La primera ofensiva: Mequinenza
Franco había discutido con los generales en su puesto de mando del Col del Moro. Aranda, Yagüe, Solchaga y Juan Vigón opinaban que atacar en el Ebro resultaba improcedente. Creían más adecuado congelar este frente y atacar por Lérida, donde el enemigo era más débil y el terreno más practicable. Yagüe ya lo había propuesto en abril y su plan fue considerado razonable por Dávila, que era ministro de Defensa. Si les hubieran hecho caso, los republicanos no habrían podido atacar en el Ebro y ellos habrían conquistado Valencia. Franco no aceptó sus razonamientos, quejándose a sus íntimos: «No me comprenden». Ciertamente, era difícil hacerlo.
Una vez aceptada su decisión, algunos mandos nacionales, como García-Valiño, opinaron que era preferible dirigirse contra la bolsa principal en lugar de marchar hacia Mequinenza. Hasta que Franco decidió que, ante todo, debía eliminarse esta pequeña cabeza de puente y, el 5 de agosto, ordenó al general Juan Vigón que dirigiera una ofensiva, que llevarían a cabo las tropas mandadas directamente por el general Delgado Serrano: la 82.ª División, cuatro compañías de la 4.ª División de Navarra, una de morteros y otra de carros de combate.
El plan consistía en machacar a los republicanos con un gran bombardeo artillero y continuar con un ataque en dos direcciones. Para ello, se formaron tres agrupaciones con cuatro batallones de infantería cada una. Después del bombardeo de artillería atacarían simultáneamente el norte de la bolsa, aprovechando que el terreno era allí bastante llano. La operación intentaba evitar el terreno situado más al sur, que podía ser batido fácilmente por las ametralladoras de Els Auts. Ya se encargarían de limpiar aquella zona tres escuadrones de caballería, una vez que las alturas del norte estuvieran conquistadas.
Desde el día 6, a las nueve de la mañana, 25 baterías nacionales comenzaron a disparar sobre las posiciones de la 42.ª División, cuyos hombres estaban en pésimas condiciones para resistir.
Al no poder cavar en aquel suelo rocoso, habían construido débiles parapetos de piedra amontonada, que fueron barridos por los impactos. Las piedras, proyectadas por las explosiones, se convertían en metralla suplementaria y los hombres, sin posibilidad de resguardo, sufrían numerosas muertes y heridas. Al cabo de dos horas de bombardeo, los nacionales avanzaron con unos 50 carros en vanguardia.
Los republicanos apenas ofrecieron resistencia y comenzaron a replegarse. Entonces intervino la aviación, que los ametralló y el pánico convirtió la retirada en una desbandada hacia el río.
Ante el ataque aéreo, Pere Godal había echado a correr hacia el Ebro sin fusil, corneta ni macuto, con el único deseo de huir como fuera de aquel infierno.
A las cinco de la tarde, los nacionales ya habían tomado el alto de Els Auts y la meseta.
Tagüeña ordenó resistir a toda costa hasta la noche, cuando podrían pasar a la otra orilla amparados por la oscuridad. A pesar de su desgracia, estuvieron de suerte porque los nacionales dejaron de atacar al ponerse el sol y pudieron cruzar el río aprovechando la falta de luz.
No resultó fácil porque, en plena desbandada, los hombres se habían acumulado junto al cauce, empujándose para llegar cuanto antes a la pasarela, cuyo tablado acabó rompiéndose bajo el peso. Sólo quedaron sujetos algunos cables, tendidos de orilla a orilla. Muchos soldados se echaron entonces al agua, intentando nadar o cruzar aferrados a cualquier cosa que flotara.
Con frecuencia desaparecieron ahogándose entre la corriente que los arrastraba.
Con las primeras horas del día 7, Pere Godal había llegado sin resuello a la pasarela y comenzó a caminar sobre las tablas hasta que encontró abandonada una camilla con un hombre herido. Faltaban unos tres metros de tablado y entendió que los camilleros habían abandonado al desgraciado porque no podían continuar llevando la camilla. Con las primeras luces, los nacionales habían reanudado su actividad y se escuchaban los morterazos cada vez más cerca. Pere se metió en el agua, asiéndose a uno de los cables hasta que, a fuerza de brazos, pudo llegar a la otra orilla. Poco después, vio cómo los soldados franquistas llegaban hasta el río.
Pedro Figuerola se retiró entre el pánico de la desbandada, con un herido cargado a la espalda, un chico de ciudad no acostumbrado al hambre ni, sobre todo, al frío, que él había sufrido en la mar cuando pescaba. Corría sin mirar atrás, con el herido a cuestas, mientras las balas le silbaban sobre la cabeza. Sabía que correría mucho más si abandonaba al herido, pero era consciente de que en aquellas ocasiones se conocía donde estaban los hombres y los amigos.
Por fin llegaron al Ebro y se desnudaron para poder nadar mejor, y se metieron en el agua agarrados a una cuerda tendida entre las orillas. Cruzaron lentamente, superando la corriente y la falta de fuerzas del herido, hasta que pudieron llegar al otro lado. Luego vieron como varios hombres intentaban imitarlos y se metían en el agua vestidos, algunos con las armas y parte del equipo. Hasta que la cuerda se rompió con el peso y la corriente los arrastró río abajo, ellos dos estuvieron desnudos durante tres días, abrigándose como podían para pasar las noches, hasta que, finalmente, les dieron ropa nueva.
Los nacionales tomaron fácilmente la bolsa de Mequinenza. Sólo sufrieron unas 200 bajas y, en cambio, capturaron 1.626 prisioneros y enterraron a 817 enemigos muertos. En su botín de guerra, únicamente figuraron cinco cañones antitanques y cuarenta ametralladoras, expresión de los pobres elementos de defensa con que contaba la 42.ª División republicana, ahora prácticamente destrozada y que, según Tagüeña, había sufrido unas 3.000 bajas. Cuatro días después, los supervivientes fueron reorganizados y volvieron a cruzar el río por Ribarroja, en sentido contrario, para dirigirse a Camposines y reforzar a las fuerzas del frente. La guerra no había terminado para ellos.
Pedro Figuerola seguía de furriel y no encontró un panorama mucho mejor en el nuevo emplazamiento. Allí escribía sus cartas a los soldados analfabetos a cambio de un cigarrillo, que le sabía a gloria, porque sólo les daban tabaco cada dos semanas. Se encargaba del pan y los víveres, con el problema de que las cocinas estaban en La Fatarella, donde sólo contaban con arroz y lentejas que, una vez cocidos, transportaban en un viaje a lomo de mulas que duraba cuatro horas. En una ocasión pido conseguir garbanzos, pero, por más que los hirvió, quedaron como piedras, porque no consiguió bicarbonato para mezclarlo con el agua y ablandarlos mientras estaban en remojo. La única solución para hacerlos comestibles, fue chafarlos y pasarlos por un sartén. El caso del arroz era peor porque los granos quedaban siempre duros como perdigones y, si los cocían un poco más con el fin de ablandarlos, el resultado era una pasta imposible de tragar.