nos animan intenciones pacíficas?

—Nos hemos portado bien con ellos, ¿no es cierto? También nos han visto luchar contra sus enemigos, los hombres-insecto. Si les dejamos en libertad de ir a contar todo esto a sus compañeros no es remota la posibilidad de que nos reciban amistosamente.

—Bueno —contestó Erle—. De todas formas ésa es la única probabilidad de ser bien recibidos.

Whitney se puso en pie y gritó:

—Atención. Vamos a introducirnos en ese túnel para estar más seguros en caso de un ataque aéreo. Cúbranse con las planchas y traigan una acá.

El gigantesco gong seguía sonando mientras los terrícolas se preparaban. En el coronamiento de la muralla habían aparecido algunas lanzas más, pero el total no sobrepasaba a una veintena.

Cuando todos estuvieron preparados, el transporte «Breen» avanzó en primer lugar tirando de un remolque. Las flechas lanzadas desde la muralla rebotaron una y otra vez en las planchas onduladas que sus tripulantes habían puesto a forma de techo apoyándolas sobre los laterales blindados.

—¿No es extraño que haya tan poca guarnición en esta muralla? —murmuró Whitney mientras veían avanzar al «Breen».

—A mí me parece que esa muralla no ha sido construida para contener una invasión, sino más bien para impedir el paso de los dinosauros —dijo Erle—. Observen que tanto el túnel de entrada como los arcos de eso que parece un acueducto sobre el río son demasiado angostos para permitir el paso a los grandes reptiles que hemos visto.

—Sí —aprobó Whitney—. Eso explicaría por qué la muralla es tan alta y tan extraordinariamente gruesa.

El «Breen» alcanzó el túnel de la muralla y penetró en él. El tractor se puso en marcha arrastrando el segundo remolque. El tractor tenía una cabina metálica contra la que se estrellaron las flechas. Los ocupantes del remolque habían levantado una especie de barraca con las planchas onduladas.

El tractor y el remolque entraron en el túnel.

—Ahora nos toca a nosotros. Levanta esa plancha, sobrino.

Erle sostuvo la plancha que se apoyaba del otro extremo en el parabrisas. El «jeep» avanzó como una centella y entró a su vez en el túnel deteniéndose detrás del remolque del tractor. Toda la columna cabía cómodamente en el angosto pasadizo de techo abovedado.

Mister Peace ordenó que hicieran bajar a los prisioneros. La mirada de éstos había perdido mucho de la hostilidad de la noche anterior. El archimillonario les cortó las ligaduras y les señaló sus armas y sus corazas.

—Coged vuestras cosas y largaos.

Los venusinos, evidentemente, no entendían una palabra de inglés. Pero comprendieron el significado de los gestos, pues tomaron sus corazas y sus armas y echaron a correr

Apenas salieron del túnel, media docena de saetas se clavaron a sus pies, ante ellos. Los dos prisioneros se detuvieron levantando las corazas por encima de sus cabezas y lanzaron algunos gritos. Una voz contestó desde arriba. Los dos hombres se alejaron hacia la derecha saliendo del estrecho campo visual de los expectantes terrícolas.

—Les han cogido los defensores de la muralla —suspiró mister Peace—. Esperemos que no se muestren desagradecidos al declarar.

Mientras los terrícolas esperaban en el túnel volvió a llover. La lluvia era algo tan frecuente en Venus que los expedicionarios ya casi estaban acostumbrándose a las veleidades de este meteoro.

Cayó un buen chaparrón y enseguida cesó de llover casi con la misma brusquedad que había empezado.

Lo que se veía desde el túnel no era mucho. Al otro lado de la muralla el desfiladero seguía recto un buen trecho y luego volvía a doblar a la izquierda.

—Debe haber un valle alto y bastante extenso después de este desfiladero —dijo mister Peace con entusiasmo—. De otro modo los indígenas no se hubieran molestado en levantar aquí una muralla tan enorme.

—¡Pterodáctylus! —gritó la señorita Harlow.

En efecto, una bandada de unos cien lagartos voladores acababa de irrumpir en el desfiladero. Volaban a muy poca altura y lo hacían de un modo torpe y muy poco elegante.

La banda se elevó ante la muralla. El espacio se llenó de gritos y del ruido de alas membranosas que azotaban el aire con violencia. Un pterodáctylus, más atrevido que los demás, descendió casi hasta tocar el suelo y se mantuvo allí batiendo sus monstruosas alas de murciélago mientras el jinete que montaba a horcajadas sobre su cuello lanzaba una ojeada curiosa al interior del túnel.

Este curioseo se repitió una y otra vez en ambas bocas del túnel por otros jinetes. Algunos lanzaron flechas que rebotaron contra los muros del túnel o la proa acorazada del transporte «Breen».

—No contesten —ordenó mister Peace a sus compañeros.

Pero al cabo de una hora los expedicionarios empezaron a cansarse de aquel continuo acoso que les obligaba a permanecer en tensa vigilancia.

—¿Hasta cuándo va a durar esto, señor Peace? —preguntó el profesor Hagerman—. No podemos permanecer aquí indefinidamente.

—¡Atención! —gritó el capitán Whitney desde el «Breen»—. Se acerca un parlamentario... es uno de nuestros prisioneros.

Se trataba en efecto de uno de los venusinos puestos en libertad, el que estaba herido en un costado. Agitando una mano en el aire en señal de paz el indígena entró en el túnel y se acercó a mister Peace.

—¡Hola, buen mozo! ¿Qué hay?

El venusino empezó a hablar con rapidez en un idioma rico en monosílabos. Hizo gestos señalando hacia donde los terrícolas suponían la existencia de una ciudad. Señaló a los vehículos, y luego con la mano otra vez al desfiladero.

—Parece que nos invita a marchar por el desfiladero —murmuró el archimillonario.

—Bien, vamos. ¿No es eso lo que queríamos? —dijo Erle.

—Vuelvan a sus puestos. Saldremos, pero sin descuidar la vigilancia. No dejen de cubrirse con las planchas, al menos hasta que estemos seguros de que no nos tienden una celada. Ven conmigo, moreno. Tú vendrás con nosotros en el «jeep».

Mister Peace asió al venusino del brazo y le llevó a lo largo de la fila de vehículos hasta el «jeep». El indígena miró aprensivamente al feo automóvil, pero acabó por aceptar la invitación del hacendado y tomó asiento en el «jeep» junte al volante.

El convoy se puso en marcha saliendo con estruendo del túnel. Erle y el capitán Whitney treparon al asiento posterior del «jeep», el cual abandonó el lóbrego túnel en pos del remolque del tractor.

Los pterodáctylus se remontaron asustados y volaron por encima de la columna motorizada describiendo círculos. Desde el «jeep», el indígena hizo señas con la mano para llamar la atención de sus compañeros. Se le veía satisfecho, después de todo.

La caravana avanzó trepidando por el desfiladero y dobló el recodo. Los paredones fueron alejándose y ante los ojos de los terrícolas se abrió un ancho y profundo valle cerrado por altas montañas a este y oeste.

El camino volvía a cruzar la selva sin separarse mucho del río. Mister Williams Peace aceleró para adelantarse volviendo a ponerse al frente de la columna. Algunos de los pterodáctylus se alejaron volando pesadamente en dirección al sur. Los otros continuaron acompañando a la caravana describiendo círculos por encima de ésta. Entre el rumor de alas que azotaban el aire se escuchaban los salvajes gritos de los jinetes del espacio.

El bosque no era aquí tan espeso como en la primera etapa del viaje. Los árboles eran más pequeños y entre ellos figuraban en mayor número las especies de hoja caediza. El clima, comparado con el bochornoso calor de la región que acababan de cruzar, era suave y templado.

Cinco kilómetros más adelante la selva cedió bruscamente a una fértil vega en donde los campos cultivados formaban a modo de un tablero de brillantes tonalidades verdes. Al fondo, sobre unas colinas, se encaramaban las murallas de lo que parecía ser una pequeña ciudad.

Mister Peace detuvo el automóvil para contemplar el espectáculo en tanto Erle exclamaba con alborozo:

—¡Caramba, caramba! Esto no es lo que nos figurábamos. Al fin y al cabo no vamos a sentirnos tan extraños en Venus. ¿Qué te pasa, tío? Parece que esto no te gusta mucho.

—No —confesó el ranchero—. No me gusta nada. Los viejos errores de la civilización terrícola que quería corregir ya han surgido también aquí con la existencia de la propiedad privada. Esto significa límites de pertenencia, de municipio, de condado y, finalmente, de estado entre estado.

—No sé por qué esperabas otra cosa. Al fin y al cabo, el hombre es igual en todas las latitudes.

—Yo no esperaba que el venusino fuera diferente a las demás criaturas humanas. Confiaba encontrarle en tal estado de incivilidad que fuera posible crear con ellos los cimientos de una civilización completamente nueva.

—No hay que desesperar —dijo Erle—. Quizá el mal no esté tan profundamente arraigado.

Mister Peace soltó un gruñido y moviendo la cabeza con pesimismo embragó poniendo el coche en marcha. Los pterodáctylus, que se habían detenido describiendo círculos sobre la caravana, se adelantaron hacia la ciudad como deseosos de anunciar la llegada de los extranjeros.

La columna se lanzó trepidando por un camino espantosamente malo, un verdadero lodazal en donde los carros habían abierto profundas rodadas. Los campos aparecían extrañamente desiertos y silenciosos. Hombres, carros y bestias debían haberse refugiado en la ciudad amurallada al darse la alarma.

Quince minutos más tarde, habiendo vencido con apuros en la lucha contra el barro, la columna motorizada remontaba una cuesta en dirección a una puerta de la muralla. Esta muralla rebosaba una multitud bulliciosa y excitada, fija su curiosidad en los monstruos mecánicos que se acercaban a la ciudad.

Los excitados gritos de la muchedumbre cesaron como por ensalmo cuando la caravana motorizada irrumpió en la ciudad.

Ésta, en verdad, se diferenciaba bien poco de cualquier sucio poblado de la Tierra, anterior al nacimiento de Jesucristo. Las calles eran angostas, empinadas, tortuosas y pestilentes. Las casuchas construidas de piedra y barro, constaban únicamente de planta baja, carecían de ventanas y eran tan enanas que podían tocarse los aleros desde la calle.

Como único detalle urbanístico, nacido sin duda del problema que planteaba la abundancia de lluvias, se destacaba el desigual y no siempre eficiente empedrado de las calles. Cuando las orugas del «Breen» y del poderoso tractor empezaron a rodar fragorosamente sobre el empedrado de lo que parecía calle principal, las casucas inmediatas temblaron como sacudidas por un terremoto.

Un silencio de muerte había caído repentinamente sobre la ciudad. No se veían animales, ni mujeres, ni niños. Los hombres que se apiñaban mudos y amedrentados en las bocacalles, estirando los cuellos para sacar las cabezas por las esquinas, huían despavoridos ante la proximidad de las bestias mecánicas y no se detenían hasta encontrarse a una distancia que ellos debían considerar todavía temeraria.

La caravana trepó por una empinada calleja hasta una especie de ciudadela que se levantaba sobre lo alto de la colina, en el centro de la ciudad. En medio de la explanada se erigía un curioso monumento, el cual consistía en un círculo de grandes piedras talladas en forma de prismas cuadrangulares que sostenían una curiosa losa plana de unos diez metros de diámetro.

El monumento carecía en absoluto de belleza y toda su importancia debía residir en la hazaña que representaba para los pobres medios indígenas, colocar sobre las columnas aquella gigantesca losa de granito.

Un grupo de ancianos pobremente vestidos que empuñaban sendos grandes cayados o báculos esperaban ante el monumento.

El guía se apeó del «jeep» haciendo señas a los terrícolas para que le siguieran.

Mister Peace llamó al profesor Clancey, al profesor Hagerman y a miss Harlow.

—Quédense los demás donde están —añadió.

El grupo formado por mister Peace, miss Harlow, Clancey, Hagerman, Whitney y Erle, se acercó lentamente al porche. De las calles que trepaban hasta la ciudadela iba saliendo una muchedumbre silenciosa y amenazadora, erizada de lanzas y de cascos de no muy brillante bronce.

Uno de los ancianos se adelantó haciendo visibles esfuerzos por disimular su temor y ofreció a mister Peace un cuenco que contenía sal.

—Supongo que con este gesto nos dan la bienvenida —murmuró el ranchero tomando el cuenco—. ¿Qué debemos hacer ahora?

—Supongo que probar la sal —contestó el profesor Clancey.

Mister Williams Peace tomó un pellizco de sal y se la echó a la boca. Se escuchó por todo el ámbito de la plaza un murmullo de aprobación.

—Parece que hemos acertado —dijo el ranchero pasando el cuenco a sus compañeros.

Erle tomó otro pellizco de sal. Una voz inició un canto y enseguida la muchedumbre se puso a cantar una melopeya que se acompañaba con el golpear de las lanzas contra el suelo y un pataleo rítmico.

Cediendo a la invitación por señas que le hacía el anciano, mister Peace entró en el quiosco seguido de sus compañeros.

Los ancianos entraron también y tomaron asiento en sendas piedras cuadradas que había ante la parte interior de cada columna. Eran unos doce o trece en total.

Los terrícolas permanecían de pie en medio del círculo mientras el mismo anciano que les ofreció la sal pronunciaba lo que debía ser un elocuente discurso. De éste apenas pudo escucharse nada, porque los guerreros seguían cantando afuera. Pero aunque hubiera podido escucharse habría sido igual. Los terrícolas no entendieron ni una palabra.

Cuando el anciano terminó de hablar se sentó. Entonces se hizo el silencio en la plaza y un millar de pares de ojos se clavó expectante en los terrícolas.

—Parece que ahora te toca hablar a ti, tío —susurró Erle.

Mister Williams Peace sonrió y dijo al concilio:

—Mis queridos amigos. Gracias por ese emocionante discurso del que no hemos entendido ni jota. No sé ciertamente si en él nos dais la bienvenida ofreciéndonos vuestra hospitalidad o solamente queréis aplacarnos esperando que prosigamos nuestro camino. Nos gustaría mucho saberlo, ya que no deseamos continuar adelante, sino permanecer aquí. Éste parece un buen sitio para comenzar nuestra tarea colonizadora. Vamos a quedarnos con vosotros y a tratar de comprender vuestros problemas para ayudaros a resolverlos... Al fin y al cabo, quizás vuestros problemas sean también los nuestros y nos necesitemos mutuamente para hacer frente común contra esos desagradables hombres-insecto...

Mister Peace se volvió a sus compañeros y agregó:

—Bueno, creo que es inútil seguir hablando, puesto no pueden entendernos. Capitán Whitney, ¿no le parece que este mismo porche es un buen sitio para acampar?

—Es un lugar magnífico.

—Entonces vamos a descargar los vehículos metiendo aquí todo el equipaje.

Whitney señaló a la asamblea.

—¿Cree que a ellos les gustará?

—No importa que les guste o no. De todas maneras vamos a quedarnos.

El capitán abandonó el quiosco y llamó a los conductores para que acercaran los vehículos y empezaran a descargar. Los ancianos del consejo vieron con recelo cómo los mastodontes mecánicos envolvían al quiosco. Apenas los terrícolas empezaron a lanzar bultos a tierra saltaron en pie reuniéndose en medio del pabellón y hablaron entre sí gesticulando y braceando muy excitados.

Uno de los consejeros, el que había ofrecido la sal, se acercó a mister Peace y le habló con mucha rapidez señalando a los vehículos, y luego en dirección al sur por encima del parapeto de la ciudadela.

—Parece que nos invitan a que prosigamos nuestro camino hacia el sur —apuntó Erle.

Mister Peace hizo señas negativas, golpeó el suelo con el pie y dijo:

—No, amigo. No vamos a marcharnos. Nos quedamos aquí.

El anciano frunció el ceño, regresando junto a sus compañeros.

—Dense prisa en descargar —apuró el archimillonario—. Quizás tengamos pelea.

Los ancianos llamaron al joven indígena que había sido prisionero de los terrícolas. Al parecer le hicieron algunas preguntas referentes a los extranjeros, porque el joven guerrero se puso a hablar con vehemencia. Señaló al norte, luego a los terrícolas y después a su costado herido y vendado. Gesticuló y desarrolló una especie de pantomima que parecía estar relacionada con el ataque a la columna y la lucha de los extranjeros con el dinosauro que finalmente quedó muerto en el sendero.

Finalmente, el joven indígena se acercó a Erle, indicó con el dedo la «metralleta» que éste empuñaba y señaló con el brazo extendido a la apretada fila de guerreros que, desde una prudencial distancia, seguían atentamente los movimientos de los extranjeros.

—¿Qué quieres, moreno? —preguntó Erle frunciendo el ceño.

—¡Uh... huuh! —gruñó el indígena señalando a la ametralladora y a la muchedumbre.

—¿No querrás que dispare contra tus amigos, verdad?

—Sí, señor Raymer —dijo miss Harlow subrayando el «señor»—. O mucho me equivoco o este muchacho ha estado hablando a la asamblea del mágico poder de nuestras armas. Quizás le hayan pedido que les hagamos una demostración...

—¿Matando un montón de su propia gente? —exclamó Erle estupefacto.

—¡Oh, no creo que la vida humana sea de mucho valor en este mundo!

—Sin embargo, no podemos hacer una demostración tan brutal —exclamó mister Peace—. Nosotros estamos civilizados. ¡Whitney! —llamó.

El capitán acudió rápidamente.

—¿De manera que quieren una demostración de fuerza? —murmuró después de oír la explicación de mister Peace—. Bueno, eso es fácil. Tenemos dos morteros, un par de bazookas y bastante dinamita para arrasar la ciudad. Podemos empezar a tirar con todo hasta que los indígenas digan «basta».

—Es una magnífica idea —dijo el archimillonario con pupilas muy brillantes—. Después de todo este poblado no vale nada y hemos de tirar esas porquerías para levantar en su lugar casas modernas y abrir calles más anchas. Vaya a hacer los preparativos.

El capitán se alejó y miss Harlow exclamó:

—¡Pero oigan! No hemos visto mujeres ni niños desde que llegamos a esta ciudad. Sin embargo, tiene que haberlos. Quizás estén escondidos en las casas. Si las bombardeamos...

—No hay una mujer ni niño en todo el pueblo —aseguró Erle—. Observen que tampoco hemos visto carros ni bestias de tiro alguno, aunque sabemos que existen. Todo parece indicar que los habitantes de esta ciudad, previniendo el ataque de los hombres-insecto, han evacuado a las mujeres y los niños mandándoles a otra parte. Por lo tanto, podemos arrasar la ciudad sin miedo a herir a nadie. Todos sus habitantes están aquí en la ciudadela.

Diez minutos más tarde, los morteros quedaban emplazados en el centro de la plataforma. Dejándolos a cargo del capitán Whitney, de la esposa de éste, de Hagerman y el profesor Clancey, el resto de la expedición tomó los «bazookas» y una caja de dinamita y se acercó al parapeto de la ciudadela seguido de los intrigados ancianos de la tribu.

—¡Preparados! —gritó mister Peace, echándose un «bazooka» al hombro.

—¡Fuego a discreción! —gritó Whitney, tirando del cordón de su mortero.

Se escucharon dos sordos estampidos y dos granadas de mortero subieron en el espacio dando volteretas. Al llegar a cierta altura, las granadas empezaron a caer, enderezándose. Cuando iban a chocar contra el suelo, mister Peace y McAllister dispararon simultáneamente sus «bazookas».

Las cuatro granadas estallaron casi al mismo tiempo haciendo volar a gran altura piedras, maderas y ramas procedentes de la techumbre de las casas. Erle, McDermit, Hernández, Ramírez, Watson y miss Harlow empezaron a lanzar cartuchos de dinamita por el parapeto.

En medio de un infernal concierto de explosiones, entre llamas y humo, los aterrorizados venusinos vieron cómo todo un lado de la ciudad saltaba en pedazos, arrasado por la apocalíptica conjunción de granadas de mortero, proyectiles «bazooka» y cartuchos de dinamita.

De hecho, la ciudad era tan vieja y sus casas tan frágiles que la inmensa mayoría se derrumbaron solas al trepidar el suelo o faltarles el apoyo en que se apuntaban unas con otras.

Los indígenas, abocados sobre el parapeto de la explanada, se quedaron unos minutos viendo con ojos espantados cómo su ciudad se deshacía entre truenos, llamas, humo y nubes de polvo. Enseguida se escuchó una especie de aullido y todo el mundo se echó de bruces en el suelo gimiendo y golpeando el piso con la frente.

—¡Basta, alto el fuego! —gritó mister Peace viendo al consejo de ancianos que se echaba también a tierra temblando de terror.

Antes que sonara el último estallido de las granadas, los terrícolas adquirían categoría de dioses ante los anonadados venusinos.