CAPÍTULO III

—¡FANTÁSTICO... MARAVILLOSO! —murmuró mister Peace, no tan bajo que no lo escucharan los demás.

Erle miró fijamente a su tío, esperando que dijera algo más. Pero mister Peace dijo solamente:

—Vuelvan a la cueva. Reforzaremos la guardia por si los compañeros de nuestros venusinos volvieran con ánimos de rescatarlos.

El capitán Whitney designó a los dos vaqueros y a McDermit para que montaran la guardia con él. Los demás volvieron a la cueva curiosos por ver cómo se comportaban los prisioneros.

—Ven aquí, tío. Quiero mostrarte algo.

Erle condujo a mister Peace hasta cerca del borde del precipicio y le mostró el extraño fulgor que brillaba en la distancia.

—Whitney cree que se trata del incendio de una ciudad —explicó el joven—. Ahora que sabemos que existen seres humanos en este planeta ya no me parece una idea tan descabellada.

—Los venusinos que hemos cogido podían venir huyendo de esa ciudad, ¿no es cierto?

—En eso estaba pensando.

—Si hay una ciudad debe encontrarse cerca del río. Iremos a echar un vistazo... sí, iremos a ver qué ha pasado. ¡Dios mío, esto es maravilloso!

—¿El qué es maravilloso? —preguntó Erle intrigado.

—La existencia de seres humanos en Venus, naturalmente. ¿No te das cuenta? Nuestra idea de colonizar este planeta es ahora más hacedera que antes de perder la astronave. Ya no necesitamos importar colonos de la Tierra. Los colonos están aquí. Nosotros traemos el progreso y la civilización. Sólo falta educar a estas gentes y...

—Y erigirte en Emperador de ellos. ¿Es eso lo que quieres decir?

Mister Williams Peace profirió un gruñido y dijo:

—Maldito si me gusta esa costumbre tuya de encontrarle el lado burlesco a las cosas, Erle. Para ti «imperio» es un señor sentado en un trono de oro, con un cetro en la mano, un esclavo espantándole las moscas y siervos rindiéndole vasallaje. Para mí, «imperio» es una nación inmensa hablando una misma lengua, trabajando en un esfuerzo común, un pueblo feliz que vive al unísono del zumbido de las máquinas, orgulloso de formar parte de una sociedad en donde un esfuerzo físico mínimo produce dividendos fabulosos de comodidad y bienestar. Ése y no otro es el Imperio que yo aspiro a levantar aquí.

—Puede que los venusinos no desean progresar. En realidad, ¿qué falta les hace el aire acondicionado, los automóviles ni la televisión? —apuntó Erle.

—Nadie prefiere ir descalzo si se le brinda un par de zapatos. El «slogan» de que el salvaje prefiere sus primitivas costumbres a las del europeo es una falsedad. Cuando el salvaje prueba las comodidades del hombre civilizado las adopta enseguida.

—Sí, y eso les hace más desgraciados.

—Querrás decir que eso complica su antes sencilla existencia.

—Es lo mismo. Los sociólogos consideran que las generaciones antiguas eran más felices que las actuales porque se contentaban con lo que tenían.

—Los sociólogos son unos majaderos —repuso mister Peace agresivamente—. Si los antiguos se hubieran conformado con lo que tenían no existiría el progreso. Remontándonos a las más viejas edades, el hombre no hubiera salido de sus cavernas si un constante afán de mejorar de condición no le hubiera impulsado a aguzar el ingenio para procurarse armas, vivienda y enseres más efectivos. Puedes argüirme que la inquietud del hombre actual es mayor porque mayores son sus necesidades. Bien. Pero a esto te contestaré que precisamente ese penoso camino entre el hacha de pedernal y la pila atómica es lo que quiero evitar a los venusinos. En nuestro viejo mundo el afán de mejorar corre delante de los medios técnicos y económicos. Aquí la técnica y el potencial económico correrán delante de las necesidades del venusino. Éste no tendrá que esperar años enteros a que la televisión se ponga a su alcance, porque ignorará que existe hasta que vea ese chisme entrar por la puerta de su casa. ¿Has comprendido?

—Perfectamente —contestó Erle—. Sólo que me pregunto si un sueño tan ambicioso podrá realizarse alguna vez.

—¡Oh, no te preocupes por eso! De ello me encargo yo. Ven. Vamos a ver qué ha sido de nuestros dos venusinos.

En la caverna el profesor Hagerman extraía con unas largas pinzas la bala del costado del venusino herido, operación para la cual había tenido anestesiarle. El segundo venusino, atado de pies y manos, seguía con ojos asustados las manipulaciones del extranjero sobre su compatriota.

—¿Es grave la herida? —preguntó mister Peace.

—No. La bala atravesó la coraza antes de llegar a la carne y eso le quitó gran parte de su fuerza. No estaba muy profunda —contestó Hagerman mostrando el plomo en el extremo de las pinzas.

—¿Quiere usted ver un notable producto de la industria venusina, señor Peace? —preguntó McAllister.

Y le mostró a éste una espada más bien corta, de hoja ancha, recta y provista de doble filo. Mister Peace tomó el arma comprobando que estaba hecha de bronce y pesaba mucho. Luego, el archimillonario se aproximó al prisionero consciente y se puso a observarlo con el mismo interés que un sabio naturalista examinaría una mariposa recién capturada.

—Parecen robustos e inteligentes —observó.

—Tienen la mandíbula prominente, los brazos más bien largos y las piernas cortas —observó el profesor Hagerman—. Pertenecen sin duda a una raza joven, no mucho más evolucionada que nuestro hombre de Neandertal.

—Pero mucho más inteligente, según se desprende de sus armas y corazas. Conocen y trabajan el metal.

—Sin embargo, ignoran el telar. El taparrabos y la camisa que visten debajo del bronce son de piel de ante groseramente cosida.

Los guerreros, en efecto, llevaban un faldellín de láminas de bronce y debajo un calzoncillo de piel flexible. El cinturón, las sandalias y las polainas, eran de cuero crudo. Por cierto, que tanto las sandalias como las polainas de los dos venusinos, parecían haber sido chamuscadas recientemente.

—Sería interesante saber de dónde vienen, hacia dónde se dirigían, cómo viven y cuáles son sus problemas.

—¡Oh no tardaremos en conocerlo! —aseguró el profesor Clancey—. La dificultad estriba principalmente en saber ganarnos su voluntad. Cuando dejen de temernos no será difícil lograr entenderlos.

—¿Cómo?

—Pues sencillamente, señalándoles los objetos y apuntando sus respuestas para formar una especie de diccionario terrícola-venusino.

—Es una excelente idea —dijo mister Peace—. Denle a este joven algo de comer para ver cómo reacciona.

Pero la reacción del venusino no fue precisamente muy alentadora. Tony Mills trajo un plato con carne de buey en conserva y lo acercó al prisionero. Éste levantó las piernas atadas y lanzó el plato al techo de un certero puntapié.

—Se ve que no tiene apetito —dijo mister Peace—. Veremos si se porta tan groseramente cuando el hambre le haga cosquillas en el estómago.

Dando por terminada la prueba y dejando a Domingo Hernández para que vigilara los prisioneros, los robinsones volvieron a sus catres de campaña, los cuales tenían colchones neumáticos inflados de aire.

La noche transcurrió sin que alarma alguna turbara el ligero sueño de los terrícolas. Erle despertó varias veces y la última de ellas, viendo la entrada de la cueva iluminada por la lechosa claridad del alba, se levantó y salió fuera.

—¡Hola, buenos días! —saludó Whitney.

Whitney se hallaba sobre el automóvil «jeep» manejando una llave inglesa, con la cual apretaba las tuercas de un soporte de ametralladora adaptado al respaldo del asiento anterior del «jeep».

—¿Se ha levantado usted ya, o es que todavía no se acostó?

—No me acosté —contestó Whitney saltando del coche—. Esos indígenas que utilizan pterodáctylus como caballería aérea me tenían intranquilo.

—¿Cree que volverán?

—Sí. Y entonces estaremos en condiciones de dispensarles una acogida más calurosa. Me he entretenido montando las ametralladoras de veinte milímetros en los soportes antiaéreos del «jeep» y del transporte Breen. ¿Quiere ayudarme a traer las máquinas?

Las «máquinas» en el argot castrense del capitán Whitney eran las ametralladoras propiamente dichas. Éstas eran muy pesadas y venían embaladas en sendos largos cajones.

Whitney y Erle ya habían colocado las ametralladoras en sus respectivos soportes y estaban acarreando cajas de munición cuando mister Williams Peace asomó en la boca de la caverna.

Mister Peace aprobó con un movimiento de cabeza lo que Whitney había hecho y le sugirió que situara ambos vehículos cerca del borde del precipicio para así dominar mejor parte del abismo existente entre la cornisa y la profunda selva.

Erle y Whitney habían empezado a maniobrar con los vehículos cuando McAllister, que era uno de los centinelas, empezó a dar saltos y a gritar:

—¡Los pajarracos... que vuelven los pajarracos!

El ronquido de los motores había despertado a todo el campamento y un grupo de hombres estaba saliendo de la caverna al producirse la alarma. Inmediatamente retrocedieron para volver a entrar en busca de sus armas.

Erle, ante el volante del «jeep» miró en la dirección que señalaba McAllister. La luz del día era ya muy fuerte, así que no encontró dificultad alguna en ver una línea de cuerpos oscuros que se movía en el aire acercándose con mucha rapidez.

—¡No disparen mientras yo no lo ordene! —gritó mister Peace—. Si es posible deseo hacerles comprender que sólo nos animan intenciones pacíficas.

Erle, por si acaso, abandonó el volante del «jeep» y saltó al asiento de detrás para empuñar la ametralladora.

—¿Sabrá manejarla usted? —le gritó el capitán Whitney.

—Espero saber hacerlo.

Los objetos voladores seguían acercándose a muy buena velocidad. Vendrían a ser unos cincuenta y formaban una línea ondulante.

—¡Señor Peace! —gritó McAllister en un estado de aguda excitación—. ¡Eso no son pterodáctylus!

La afirmación del ingeniero abrió un corto paréntesis en la agitación del campamento. Todos se quedaron mirando fijamente a la extraña formación. Ésta no venía recto a la meseta, sino que seguía el curso del gran río que atravesaba el valle contiguo.

—¡No se muevan... quizás pasen sin vernos! —gritó mister Peace.

Los animales voladores llegaron a la altura del acantilado. Ahora podía vérseles de perfil. No eran pterodáctylus, sino algo parecido a...

—¡Cielo santo... son saltamontes! —se oyó exclamar roncamente al profesor Hagerman.

Erle reconoció con un estremecimiento de frío ciertos rasgos propios de los saltamontes; frente ancha y plana, cuerpo alargado en forma de féretro, grandes patas en forma de sierra...

Unas figuras vagamente familiares montaban a los gigantescos saltamontes.

—¡Hombres insecto! —murmuró Erle recordando con pánico el primer y dramático encuentro con aquellas diabólicas criaturas, sólo cinco días atrás.

El saltamontes que iba en el extremo del ala se separó de la formación para acercarse a la alta cornisa del acantilado. Erle comprendió que acababan de ser descubiertos y tiró con fuerza de la palanca recuperadora de la pesada ametralladora.

El chasquido del muelle y el cartucho que entraba en la recámara sonó como un disparo en el campamento rompiendo la inmovilidad de cuantos en él se encontraban.

—¡Pronto... busquen protección por ahí! —se oyó gritar a mister Peace—. ¡Las mujeres a la caverna...!

La ametralladora antiaérea del «Breen» empezó a tabletear con estruendo, manejada por el capitán Whitney. Erle vio con regocijo cómo las balas trazadoras dejaban largos rastros de humo en el espacio, antes de caer sobre el saltamontes gigante y su fantástico jinete.

El insecto, alcanzado repetidamente por los proyectiles de 20 milímetros, agitó sus grandes alas y se hundió en el espacio llevando todavía asido a sus lomos al jinete.

—¡Muy bien, Willard! —gritó Erle llamando al capitán por su nombre de pila.

—No me felicite tan pronto —contestó Whitney desde el «Breen»—. ¡Ahí vienen los otros!

En efecto; toda la extraña formación de saltamontes había alterado el rumbo y venía volando raudamente contra el campamento. Sus alas, al batir velozmente en el aire, producían un sordo y amenazador zumbido que iba aumentando en intensidad a medida que se aproximaban.