CAPÍTULO II

LOS DOS VAGABUNDOS andaban por el centro de la carretera, el paso rápido, el hatillo balanceándose al extremo de las varas que apoyaban sobre el hombro, el sombrero echado sobre la frente para preservar los ojos de los rayos del sol que descendía sobre el horizonte.

Al oír tras ellos el vociferante claxon del automóvil ambos se volvieron a un tiempo. Enseguida se apartaron a un lado de la carretera, se colocaron uno al lado del otro e hicieron señas con el pulgar en la dirección que llevaba el coche.

Vistos a través del parabrisas de la furgoneta «Chevrolet» la pareja andante ofrecía un aspecto curioso y cómico a la vez. El uno era viejo, rubio, pequeño y enclenque. El otro era joven, moreno, alto y fuerte.

—Son los vagabundos que vimos al ir hacia Engle —dijo sonriendo el tripulante masculino del automóvil.

Mildred Marlow asintió. Recordaba perfectamente a la simpática pareja de vagabundos, porque ya al cruzarse con ellos una hora antes habían llamado su atención y la de su compañero, Rudyard Lodge.

—Podemos llevarles hasta Elephant Butte —dijo Mildred retirando el pie del acelerador y pisando suavemente el freno.

La furgoneta, que llevaba buena velocidad, pasó ante la pareja envuelta en un chirrido de frenos y se detuvo unos pasos más allá. Rudyard Lodge sacó la cabeza por la ventanilla y gritó:

—¡Suban! Podemos llevarles hasta cerca de Elephant Butte.

—Precisamente vamos allí —contestó el más viejo de los vagabundos emprendiendo un animado trotecillo para alcanzar al automóvil.

Su compañero no demostró tanta prisa.

“Nació cansado”, pensó Mildred. “Éste no corre ni para salvar su alma.”

—Suban atrás —dijo Rudyard señalando el compartimiento posterior.

Los dos vagabundos se acomodaron allí y la furgoneta se puso en marcha.

—Nos ha fastidiado ese Erle Raymer no viniendo hoy tampoco —dijo Lodge en voz alta.

—Quizás Clancey haya tenido más suerte que nosotros y le haya recogido en Consequence —contestó la muchacha—. Ese idiota Raymer pudo llegar también en el ómnibus de línea.

A espaldas de los dos jóvenes, el vagabundo más viejo lanzó una regocijada mirada sobre su compañero. Pero éste siguió contemplando impertérrito el paisaje que desfilaba rápidamente ante las ventanillas.

Este paisaje, ciertamente, ofrecía pocos atractivos al viajero. En todo cuanto alcanzaba la vista no se veía más que polvo, cactos y rocas calcinadas por el inclemente sol de Nuevo Méjico.

Un poco más adelante, sin embargo, el paisaje empezó a cambiar. El camino ascendía continuamente.

Los pasajeros se vieron serpenteando por un abra entre dos cordilleras que se abrían a derecha e izquierda. Luego, el «Chevrolet» se lanzó pendiente abajo. El horizonte se ensanchó y los pasajeros vieron un pueblo cerca de un lago.

Un poco más adelante, Mildred pisó los frenos para detener el automóvil frente a un poste indicador donde decía:

«Al Rancho Las Cruces, Camino particular. Prohibido el paso».

Rudyard Lodge se volvió hacia el asiento de atrás y dijo jovialmente a los vagabundos:

—Lo sentimos mucho, amigos. Pero nosotros no vamos más adelante. Elephant Butte es aquel caserío que se ve ahí cerca.

—¿Adónde van ustedes? —preguntó el más joven de los vagabundos.

Lodge señaló al cartel que se levantaba al filo de la carretera.

—Por ahí.

—Nosotros también. ¿Sería abusar demasiado de su amabilidad que, puesto nos han traído hasta aquí, nos llevaran hasta Las Cruces?

Lodge cruzó una mirada de disgusto con la muchacha y luego clavó sus ojos desconfiados en los dos vagabundos.

—¿Van ustedes al Rancho Las Cruces? —preguntó—. ¿Para qué?

—Nos están esperando allí —aseguró el joven vagabundo.

—¿Les espera? ¿Quién?

—Pues... todos, a lo que parece —repuso el vagabundo haciendo una mueca.

Rudyard, que era joven y fuerte, frunció el entrecejo. Su voz ya no era amable cuando dijo:

—Miren, amigos. No podemos perder más tiempo con ustedes. Nadie les espera en Las Cruces. Tenemos razones para saberlo, pues vivimos allí. Así que tengan la bondad de apearse y...

—Vamos, Erle —dijo el viejo abriendo la portezuela.

Los dos vagabundos se apearon con mucha dignidad.

—Asunto concluido —dijo Rudyard volviendo a acomodarse junto a la muchacha. Y mientras ésta ponía el coche en marcha y guiaba para meterlo por el camino gruñó:

—Estos tipos todos son iguales. Les das la mano y te cogen por el brazo.

Mildred, que estaba mirando por el espejillo retrovisor, pisó bruscamente el freno. El coche se detuvo con una sacudida.

—¡Vienen tras nosotros! —exclamó la muchacha—. ¡Han tomado por este camino!

—Bueno. Si insisten en llegar al rancho tendrán lo suyo. Los mejicanos los espantarán a tiros.

—Espere... ¿No se llama Erle uno de ellos... el más joven?

—¿Erle...? ¡Erle! —exclamó Lodge, con sorpresa.

Los dos tripulantes del automóvil cruzaron una mirada de inteligencia.

—¡Demonio! —exclamó Lodge. Y sacando la cabeza por la ventanilla gritó a los vagabundos que se acercaban—. ¡Eh! ¿Se llama Erle uno de ustedes?

Esta vez fueron los vagabundos quienes cruzaron una mirada de inteligencia.

—Sí —dijo el más joven, llegando hasta el automóvil por el lado de Lodge—. Yo me llamo Erle.

—Erle... ¿qué más?

—Erle Raymer.

El pasajero masculino se quedó un momento paralizado por la sorpresa.

—¡Erle Raymer! —exclamó abriendo la portezuela y saltando a tierra—. ¡Pero si llevamos una semana yendo dos veces cada día a esperarle en la estación de Engle!

—Pues en Engle nos apeamos esta tarde... pero de un tren de mercancías.

Rudyard Lodge estudió con detalle las facciones del vagabundo.

—¡Cualquiera le reconoce bajo ese disfraz! —exclamó riendo—. Vamos, suban ustedes.

Los dos vagabundos volvieron con mucha dignidad al asiento posterior. Rudyard ocupó su sitio junto a la muchacha y cerró la portezuela de golpe diciendo alegremente:

—¡Adelante, miss Harlow!

El coche arrancó con brusquedad y se lanzó surgiendo por el camino. Al doblar una curva apareció a cierta distancia la mancha blanca de un caserío.

—Permítanos presentarnos, mister Raymer. Aquí la señorita Mildred Harlow, hija del profesor Harlow, de quien sin duda habrá oído hablar usted —dijo Lodge—. Mi nombre es Lodge... Rudyard Lodge. Soy ayudante del profesor Harlow.

—Bien —contestó Erle—. Éste es mi colega, mister Tony Mills.

—¿Colega? —murmuró Lodge mirando sorprendido de uno a otro hombre.

—Sí. Es un vagabundo, como yo.

—¡Ah! —Rudyard Lodge se echó a reír—. Se ve que es usted hombre de buen humor, señor Raymer. ¡Mire que disfrazarse de vagabundo!

—Esto no es un disfraz, señor Lodge —contestó Erle secamente.

Lodge le miró entre incrédulo y estupefacto. Sin embargo no llegó a decir lo que pensaba. El automóvil se detenía ante una sólida verja de hierro que se abría bajo un arco, en un alto muro de piedra encalado.

«Rancho Las Cruces», indicaba un cartel que pendía del arco de la entrada de dos cadenillas.

Dos mejicanos de atezada piel, sombrero puntiagudo y pistola al cinto estaban abriendo la verja. Además de revólver llevaban rifles y una canana repleta de cartuchos que les cruzaba el pecho dándoles aspecto de bandidos.

El coche siguió adelante, rodó por una alameda asfaltada y se detuvo ante el cuerpo principal del rancho. Éste, como la inmensa mayoría de las haciendas de Nuevo Méjico, estaba construido al estilo español.

—Su tío está muy furioso, señor Raymer —dijo Lodge al saltar a tierra.

—Entonces es que se encuentra bien —contestó Erle. Y mirando a su alrededor preguntó—: ¿Qué ha ocurrido aquí?

Porque el rancho, aunque grande y rodeado de casas, estaba extrañamente silencioso y desierto.

Dos años atrás, cuando Erle riñó con tío Willie, «Las Cruces» se distinguía por la actividad, el bullicio y el color que reinaba en torno a la casa del «patrón».

Desde tiempos inmemoriales, aquel rancho estuvo siempre servido por vaqueros y peones mejicanos. Las costumbres que allí imperaban eran las mismas de la época de los colonizadores españoles. El patrón vivía en su casona rodeada de las casuchas de sus servidores.

Cada peón, al casarse, llevaba al rancho su familia y formaba un hogar. De padres a hijos los empleos en la labor propia de un rancho se sucedían de generación en generación.

Ahora, sin embargo, todo estaba mudo y solitario. Ni jinetes en el patio, ni mujeres en las ventanas, ni niños, ni perros... Hasta las flores de los tiestos que adornaban las rejas andaluzas se habían secado faltas de una mano femenina que las regara.

—¡Oiga! —gritó Erle Raymer deteniéndose y asiendo con fuerza el brazo de Lodge—. Encuentro muchas cosas raras aquí. No he visto ganado, no se han renovado los sembrados de alfalfa, han puesto una cerca nueva más alta y espesa, hay gente forastera y armada en la puerta y han desaparecido las familias de los peones.

—Es usted muy observador —dijo miss Harlow cáusticamente.

—Ignoro qué ha ocurrido aquí durante mi ausencia —dijo Erle volviéndose hacia ella—. Pero una cosa les advierto. ¡Ya pueden echar a correr si algo malo le ha pasado a mi tío!

—El señor deduce de todo lo visto que una banda de «gangsters» se ha posesionado del rancho y tiene secuestrado a su tío —dijo irónicamente la joven mirando a Lodge.

—Si quiere que le diga la verdad, eso es precisamente lo que estoy pensando —contestó Erle secamente.

—¡Oh, sus temores son infundados! —exclamó Lodge echándose a reír—. Sígame, si quiere ver a su tío.

Las luces eléctricas ya estaban encendidas en la gran sala donde los vagabundos fueron introducidos. El desorden más espantoso reinaba en ella.

El piso de mosaico desaparecía bajo montones de paja, virutas y papel de embalar. Aquí y allá, en el suelo, sobre los muebles, formando pilas, se veía gran número de cajas de todo tamaño: de madera, de cartón, de hojalata o de plexiglás.

Algunas de estas cajas estaban abiertas y dejaban ver parte de su contenido envuelto en virutas. Otras estaban cerradas y algunas eran clavadas en aquellos instantes por media docena de hombres que vestían «monos» de mecánico.

—¡Señor Peace! —llamó mis Harlow en voz alta—. ¡Aquí está su sobrino!

Un par de hombres que estaba en el centro de la sala como sacando inventario del contenido de una caja, levantaron la cabeza y miraron en dirección a la puerta.

Uno de estos hombres era alto y delgado, llevaba gafas y ofrecía la particularidad de tener el cabello muy negro, aunque estaba casi completamente calvo. El otro no era tan alto, pero sí más vigoroso. Tenía el cabello rojo y rizado, canoso el poblado mostacho y la tez picada de viruela. Su cabeza, pequeña, sobre un cuello muy grueso, sus anchas espaldas y sus piernas cortas y arqueadas daban sensación de gran fuerza y extraordinaria vitalidad.

Este segundo personaje, en el que Erle se fijó especialmente, vestía como un vaquero y llevaba revólver colgando al cinto.

—Hola, tío —dijo Erle desde la puerta. El hombre de los cabellos rojos se quedó mirando atónito a la pareja de vagabundos. Luego se acercó lentamente al grupo, sin apartar los ojos de la empolvada cara de Erle.

Aunque se sentía bastante embarazado por la emoción, el joven aguantó impertérrito el escrutinio de su tío. Éste llegó junto a él y, sin pronunciar palabra, dio una vuelta completa a su alrededor midiéndole de pies a cabeza.

—Pues sí que eres tú —farfulló mister Peace, después de darle la vuelta—. ¡Vaya una facha! ¿Sabes que has venido con cinco días de retraso?

—Los trenes de mercancías no viajan con mucha rapidez —contestó Erle, sintiendo que recobraba su aplomo.

—Pudiste haberme telegrafiado pidiéndome dinero para el viaje.

—No tenía prisa en llegar.

—¿Acaso no leíste el anuncio que hice poner en los periódicos?

—Sí.

—¿No te preocupaba perder tus derechos a heredarme si no te presentabas dentro del plazo fijado?

—No... Y no he venido por eso, sino porque temí que te hubiera ocurrido algo.

—Pues no te has dado mucha prisa en venir a ver si estaba vivo o muerto —refunfuñó mister Peace con acento de amargura.

—Si habías muerto, yo no podía resucitarte —contestó Erle—. Si seguías vivo, como me figuraba, poco podía importar que llegara dos días más pronto o más tarde.

Mister Peace miró a su sobrino con el ceño fruncido.

—Comprendo —dijo—. Tenías que venir una semana más tarde para demostrar que te daba un higo de mi dinero.

Erle no contestó. La acusación de su tío no iba del todo descaminada.

—Bien —dijo mister Peace secamente—. De todas formas, has venido. —Y le tendió la mano.

Erle se la estrechó con fuerza.

—¿Quién es este tipo? —preguntó el dueño del rancho señalando a Tony.

—Un amigo. Tony Mills.

—¿Y... vais disfrazados o practicáis realmente la mendicidad?

—No somos mendigos —contestó Mills orgullosamente—. Somos trotamundos.

—¡Ya! Ladrones, golfos y vagos. ¡Qué honra para la familia!

Erle aguantó sin inmutarse la indignada mirada de su tío.

—Hubieras sido capaz de morirte de hambre antes que venir a pedirme perdón, ¿no es cierto? —gritó mister Peace.

—Nadie se muere de hambre —contestó Erle—. Además, no sé que tenga que pedirte perdón por nada.

—¡Terco, orgulloso e insolente como tu padre! —exclamó mister Peace—. ¡Genio y figura hasta la sepultura!

—Dejemos en paz a mi padre. Él está muerto —dijo Erle enrojecido.

—Bien, dejémosle —dijo mister Peace con acritud—. Has venido, y eso es lo único que importa. Como heredero universal mío te he llamado para entregarte lo que es tuyo. A lo mejor, no quieres aceptarlo.

—¿Hay alguna condición expresa para que pueda tomarlo? —preguntó el joven poniéndose en guardia.

—Sólo una, y es sencilla. Que vayas a tomar posesión de ella.

Los ojos azules de Williams Peace brillaban de una manera extraña, lo cual reafirmó en Erle la impresión de que algo insólito estaba ocurriendo allí.

—Temo no haber comprendido bien —murmuró el joven—. ¿Significa esto que me instituyes tu heredero universal y he de hacerme cargo de tus bienes ahora?

—Sí. Pero antes debo hacerte una advertencia. Mis bienes actuales no son los mismos que tú conocías hace dos años. Liquidé mi compañía petrolífera, vendí los pozos, las acciones de otras industrias y hasta el ganado y los terrenos de esta misma hacienda. El rancho ya no me pertenece. Sus dueños vendrán a tomar posesión de él en cuanto nos hayamos marchado.

—¿Has convertido en dinero todos tus bienes? —preguntó Erle sorprendido—. ¿Por qué lo has hecho?

—Necesitaba dinero contante y sonante para invertirlo en otra cosa. ¡Mucho dinero! Y lo he gastado todo, hasta el último centavo —aseguró Williams Peace con acento mezcla de regocijo, satisfacción y orgullo.

—¿Que lo has gastado? —balbuceó Erle, presintiendo alguna de las «genialidades» de su tío—. ¿Y en qué si puede saberse?

—Toma asiento —dijo mister Peace, señalando a su sobrino una de las cajas de embalar. Y sentándose él mismo sobre la caja contigua, extrajo una pipa del bolsillo de su camisa y empezó a cargarla con parsimonia.

Erle Raymer miró sucesivamente al hombre delgado y pálido que seguía en pie en mitad de la sala, a miss Harlow, a mister Lodge y a su compadre Tony Mills.

El vagabundo se encogió de hombros y Erle fue a sentarse cerca de su tío, no poco escamado por el brillo de los ojos de toda aquella gente.

—Toma, fuma —le dijo su tío, tendiéndole una bolsita de tabaco negro y papel de fumar.

Erle empezó a liar el cigarrillo, según la costumbre tejana, y mister Williams Peace dijo:

—La cosa es un poco larga de contar. ¿Recuerdas cómo hace dos años tuve el propósito de invertir todo mi dinero en la compra de una pequeña isla del Pacífico?

—Sí, lo recuerdo —contestó Erle, y humedeció el papel de fumar con el extremo de la lengua.

—Tú te opusiste a mi idea. Dijiste que era un disparate.

—Y sigo diciéndolo. Era un disparate —aseguró Erle liando con habilidad el cigarrillo.

Mister Peace raspó un fósforo y lo acercó a la cazoleta de su pipa. Luego, aproximó la llama al cigarrillo de su sobrino y dijo exhalando una bocanada de humo:

—Sin embargo, como el dinero era mío y podía hacer de él lo que me diera la gana, decidí llevar adelante mi idea.

Erle Raymer chupó el cigarrillo y dijo:

—Y como mis opiniones eran mías, tomé la puerta y me largué.

—No compré la isla —confió el señor Peace

—Lo celebro.

El multimillonario dio dos chupadas a su pipa y dijo:

—Los periódicos metieron mucho ruido a propósito de mi proyecto. No tienes idea de las cosas que me oí llamar.

—La tengo. Leí esos periódicos.

—De todas formas, yo iba a comprar mi isla. Ya estaba en tratos con una cuando recibí la visita del profesor Harlow —mister Peace señaló al hombre alto y pálido con el extremo de la pipa y añadió—: Te presento al profesor Harlow.

—Tanto gusto —dijo Erle por encima del hombro.

Harlow saludó con una inclinación de cabeza que Erle no llegó a ver y mister Peace prosiguió:

—Mister Harlow vino a verme y me hizo una proposición original. «¿Para qué va usted a gastarse un montón de millones en la adquisición de una isla tan pequeña?», me preguntó. «Yo le ofrezco a usted por el mismo precio un territorio mucho más grande... un auténtico mundo donde tal vez pueda usted hacer realidad sus sueños de conseguir una humanidad mejor que ésta que habita en la Tierra». En fin... que mister Harlow me ofreció la conquista y colonización del planeta Venus.

—¿Has dicho del planeta Venus? —preguntó Erle.

—Sí, del planeta Venus.

—¡Ah! —exclamó Erle. Y continuó fumando en mitad de un silencio sepulcral.

—¡Cómo! —saltó Williams Peace indignado—. ¿No te sorprende?

—No.

—¿Te parece una cosa natural que cualquiera se vaya a Venus... así, por las buenas? —exclamó el multimillonario.

—No. Lo que me parece natural es que a un tipo que da inconfundibles muestras de estar más loco que un cencerro se le acerque cualquier individuo con la pretensión de venderle algo tan absurdo como la Luna o... Venus.

—¡Erle! —bramó mister Peace lanzando chiribitas por los ojos—. ¡No te consiento que emplees ese lenguaje refiriéndote a mí! ¡Yo no estoy loco!

—Pues entonces lo está ese profesor Harlow. ¡Profesor! ¿De qué? —exclamó Erle arrojando el cigarrillo al suelo y encarándose con el silencioso personaje.

—Ya sabía yo que esto acabaría así —confió Rudyard al oído de miss Harlow, si bien no tan bajo que no lo oyera Erle.

—¿Y ustedes, qué pintan aquí? —vociferó el joven encarándose con la pareja—. Apuesto a que se han servido de la chifladura de este Profesor y de la credulidad de mi tío para darle un timo descomunal con la venta de ¡un planeta!

—¡Sobrino! —aulló mister Peace descargando un puñetazo sobre la caja donde se sentaba—. ¡No seas estúpido y no digas barbaridades sin saberlo todo!

—¿Pero es que hay más?

—El profesor Harlow no me vendió en realidad el planeta Venus, sino los medios de locomoción para ir de la Tierra a él, o de la Tierra a cualquier otro mundo del sistema Solar.

—¿Un aparato, eh? —preguntó Erle con acento de quien está al cabo de la calle—. El timo, así, ya no parece tan burdo. Nadie compraría un planeta hasta el que no hay posibilidad de llegar, pero un cohete interplanetario ya es algo más tangible. Supongo que te han fabricado un chisme con latas de petróleo y bicicletas viejas. Supongo que el tal aparato no sirve para nada. Supongo que me has llamado para dar su merecido a estos granujas... ¿Cuánto te ha costado esta tontería, viejo?

—Cincuenta millones de dólares. ¡Pero escúchame si es posible, grandísimo majadero! ¡Y no me llames viejo! —chilló mister Peace poniéndose en pie.

—¡Cincuenta millones de dólares! —exclamó Erle anonadado—. ¡Luego te has gastado hasta el último centavo!

—Sí, ¡porras! Y estoy seguro de haber hecho una buena transacción. Eso que tú llamas «chisme» funciona a las mil maravillas. Puede que Venus no sea un mundo apto para ser colonizado, pero que vamos a ir hasta él, ¡eso es tan cierto como me llamo Willie!

Erle Raymer miró a su tío con expresión de profunda lástima.

—¿No quieres creerme, cabezota del diablo? —preguntó mister Peace.

—No —contestó el joven poniéndose lentamente en pie.

—¡Oh, magnífico, magnífico! —exclamó mister Peace frotándose las manos con entusiasmo—. Pero si a pesar de todo nos marchamos a Venus... ¿querrás venir con nosotros?

Erle sonrió con tristeza.

—Estoy seguro de que ese cohete ni siquiera se moverá un palmo de tierra firme. Me consta que has sido víctima de una estafa colosal, pero si necesitas tocar el fracaso por tus propias manos... sea. Embarquemos ahora mismo para Venus.

Erle cruzó la sala en dirección al teléfono que descansaba sobre un velador. Mister Peace salió en su persecución y le detuvo en el momento de descolgar el aparato.

—¿Qué vas a hacer?

—A llamar a la Policía —contestó Erle—. Es posible que a ella le interese presenciar el experimento.

—¡No! —gritó el hombre arrebatándole el aparato y volviendo a dejarlo sobre la horquilla—. No puedes hacer eso. Ni la Policía ni nadie debe enterarse de nuestro viaje.

—¿Por qué?

—¿Por qué crees que el profesor Harlow vino a mí para que financiara su invento, y no al Gobierno que lo hubiera acogido con entusiasmo?

—Es fácil de suponer —contestó el joven con sorna—. Ningún Gobierno se habría dejado embaucar por un cuento tan infantil.

—Cualquier gobierno se hubiera sentido muy feliz experimentando la genial idea del profesor Harlow —dijo mister Peace—. Desgraciadamente, nuestra máquina carece de utilidad práctica, como no sea la de sustraer al hombre de la fuerza de gravedad terrestre y llevarle hasta los mundos que pueblan el espacio. Empleada como arma de guerra su poder sería ilimitado, ya que podría volar sobre todo el mundo a una altura tan considerable que ningún aeroplano, proyectil u cohete podría interceptarla. El profesor Harlow temía que su máquina pudiera ser utilizada como arma de guerra, y por eso acudió a mí. ¿Comprendes ahora?

Erle Raymer miró al pálido profesor Harlow.

—¿Dónde está ese aparato? —preguntó.

—Cerca de aquí, en el «cañón» del Tonto —contestó mister Peace.

—¿Lo habéis construido aquí mismo?

—Sí.

—¿Con vuestras propias manos? —preguntó Erle con marcada ironía.

—Y con las de cerca de un millar de hombres que han estado trabajando para nosotros dentro del mayor secreto. Todas las piezas del aparato, excepto la pila atómica, fueron construidas por separado en fábricas y talleres esparcidos por todo el país. Los obreros no fueron empleados hasta que llegó el momento de montar las piezas según iban llegando. Y entonces se les hizo creer que trabajaban para el Gobierno y era cuestión de vida o muerte mantener en secreto lo que aquí se estaba haciendo. Durante seis meses esos trabajadores han permanecido aquí encerrados como prisioneros, sin asomar la cabeza fuera de las alambradas del rancho. Su colaboración sin contar la de los especialistas, ni el cuerpo de guardianes, me ha costado la tontería de doce millones de dólares. Otra buena cantidad se la llevó la instalación que hubo de montarse en el «cañón» del Tonto.

Erle Raymer miró a su tío con asombro. Ningún loco habría hablado con tanto aplomo. Erle estaba seguro que su genial tío no había inventado aquella historia. El aparato debía de existir. Un millar de obreros, especialistas e ingenieros estuvieron trabajando en él.

Erle se preguntó si una cuadrilla de estafadores se tomarían el trabajo de armar todo aquel fantástico tinglado para meterse en el bolsillo un puñado de millones.

La respuesta era que sí; que podían haberlo hecho. Sin embargo, el procedimiento no parecía ser normal en estos casos.

—Bueno —dijo mister Peace interrumpiendo las hondas reflexiones de su sobrino—. ¿Qué me dices?

—Creo —dijo Erle lentamente—, que debo ir a ver ese dichoso aparato.

—Nos trasladaremos a él con todo nuestro equipaje después de medianoche —aseguró el archimillonario—. Zarparemos al amanecer.

—¿Rumbo a Venus? —preguntó Erle.

—Sí, rumbo a Venus —repuso mister Peace gravemente—. Ya hemos demorado demasiado la fecha esperando a que tú llegaras. Hace una semana que la astronave quedó completamente equipada y lista para el viaje. Los obreros se muestran inquietos e impacientes por recobrar su libertad. Anteayer hubo un conato de motín, y ayer cinco de ellos intentaron la fuga. Hemos ido aplazando de un día para otro la salida, pero ya no podemos esperar más. Si hubieras llegado sólo doce horas más tarde te habrías quedado en tierra.

—Mucho me temo que nos quedemos todos en Tierra —contestó Erle burlonamente—. Ese artefacto en el que has gastado cincuenta millones de dólares no se elevará jamás.

Mister Peace sonrió.

—Vas a llevarte una sorpresa —aseguró—. El aparato se elevará. Pero ahora ve a tu habitación y quítate esos andrajos de encima. Comeremos dentro de media hora.

Erle salió de la sala haciendo señas a Tony Mills para que le siguiera.