El tercio de Montserrat se traslada
Habían defendido Villalba durante once días interminables. Los relevaron el 9 de agosto, no para descansar sino para saltar de la sartén al fuego; ahora deberían atacar en lugar de defenderse. De momento, se desplazaron hasta el sector de Gandesa, a pie, con aquel tremendo calor, cargados con todo su equipo y, como las desgracias nunca llegan solas, el comandante Martínez equivocó el camino —le llamaban el Carreteras porque siempre se equivocaba en las marchas, obligando a sus hombres a hacer grandes distancias— y anduvieron 40 kilómetros suplementarios. Les dijeron que disfrutarían de unos días de descanso y, después, asaltarían Pandols.
Ciertamente, necesitaban descansar tras la dura experiencia sufrida en Villalba, donde padecieron 241 bajas, entre ellas 8 oficiales y 18 sargentos. En total: 58 muertos y 183 heridos, casi un tercio de sus efectivos. Sin embargo, descansaron poco, porque el 13 de agosto les ordenaron regresar a Villalba para participar en una ofensiva que se desarrollaría en aquel sector.
Esta vez tuvieron más suerte; los trasladaron en camiones y quedaron instalados en trincheras hasta que llegara el día del ataque. La víspera del día señalado, sabiendo que debían atacar posiciones fuertemente defendidas, todos los miembros del Tercio escucharon misa y comulgaron. Bastantes hombres pasaron buena parte de la noche rezando el rosario: sabían que muchos de ellos morirían al día siguiente.
Desde principios de agosto los republicanos fortificados ante Villalba gozaban de cierta tranquilidad. Las posiciones intercambiaban frecuentes disparos entre sí, pero nadie se lanzaba a la ofensiva. Sin embargo, esperaban un gran ataque de un momento a otro y aceleraban al máximo las obras defensivas y extremaban la vigilancia para prevenir las sorpresas. A Ramón Biosca le había tocado servicio de escucha varias noches, en terreno de nadie, frente a Punta Targa. Escuchó desde su agujero, permaneció atento al canto de las cigarras y los suaves suspiros de la noche, mezclados con los ruidos de sus enemigos. En la oscuridad sonaban las canciones, las voces y los murmullos monocordes de los rosarios colectivos que rezaron los requetés, preparándose para el combate.
A pesar de los calores diurnos, al ponerse el sol, refrescaba y, durante la noche hacía frío.
Ramón no llevaba abrigo alguno a su puesto de escucha, pues no quería correr el riesgo de dormirse y se metía en su agujero, con la sola compañía de una granada de mano y el fusil con la bayoneta calada. Tenía orden de tirar la bomba y volver corriendo a sus trincheras si oía algún ruido sospechoso y escuchaba, mientras se mantenía despierto por el frío y el miedo, porque corría la historia de que unidades especializadas de moros cazaban a los escuchas.
Aseguraban que, agazapados en la noche, se acercaban sigilosamente y les rebanaban el cuello con la facilidad de quien corta una sandia. Era cierto, en alguna ocasión cuando los escuchas no regresaban al amanecer, la patrulla que fue a buscarlos los encontró degollados en su puesto, con la garganta segada por un enorme tajo y el uniforme cubierto de sangre.