Los republicanos inician el paso

La gran operación del Ebro nunca podría convertirse en una maniobra de distracción a gran escala porque el ejército Popular carecía de suficiente material y reservas. El general Rojo había señalado que debía comenzar a las 0.15 horas del 25 de julio. Aquella ofensiva, además de cumplir sus objetivos políticos y estratégicos, debían animar a la retaguardia republicana con la evidencia de que su ejército Popular podía desarrollar una maniobra precisa y conseguir una victoria sonada.

Dos cuerpos del ejército, el XV y el V, cada uno con tres divisiones, cruzarían el Ebro. El XV cuerpo, con sus divisiones 42.ª, 3.ª y 35.ª, al mando de Tagüeña, abarcaba el sector de Mequinenza hasta Ascó y debían dirigir una flecha hacia la Pobla de Masaluca y Villalba dels Arcs, mientras que otra ocupada Corbera d’Ebre, apuntando hacia Gandesa. El V cuerpo de Líster, con sus divisiones 11.ª, 46.ª y 45.ª, dirigía una flecha hacia Gandesa y la sierra de Pandols, con ánimo de desbordar al pueblo por el sur.

El 24 de junio por la mañana, Rojo y Modesto reunieron a los jefes de cuerpo y de división para dar las últimas instrucciones. No hubo entrenamientos y el soldado Julio Rovira Plá pasó la mañana charlando bajo un gran árbol porque llovía un poco. No habían recibido órdenes ni noticias, pero cundía el nerviosismo y se adivinaba un acontecimiento próximo. Al anochecer, les ordenaron amontonar los macutos en el interior de una casa de campo, donde los dejaron, quedándose sólo con el fusil y la manta. El capitán entregó a cada uno diez peines de balas, es decir, cincuenta cartuchos, y cinco granadas de mano, que no sabían dónde guardar porque carecían de bolsas o cartucheras especiales. Una o dos bombas podían meterlas en los bolsillos, pero no cinco, nada menos. Ya estaba claro que algo importante iba a suceder y, mientras cada cual quedaba con sus pensamientos, Julio se concentró en los recuerdos de su mujer y sus dos hijos.

Como cada noche, les repartieron el rancho y Ramón Prieto se alegró de que, en lugar de echarle en el plato de aluminio las eternas lentejas con aceite, le dieran garbanzos con tocino y chorizo. Luego llegó un camioncito, los soldados se acercaron en fila y a cada uno le dieron una copa de coñac. Era una costumbre que los dos bandos respetaban escrupulosamente antes del combate. Al coñac le llamaban «saltaparapetos».

El jefe supremo de la operación, el teniente coronel Juan Modesto, tenía un puesto de mando en la Mola de San Pau, a 3 kilómetros del pueblo de La Figueroa. Una obra bien hecha por una compañía de fortificaciones y obras al mando de un alemán, que había comenzado a trabajar a principios de mayo y tardó un mes y medio en acabarla. Resultaba invisible para el enemigo, porque se había excavado dejando la cuna intacta y sacando la tierra por retaguardia. Estaba construida con cemento y desde la entrada se bifurcaba en dos ramales, el de la izquierda daba a un largo mirador disimulado sobre el río, el de la derecha conducía a una larga habitación con una repisa llena de teléfonos, único medio de transmisiones al no existir radios de campaña.

Cuando ya faltaban pocos minutos para la hora, el teniente coronel José Tagüeña, jefe del XV Cuerpo, se alarmó al ver avanzar una caravana de camiones con las luces encendidas y enorme ruido de motores. Era un convoy que transportaba barcas y una pasarela a Vinebre y, como llegaba tarde, había encendido los focos para ganar tiempo. Tagüeña envió a un oficial en una moto para que encaminara la caravana hacia el norte del despliegue, que era su destino, llevando las luces apagadas, aunque sin poder aminorar el ruido. Aquel a anécdota consumió los últimos minutos de la tensa espera.

En algunos casos resultó difícil llevar las barcas hasta el agua. Habían sido escondidas a cierta distancia y no era fácil moverlas en plana noche. Los hombres debían transportarlas a peso, sin arrástralas, para no dañar el frágil fondo con el suelo, que no siempre era llano. En ocasiones sorteaban barrancos, que parecían pequeños a la luz del día y, a oscuras, y cargados con una barca, se hacían infranqueables. Los soldados tropezaban sosteniendo aquellos artefactos, difíciles de agarrar. Incluso botes estaban en más o se habían agrietado por permanecer en seco en pleno verano, de modo que, al meterlos en el río, hicieron agua. Tantas dificultades impidieron que todas las barcas estuvieras dispuestas al mismo tiempo y obligaron a realizar una salida escalonada, que resultaba peligrosa porque se podía alertar al enemigo y ser tiroteado en mitad de la corriente.

La noche era oscura, sin luna, con brisa débil. La espera se había hecho con una tensión insoportable, porque nada es más angustioso que desconocer cuándo comenzará el combate ni qué resultados tendrá. El cabo Salvador Arnau, de la 11.ª División, comenzó a marchar hacia el río con su batallón, mientras, silenciosamente, zapadores y soldados de infantería sacaban las barcas de sus escondrijos y las botaban al agua. Los remeros seleccionados se colocaron en sus puestos y comenzaron a embarcarse las unidades de combate. Mientras tanto, los nadadores ya habían marchado a la otra orilla para reconocer el terreno y tender maromas entre las dos márgenes, que se ataron a ras de agua y en dirección oblicua para que la misma corriente hiciera resbalar las barcas hacia la orilla contraria.

Los hombres embarcaran silenciosamente. El miedo hacía que les sudaran las palmas de las manos y la vejiga les transmitía falsos anuncios urgentes. Los jefes más valientes y decididos de infantería embarcaron en los primeros botas, para dar ejemplo, animar a los suyos y reconocer el terreno. Salvador Arnau cruzó el río por Mequinenza. También Sebastiá Portel a pasó con las primeras oleadas aquella noche memorable.

A esa misma hora, en la orilla enemiga, los centinelas montaban una guardia cansina, convencidos de que les esperaba una tediosa noche cualquiera. En algunos puntos de la orilla se aprovechaba la oscuridad para llevar a cabo pequeños trabajos de fortificación, imposibles a la luz del día y la vista del enemigo. En otros, la monotonía sólo resultaba alterada por la monocorde canción de los grillos, la brisa que soplaba entre las copas de los árboles y el rumor del agua corriendo en la oscuridad. A los centinelas les preocupaba más su propio sueño que la amenaza de sus enemigos. Los republicanos habían sido repetidamente derrotados; nadie les creía capaces de llevar a cabo una gran operación anfibia y, micho menos, en plena noche.

El secreto y el silencio se rompieron pronto. El soldado republicano J. P. R., de la 31.ª Brigada, tenía el destino de enlace y vio cómo primero pasaban unos nadadores para comprobar el estado de la orilla opuesta y vigilar los movimientos del enemigo. El silencio era completo, apenas roto por los rumores de la noche y el jadeo de los hombres que llevaban las barcas hasta el agua. Una vez botadas, las alinearon junto a la orilla y comenzaron a cargarlas. Partió la primera, llena de gente y de provisiones. Cuando llegó a la orilla, resonó una enorme explosión, seguida de un fogonazo. No supo si había lanzado la bomba los enemigos o si era una granada propia que estalló por un error de un soldado republicano. El caso es que reventó dentro del bote y los mató a todos.

Él iba en la segunda barca, cuyos remeros aceleraron el ritmo para llegar cuanto antes y, como ya los habían descubierto, en la orilla republicana encendieron proyectores que eliminaron la ribera contraria mientras las ametralladoras rompían el fuego. Muy pronto llegó la barca a la otra orilla, entonces se apagaron los reflectores y los hombres desembarcaron chapotearon en la oscuridad, un poco deslumbrados por la luz anterior. La noche había difuminado los entornos de un paisaje convertido en sombras. Se dispersaron en guerrilla, temerosos de encontrarse solos en territorio enemigo, hasta que vieron, con alivio, que otras muchas barcas cruzaban también el río.

A Julio Rovira le llegó la orden de marchar hacia el Ebro cuando ya despuntaba la madrugada.

Gracias al pequeño resplandor del día naciente pudor ver el suelo lleno de papeles de afiliación política y sindical. Muchos de sus compañeros los había roto y tirado antes de embarcar. Aparte de los militantes políticos convencidos, ya nadie se creía la propaganda; los soldados sabían que su bando luchaba desesperadamente para no perder la guerra. Conocían lo incierto de la próxima aventura. Temían caer prisioneros y se decía que los franquistas fusilaban a quienes estaban destacados en la política o el sindicalismo. Por eso se desprendían de sus papeles.

También Joaquín Miquel Sans, de la Quinta del Biberón, encuadrado en las tropas de Tagüeña, vio cómo mucha gente quemaba cartas y documentos comprometedores antes de partir.

Después de cenar unas rebanadas de pan con sardinas en lata, les dieron cuartuchos y granadas en unas bolsas de tela y marcharon hacía el río, con órdenes de avanzar por sorpresa sin disparar un tiro mientras fuera posible. Se metieron en las barcas, cargándolas a menudo con exceso, para pasar cuanto antes.

No eran embarcaciones militares construidas para aquella tarea, sino simples botes de recreo o barcas para la pesca costera. Muchos soldados no sabían cómo colocarse ni moverse en su interior. No era lo mismo entrenarse en seco, sobre los tablones colocados en el fondo de un barranco, que montarse en una barca auténtica, inestable en el agua y a cuatro pasos del enemigo. Alguno se colocaba bruscamente en un punto de la borda, de manera que escoraba la embarcación y amenazaba con echar a todos al agua, hasta que lograban equilibrar el peso y recuperar el bote. En algunos de ellos se habían metido hasta quince hombres y, entre el sobrepeso, las dificultades y la torpeza de los embarcadores, algunos zozobraron. Se hundieron entre gritos, muchos soldados no sabían nadar y estaban lastrados por la manta, el casco, la cantimplora, las cartucheras, las granadas y el fusil. Tenían órdenes estrictas de no detener las barcas en el río para socorrer a los que estaban en el agua. Debían proseguir hasta la otra orilla, imposibles ante la desgracia de sus compañeros, que chapoteaban desesperados, sacando sus manos, implorando un brazo o remo al que sujetarse, mientas se ahogaban fatalmente.

El batallón de Joan Miquel logró estar completo en la otra orilla al cabo de dos horas, sin tener noticias del enemigo. Los hombres se organizaron en dos largas hileras y comenzaron a caminar cuesta arriba. Finalmente, al cabo de una media hora de camino, sonaron unos disparos, un soldado franquista salió corriendo aterrorizado, se subió a un pino y lo mataron.

Cayó inerte, como un muñeco de trapo, ante el horror del biberón, que jamás había visto un muerto. Finalmente, llegaron a lo alto de la loma, donde los enemigos se retiraban corriendo y capturaron a cinco soldados canarios a medio vestir.

El desembarco prosiguió sin que los altos mandos republicanos tuvieran noticias fehacientes hasta horas después. Sabían que sus hombres habían cruzado el río y que no encontraban una seria resistencia enemiga, pero desconocían el detalle de la operación mientas cada unidad se movía por su cuenta hacia los objetivos señalados.

En dos años de guerra, el Ejército Popular se había fogueado. Lejos quedaban las improvisaciones de los primeros tiempos. Sin embargo, sus dificultades eran muchas, demasiadas. Incluso habían cesado la llegada de armas y municiones desde el 13 de junio, cuando se cerró la frontera francesa. El Ejército del Ebro era una buena unidad militar; sin embargo, el grueso de las fuerzas republicanas no estaba a su altura. En el Ebro se habían reunido las tropas experimentadas y fogueadas desde la batalla de Madrid, que fueron completadas con reclutas catalanes, reorganizadas y enviadas al frente. Los resultados estaban a la vista. Habían atravesado el río sin perder su cohesión, controlaban la ribera enemiga y progresaban hacia el interior de la zona nacional. No todo el ejército Popular era capaz de hacer lo mismo.

Aunque me tires el puente
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