Batalla al rojo vivo

La resistencia republicana era tan dura, que, el día 13 de agosto, no se movió el frente a pesar de los vigorosos ataques nacionales, precedidos por concienzudos bombardeos.

Escarmentados por la sangría de la víspera, no habían querido dejar nada a la casualidad o a la suerte y machacaban al enemigo antes de mover a la infantería. Pretendían dominar sucesivamente las cotas 705 y 698 y, durante horas, las explosiones removieron la tierra y resonaron multiplicadas en el seno de los barrancos. Los proyectiles eran doblemente peligrosos al rebotar contra las paredes rocosas y hacer saltar mortales esquirlas de piedra, que se incrustaban en la carne y quebraban los huesos de aquellos hombres a quienes la dureza del suelo impedía cavar trincheras profundas donde protegerse. Los bombardeos causaron la mayor parte de las 332 bajas republicanas de la jornada, sin embargo, la infantería de los nacionales no pudo avanzar, a pesar de un fuerte empeño que le costó 148 bajas.

Las condiciones de la lucha resultaban terribles. La cota 705 es el punto culminante de la sierra, donde hoy se encuentra el monumento a la Quinta del Biberón, un enorme cubo de granito de quince toneladas. El paisaje ofrecía un agreste panorama de peladas rocas calcáreas, que actualmente está dulcificado por un bosque, fruto de la repoblación.

Cuando los republicanos que la defendían acabaron sus municiones, resultó una odisea llevar hasta ellos las pesadas cajas de cartuchos. En aquel duro suelo no podían clavarse piquetes para las alambradas ni enterrar a los cadáveres, que se descomponían rápidamente bajo el calor del sol, inundando la sierra de un hedor insoportable. Todo Pandols parecía oler a muerto y los soldados republicanos recibieron bolas de alcanfor, que debían colgarse del cuello para distraer, en lo posible, las terminaciones nerviosas de sus fosas nasales.

Los hombres, a los gritos de «¡Viva España!» o «¡Viva la República!», se mataban entre el calor y el humo de las explosiones, con los rostros, brazos y torsos desnudos, cubiertos por un barril o de sudor y polvo. Al peligro de las balas y las granadas se añadía el tormento de la sed y el hambre, porque frecuentemente era imposible llevar los suministros hasta las alturas en las que se combatía. Intentaban engañar al estómago devorando cualquier hierbajo, rama o fruto silvestre que cayera en sus manos y presentara un cierto aspecto comestible.

A menudo, ni siquiera podían evacuar a los heridos, porque resultaba imposible transportarlos por aquellos caminos de cabras batidos por el fuego. Muchos infelices quedaban obligados a soportar la angustia y el dolor, hasta el borde mismo de la agonía, entre aquel estruendo de tiros y bombazos, expuestos a ser rematados por un proyectil errático, el enemigo, la hemorragia o la deshidratación. Sus lamentos y sus gritos de dolor partían el alma. Entre las trincheras y los parapetos resonaba el grito más repetido por los heridos en su agonía: «¡Madre! ¡Madre!». Horas antes habían luchado como fieras, ahora sólo eran muchachos desvalidos ante el dolor y la muerte.

F. M. P., soldado de la 11.ª División, había subido a la sierra con una compañía de 150 hombres, de los que ya sólo quedaban 35, porque todos los demás estaban muertos o heridos.

Únicamente podían recibir algunos víveres de madrugada y no todos los días. Normalmente, se repartían un bote de carne, tres latas de sardinas y cuatro chuscos cada ocho hombres, más o menos, que complementaban con cualquier fruto verde que pudieran encontrar. Cuando moría algún compañero, registraban rápidamente sus bolsillos y su manta en busca de los mendrugos de pan que pudiera esconder. Y le quitaban las alpargatas, si estaban en mejor estado que las propias.

Los ataques de la aviación resultaban terroríficos. Restallaban los silbidos de las balas, las detonaciones y explosiones sobre el ruido de fondo de los motores y las angustiadas voces que reclamaban: «¡Camillero! ¡Camillero!». En una ocasión estaban llamándolos a gritos, porque unos soldados acababan de caer heridos. Entre la angustia, vieron a dos camilleros ocultos tras uno de los pocos árboles que todavía quedaban en pie. Los increparon para que acudieran a socorrerlos sin que los otros parecieran darse por enterados. Al poco tiempo, disminuyeron los disparos enemigos y unos soldados corrieron hasta el árbol para reprochar su pasividad a los camilleros, que todavía no mostraban intención de moverse. Cuando llegaron a su altura, uno de los irritados soldados dio una patada a los hombres colocados tras el árbol. Vieron, estupefactos, cómo, perdido su falso equilibrio contra el árbol, dos cuerpos muertos caían al suelo, junto a su destrozada camilla.

La situación empeoraba y mantenerse en el primer parapeto resultaba muy comprometido con los nacionales tan cerca, por lo que el teniente dijo que debían retirarse los hombres que lo defendían. Para llegar hasta allí y transmitir la orden, era preciso recorrer a cuerpo limpio una zona muy batida y cuando el oficial indicó a un soldado que corriera hasta el parapeto, el pobre comenzó a llorar. El teniente se dirigió entonces a otro, que también suplicó no ir porque estaba casado y tenía hijos. Entonces, F. M. P. vio cómo el oficial le ponía a él la pistola en la barriga, amenazándole con pegarle un tiro si no corría hasta el parapeto. Cumplió la orden, corrió cuanto pudo y llegó hasta la posición, donde encontró muertos a todos los defensores.

Entonces llegó un grupo de enemigos y le hicieron prisionero.

Los nacionales lograron ocupar las disputadas cotas 705 y 698 el 14 de agosto. La primera era el punto culminante de Pandols y costó ríos de sangre. Hasta que, durante la noche, se preparó un golpe de mano con soldados de Regulares. Los centinelas republicanos se habían dormido agotados y los moros supieron acercarse sigilosamente sin ser advertidos. Cuando Líster conoció la pérdida, intentó rescatar la cota, pero los marroquíes de Regulares defendieron tenazmente la altura conquistada.

Mientras los republicanos no recibían refuerzos, aquel mismo día entraron en combate las banderas 16.ª, 17.ª y 18.ª de La Legión, llegadas horas antes a Prat del Compte. Los legionarios estaban descansados y ocuparon fácilmente las cotas 666 y 609, aunque, por error, no atacaron también la 641, que figuraba en sus órdenes. En aquella jornada, los nacionales sufrieron 314 bajas, entre ellas el teniente coronel Pedro Ibisate, jefe de la 2.ª Brigada de la 4.ª División. Por su parte, los republicanos sufrieron 98 bajas y otros 87 fueron hechos prisioneros.

Durante la noche llegó también a Prat del Compte la 2.ª Brigada de la 74.ª División nacional, que había viajado con urgencia. Los republicanos reforzaron sus posiciones con la 10.ª Brigada de la 46.ª División, en un esfuerzo desesperado para frenar la ofensiva del enemigo. También su aviación logró una actuación positiva: ocho bombarderos escoltados por una docena de cazas, lanzaron, en dos ocasiones, unas cincuenta bombas sobre las formaciones nacionales, aunque apenas produjeron daños.

Una reacción republicana del día siguiente recuperó las cotas 609 y 666, también a costa de abundante sangre. La 4.ª División de Navarra sufrió 336 bajas y las tres banderas de legionarios recién llegadas, 452. Los republicanos tuvieron 109 bajas, entre muertos y heridos, y perdieron 306 hombres entre prisioneros y desertores.

Aunque me tires el puente
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