CAPÍTULO II
UNA HORA MÁS tarde y ya repuestos de la tremenda impresión que les produjo la veloz carrera a través de la ciudad montados en aquella bestia metálica que rugía y profería desaforados alaridos, el príncipe Duibo y el oficial de su escolta almorzaban con los extranjeros cuya fama les indujo a emprender tan largo viaje.
Fue entonces cuando supo Duibo que sus anfitriones no eran dioses, sino extranjeros llegados años atrás de un lejano planeta llamado Tierra.
Como para Duibo la expresión «planeta» carecía de significado, entendió que los extranjeros procedían de algún país enormemente lejano, sin que en su idea de la lejanía intervinieran espacios cósmicos, estrellas ni otras zarandajas por el estilo.
Uno de los extranjeros llamado Williams Peace, el cual parecía gozar de autoridad sobre todos los otros, le contó que encontrándose en la Tierra recibió la visita del padre de la señorita Harlow el cual le invitó a costear la construcción de una gran nave voladora con la cual se podría ir hasta Venus y descubrir lo que había en aquellas lejanas tierras.
—Venus —añadió William Peace a título de aclaración—, es el nombre con el cual se conoce este país en la Tierra.
Duibo, que ya se estaba armando un lío con aquello de «la Tierra», «nave voladora» y «Venus», asintió por no complicar más las cosas.
Mister Peace —«mister», al parecer, era un equivalente a «señor» allá en la Tierra— siguió contando que habiendo accedido a la proposición del padre de la señorita Harlow construyeron la nave voladora y emprendieron el viaje hasta llegar a Venus. Como no sabían lo que les esperaba al desembarcar en Venus fueron a aterrizar en la calurosa zona del ecuador, un país enorme cubierto de intrincadas y gigantescas selvas donde se tropezaron con los hombres-insecto, al que los obitas conocían también con el nombre de «hombres-araña».
—Eso está muy al norte —aseguró Duibo.
Y mister Peace preguntó con ansiedad:
—¿Han llegado ustedes alguna vez hasta allá tripulando sus barcos o volando con esas grandes aves?
Duibo movió la cabeza negando.
—No, nunca hemos llegado tan lejos. El océano que nos separa de ese país está lleno de serpientes de mar y otros monstruos marinos que se tragan enteras a las naves y, por otra parte, está demasiado lejos para que nuestras «muscaris» puedan llegar allá en un solo vuelo sin escalas.
Mister Peace puso gesto contrito y Duibo añadió:
—Por lo demás ningún objeto tendría que fuéramos allá. Aquel país está habitado por legiones de hombres-araña y se dice que hace tanto calor que el fuego brota de la tierra haciendo imposible la permanencia en él de seres como nosotros.
—Bueno, no es tanto —murmuró mister Peace—. El calor es realmente sofocante, pero la criatura humana puede vivir allí a condición de no prolongar mucho su estancia. Nosotros estuvimos.
—No en Kotimak —aseguró Duibo—. Estarías más al sur, en el país donde los hombres-araña llevan cascos y corazas de oro. Kotimak es el centro del infierno.
—Si Kotimak es el centro del infierno, nosotros estuvimos en ese infierno, no lo dude —aseguró mister Peace.
Y contó cómo apenas habían desembarcado en aquella humeante tierra se vieron atacados por los hombres-insecto, los cuales mataron y devoraron a algunos de los expedicionarios, entre éstos al profesor Harlow, padre de la señorita Mildred.
El príncipe Duibo miró a Mildred, que estaba al otro lado de la mesa, y viendo sus hermosos ojos llenos de lágrimas se sintió lleno de compasión hacia ella.
—Cuando luego de feroz lucha huyeron aquellas fieras —prosiguió diciendo el señor Peace— abrimos un agujero en el suelo para enterrar los restos de nuestros desdichados compañeros. Al horadar la roca encontramos una rica vena de oro, lo cual trastornó las cabezas de toda la expedición. Mis hombres no quisieron marcharse sin coger todo el oro, pero se hizo de noche y tuvimos que abandonar aquel lugar.
Duibo asintió comprensivo y dijo:
—También el oro hace perder la cabeza a los uchimes.
Mister Peace no tomó en cuenta la interrupción y siguió narrando:
—Levantamos el vuelo y nos dirigimos hacia el sur, donde esperábamos encontrar tierras menos calurosas. Vinimos a aterrizar por pura casualidad en el país de los obitas, en un paraje situado entre las ciudades de Hagar y Yaart. Pero nosotros desconocíamos en aquel momento la existencia de estas ciudades. Nos creíamos completamente solos en un mundo deshabitado. Durante tres días estuvimos empleados en descargar el equipo que traíamos en nuestra astronave. Al anochecer del tercer día, cuando estábamos sacando la última pieza de la bodega... cinco de nuestros compañeros nos traicionaron escapando en la astronave y dejándonos a todos los demás en el suelo.
Duibo, cogido de sorpresa, abrió sus ojos de par en par.
—¿Se marcharon dejándoos abandonados? ¿Y por qué?
—Por causa de aquel maldito oro que habíamos cogido en Kotimak al abrir la tumba para nuestros compañeros. El oro es muy apreciado en la Tierra donde sólo se encuentra por rareza. Aquel oro estaba a bordo. Yo pensaba destinarlo a la compra de nuevo material: tractores, arados, tornos y herramientas y utensilios para la nueva colonia que soñaba formar en Venus. Los traidores debieron pensar que si repartían el oro entre cinco saldrían a mayor parte que si lo repartían entre veinte. Así que tomaron la astronave y se largaron.
—¿Regresaron a ese país que vosotros llamáis la Tierra?
—Eso creímos. Pero no fue así. Aquella misma noche descubrimos que estas tierras estaban habitadas por seres como nosotros. Habíamos llegado al comenzar el verano, o sea cuando los hombres-insecto suelen efectuar sus periódicas inmigraciones en busca de carne humana. Tuvimos una refriega con esos diabólicos bichos, pero aunque les rechazamos aquella vez calculamos que no tardarían en volver en mayor número y evacuamos el campamento yendo a parar a una ciudad llamada Yaart.
—La he visto al venir —aseguró Duibo—. Está desierta y semiderruida.
—Sí —contestó mister Peace—. Los hombres-insecto atacaron Yaart unas semanas más tarde, pero fueron completamente derrotados. Mientras preparábamos la defensa de la ciudad, un día que tuvimos que utilizar la radio para comunicar a distancia, escuchamos una llamada hecha desde nuestra perdida astronave. Entonces supimos que los traidores no habían regresado a la Tierra sino que, instigados por la codicia, volvieron a ese infernal país llamado Kotimak con el propósito de coger más oro antes de emprender viaje de regreso a la Tierra. No sabemos lo que ocurrió, aunque se deduce que habiendo regresado al punto donde aterrizamos la primera vez se pusieron a cavar hasta que los hombres-insecto se lanzaron sobre ellos y los devoraron a todos.
Duibo miró de soslayo a aquel hombre de edad que respondía al nombre de Williams Peace. Hacía rato que en la mente del joven príncipe apuntaba la sospecha de que los extranjeros mentían. Pero con las últimas palabras del señor Peace esta sospecha adquirió plena certidumbre. ¿Pues cómo pudieron oír desde Yaart la llamada que les hacían sus compañeros desde Kotimak, situado en los confines del mundo?
Mister Peace no debió caer en la sutileza de Duibo, pues siguió diciendo:
—Por esto le pregunté si sabía de algún medio para llegar hasta el corazón de ese territorio que ustedes llaman Kotimak. Nuestra astronave lleva allí cerca de dos años en completo abandono. Necesitamos llegar hasta ella para rescatarla y poder volver a nuestro mundo. Al verle llegar pensamos que quizás ustedes pudieran ayudarnos.
Duibo se replegó astutamente. Ahora que iba conociendo mejor a los extranjeros empezó a perder el respeto supersticioso que éstos le inspiraban incluso antes de encontrarles. Había averiguado que no eran dioses ni podían hacerlo todo, pues de lo contrario no acudirían a él en demanda de ayuda.
Sin embargo Duibo necesitaba conocer algunas cosas más, y como había tenido en su padre un buen maestro en el arte de la diplomacia preguntó:
—¿Es tan necesario que lleguéis hasta Kotimak?
Los extranjeros cayeron en la celada. Eran bastantes tontos, después de todo. Y como al parecer se sentían muy ufanos de todas las cosas sorprendentes que podían hacer empezaron a hablar.
Hablaron mucho durante largo rato, asegurando que aquello que ellos llamaban astronave les era imprescindible para poder regresar a su mundo de origen. No era que quisieran marcharse porque este país les desagradara, no. Todo lo contrario. Les gustaba mucho y esperaban regresar pronto con su astronave repleta de monstruos metálicos como aquél que tanto impresionó a Duibo nada más llegar.
Y también pensaban traer cierto número de sabios como ellos, los cuales enseñarían a los obitas a labrar la tierra, levantar sólidas casas de ladrillo, tejer las telas, construir mayor número de bestias de metal y fabricar y multiplicar las prodigiosas armas que soltaban rayos y truenos matando hombres-insecto y fieras a mayor distancia y con mayor precisión que las flechas lanzadas en arco.
Los extranjeros no dijeron si aquellas armas podían matar también guerreros uchimes como mataban fieras y hombres-insecto. Pero aunque no lo dijeron Duibo lo dio por supuesto. Y esto le disgustó sobremanera. Al poderoso Imperio Uchime no le convenía en modo alguno tener unos vecinos tan fuertes y ambiciosos...
—Supongamos que nunca pudierais llegar a Kotimak, ni recobrar vuestra astronave, ni regresar a vuestro mundo. ¿Qué harías entonces? —preguntó Duibo.
—La obra colonizadora que aspiramos a realizar en Venus se retrasaría en veinte años por falta de técnicos. Tendríamos que hacerlo todo con nuestras propias manos —aseguró mister Peace.
—Verdaderamente, sería un desastre para los que no sentimos el menor deseo de quedarnos en Venus a perpetuidad —dijo otro de los presentes, hombre de mediana edad que respondía al nombre de profesor Hagerman.
—Pero no hay razones para temer tal cosa —dijo aquel apuesto joven que se llamaba Erle Raymer mirando con ironía al profesor Hagerman—. Tenemos medios para llegar hasta Kotimak y sacar nuestra astronave del maldito agujero donde está metida.
Esta afirmación pilló de sorpresa a Duibo y le causó un intenso malestar. ¿Así que los extranjeros poseían medios para llegar hasta su extraña aeronave y rescatarla?
No tardó Duibo en saber a qué medios aludía Erle. En primer lugar estaba aquel barco que él viera desde el aire momentos antes de aterrizar. En segundo lugar los extranjeros contaban con una nave aérea a la que llamaban «hidroavión». Los terrícolas se proponían cruzar el océano en su barco llevando el tal «hidroavión» sobre cubierta. Al llegar ante las costas de Kotimak lanzarían el «hidroavión» al agua, éste se remontaría en el aire y exploraría el territorio situado dentro de su radio de acción en busca de la «astronave».
El príncipe Duibo entendió que el tal «hidroavión» era una nave de alambres y cañas de bambú como la suya. Así creyó comprender por qué los extranjeros esperaban que él les ayudara. Los obitas no tenían «muscaris» y los «dragos» eran animales de vuelo lento y corto. Los terrícolas, por lo visto, querían que Duibo les cediera algunas parejas de «muscaris» para que remolcaran su pájaro rígido a través del cielo de Kotimak.
Ahora bien; como Duibo no deseaba ayudar a los terrícolas ni darles una negativa rotunda en la cuestión de los «muscaris» insistió en los riesgos que entrañaba el viaje a través del océano... monstruos, pulpos gigantes, serpientes de mar, tifones y tempestades...
—Vuestro barco jamás podrá llegar a las costas de Kotimak —aseguró.
—Hemos construido nuestro barco de hierro para que resista los más duros temporales. Y en cuanto a las serpientes de mar y demás monstruos, si es que existen, tenemos buenos medios para hacerles pedazos si llegaran a atacarnos. Venga Su Alteza y verá nuestro barco.
Los comensales abandonaron la mesa y salieron en grupo de la casa de ladrillos acercándose al muelle.
Amarrada al embarcadero se veía una extraña lancha de aspecto endeble que ofrecía la particularidad de carecer de remos y de vela. Era una embarcación grande, muy capaz para todo el grupo.
Duibo y Olaf saltaron a bordo de la lancha muy ajenos a la sorpresa que les aguardaba. Erle Raymer les llevó a popa y allí les señaló un gran remo metálico que se hundía en el agua a modo de timón.
—Es un motor de gasolina —dijo Erle. Y tiró con fuerza de un cordel.
Se escuchó al punto un espantoso rugido que erizó los cabellos de Duibo y su capitán. Instintivamente, ambos se alejaron de un salto que hizo balancearse la embarcación y arrancó una carcajada desconsiderada de los terrícolas.
La canoa había echado a andar partiendo con rapidez las tranquilas aguas del lago dejando tras sí una amplia estela de espuma.
—Huyamos, Alteza —murmuró Olaf castañeteando los dientes junto al oído de Duibo—. Esto es magia... ¡brujerías, señor!
Pero Duibo era valiente, a pesar de todo. La creencia de que los extranjeros eran seres humanos como él y como Olaf acababa de esfumarse cediendo lugar a la sospecha de que eran dioses. ¿Cómo, de otra forma, podrían navegar tan velozmente con aquella canoa desprovista de vela, de remos ni fuerza visible que la impulsara?
Y como en el plano sobrenatural Duibo podía admitir como posibles las cosas más extravagantes, compuso la expresión temerosa de su noble rostro e hizo una reverencia a las extraordinarias criaturas murmurando:
—¿Por qué habéis querido burlaros de mí, oh dioses? No sois criaturas mortales, sino seres omnipotentes mandadas a la tierra por vuestro padre Cirón.
—No diga tonterías, amigo —refunfuñó mister Peace—. Nosotros somos tan mortales como usted. No somos dioses, ni siquiera magos o brujos. Estas cosas que a usted le parecen sobrenaturales corresponden a actos y hechos corrientes en nuestro mundo. La ciencia y la técnica terrestres marchan lo menos treinta siglos adelantadas a las de ustedes, eso es todo.
Duibo no supo qué contestar porque su confusión era tremenda en aquellos instantes.
—Se lo voy a demostrar —dijo mister Peace—. Venga usted aquí y empuñe el timón. Verá cómo le obedece la canoa, aunque usted no es un dios ni un mago.
Haciendo acopio de valor Duibo volvió a popa y puso su mano temblorosa junto a la de Erle.
—Yo suelto ahora —dijo el joven terrícola sonriendo. Y soltó.
Duibo se encontró con su mano sobre aquella caña de metal que le trasmitía sus misteriosas vibraciones. Animado por los extranjeros empujó suavemente la barra, viendo con satisfacción que la canoa obedecía a su mano virando como otra embarcación cualquiera, sólo que más rápidamente.
—¿Ve usted? —le dijo mister Peace mientras la canoa zigzagueaba a través del lago—. La fuerza que empuja a la lancha reside en una máquina oculta en el interior de esa caña. La tal máquina ha sido construida por hombres como usted y como yo y todo su secreto consiste en saberla hacer, lo cual no es demasiado difícil teniendo los medios apropiados.
Erle Raymer volvió a tomar el timón de la canoa y la condujo hasta el barco. Duibo comprobó entonces con asombro que el tal barco tenía el casco de metal. Sus anfitriones se lo mostraron de arriba abajo deteniéndose un buen rato en lo que ellos llamaban «sala de máquinas». Aquí presenció Duibo uno de los hechos más extraños de cuantos llevaba vistos. Pulsando una pequeña astilla de una materia negra y brillante se escuchaba un chasquido y enseguida se hacía una luz brillante que salía de un pequeño globo de cristal, en cuyo interior ardían unos hilos muy finos.
A Duibo le dijeron que aquello era la luz «eléctrica» con la cual se iluminaban todas las casas de aquel lejano mundo llamado la Tierra. En la imaginación del joven príncipe la Tierra iba apareciendo como un país maravilloso, donde la gente vivía feliz disfrutando de los portentosos adelantos de su avanzada civilización.
Le sorprendió mucho saber en los días sucesivos que, lejos de ser felices, las gentes de la Tierra vivían sumidas en la desdicha a causa de las diferencias y rivalidades existentes entre los distintos pueblos y razas de aquel mundo.
Precisamente el viaje de los terrícolas hasta el país de los obitas estaba inspirado en el sueño de mister Peace de crear aquí una nación donde estuvieran corregidos todos los defectos causantes de la desgracia de la Tierra. Los extranjeros trataron de ser muy persuasivos al hablarle a Duibo de sus proyectos. Los uchimes, al parecer, debían renunciar a su neta supremacía sobre las naciones vecinas en pro del bienestar común. Debían de derribarse las fronteras, eliminar la diferencia de castas, dejar en libertad a los esclavos, aspirar a la felicidad del prójimo con preferencia al bienestar propio y hacer otras mil cosas absurdas, ninguna de las cuales le gustaba a Duibo.
Como si comprendieran la profunda impresión que en el ánimo de Duibo causaban la belleza y la dulzura de miss Mildred Harlow, los extranjeros delegaron en la muchacha la tarea de acompañarle a todas partes, explicarle los fundamentos científicos de todos sus maravillosos inventos y convencerle acerca de las ventajas que reportaría a la nación uchime acceder a sus disparatadas pretensiones.
De resultas de este continuo contacto y de la primera y favorable impresión que la joven causó en Duibo, éste se enamoró súbita y ardientemente de Mildred Harlow.
Pero Duibo, que era astuto, ocultó su amor tan profundamente como el proyecto que iba perfilándose en su imaginación. Antes de poner éste en práctica necesitaba conocer mejor a los terrícolas.
Durante dos semanas —la semana de los terrícolas era de seis días laborables y uno de descanso— el príncipe Duibo se dejó llevar de un lado para otro simulando gran admiración por todo lo que sus anfitriones le enseñaban.
Esta admiración, para hacer justicia a la verdad, era más veces sincera que fingida. Duibo fue llevado en automóvil a lo largo de una magnífica carretera asfaltada hasta la fábrica de electricidad emplazada al pie de una cascada. Allí vio el noble uchime al gigante de metal llamado «turbina» que, acostado y chupando el agua de un largo tubo, giraba furiosamente dentro de una casa limpia y silenciosa como un templo.
La electricidad fabricada por el monstruo bebedor de agua cabalgaba luego por un delgado hilo de cobre durante varias leguas y llegaba a la ciudad. Aquí, Duibo visitó los talleres donde los artesanos nativos, bajo la dirección de los extranjeros, fabricaban aquel raro metal llamado «acero», infinitamente más flexible y duro que el cobre de que estaban fabricadas las armas y las herramientas uchimes.
Con el acero los terrícolas fabricaban preciosas herramientas de toda clase: machetes, hachas, sierras, cuchillos, azadones y arados. Todo de una calidad, una ligereza y una dureza superiores a los productos de la industria uchime.
También se construían allí unos originales arcos de acero llamados «ballestas» que lanzaban flechas con una fuerza de penetración y un alcance muy superiores a las de los arcos de madera uchimes. Pero la obra de que más orgullosos se mostraban los terrícolas era su «hidroavión».
Duibo vio al fin este pájaro mecánico, y todo cuanto había visto hasta entonces quedó empalidecido frente al asombro que le produjo aquel artefacto.
—El motor lo sacamos de uno de nuestros tractores —confió un hombre llamado McAllister al príncipe Duibo—. Todo lo demás lo hicimos nosotros con nuestras propias manos.
El «hidroavión» fue sacado de un amplio barracón contiguo al lago y botado al agua. El príncipe meneó la cabeza con pesimismo. ¿Cómo era posible que volara aquella «cosa» sin mover las alas ni aves que la remolcaran?
Erle Raymer trepó al fantástico pájaro y se acurrucó en un agujero que éste tenía entre las alas. De pronto se escuchó un terrorífico rugido y el «hidroavión» hizo girar locamente unos remos de madera que tenía en la punta de la nariz. Erle saludó con una mano, y con gran estupefacción de Duibo el pájaro empezó a deslizarse rápidamente sobre el agua.
El «hidroavión» se elevó majestuosamente en el aire, dio media vuelta y volvió rugiendo espantosamente sobre el grupo que presenciaba sus evoluciones. En aquel momento Duibo comprendió que ninguna fuerza de «muscaris» podría enfrentarse jamás con una bandada de aquellos hidroaviones. Si los endiablados extranjeros construían una flota de aquellos monstruos no tendrían que rogar al imperio uchime que borrara sus fronteras, depusiera a su emperador y aceptara la forma de vida que ellos quisieran. Con aquellos pájaros, las armas que tenían y sus recursos industriales y agrícolas, los extranjeros pronto estarían en condiciones de imponer su voluntad al mundo entero.
Duibo decidió que ya había visto bastante e hizo sus preparativos para regresar a Uchime. Pero se guardó mucho de advertir a los terrícolas.
Dos noches más tarde los dos mil guerreros uchimes acampados junto al lago ensillaron en silencio sus «muscari» y mientras unos quinientos de ellos se deslizaban al hurto por las silenciosas y desiertas calles de la ciudad, los otros encendían simultáneamente un millar de antorchas, montaban en sus aves y levantaban el vuelo.
La primera señal de alarma llegó a los terrícolas en forma de un agudo grito de mujer. Miss Mildred Harlow acababa de ser sorprendida en su lecho mientras dormía y, atada y amordazada, fue sacada rápidamente por la ventana y puesta en brazos de un grupo de robustos uchimes que esperaban afuera.
Simultáneamente con el grito de Mildred Harlow, un coro de salvajes alaridos resonó sobre la dormida ciudad. Enseguida empezaron a llover antorchas sobre las techumbres de paja de las chozas, a través de las ventanas de las casas y en todas partes donde hubiera cualquier cosa inflamable.
Cuando los sorprendidos habitantes de Nueva América salieron a la calle, el cielo, sobre la ciudad, empezaba a teñirse de rojo. De aquel cielo bajó silbando una nube de flechas que, implacable, perseguía a los que escapaban de sus chozas incendiadas sin hacer distinción entre hombres, mujeres, ancianos o niños.
Los talleres, la fundición y los almacenes ardían como teas. También ardía el barracón donde se guardaba el aeroplano, el garaje, los botes, el embarcadero y el mismo barco anclado en el lago. Las latas de gasolina del hangar explotaron con estruendo incrementando el incendio. Otra horrorosa explosión conmovió la ciudad al saltar el parque de las piezas antiaéreas junto con las granadas allí almacenadas...
El resplandor de los incendios iluminaba tan magníficamente la ciudad que los soldados uchimes, cabalgando en sus ágiles y gigantescas «muscari», no encontraban dificultad para herir con sus flechas a la gente que huía alocadamente de un lado a otro.
En el edificio de ladrillo donde vivían los terrícolas el incendio comenzó en la misma habitación de la cual acababa de ser raptada Mildred Harlow. Unos instantes después, al lanzarse fuera de la casa empuñando una ametralladora, el capitán Willard Whitney cayó de bruces con una flecha uchime clavada entre los omoplatos.
Hasta quince minutos más tarde los terrícolas no pudieron abandonar el edificio, batido desde el aire por las flechas uchimes. Cuando finalmente salieron de la casa los uchimes se habían marchado, la mayor parte de su trabajo de dos años se perdía entre las llamas y el bravo capitán Whitney acababa de expirar.