Llega la aviación republicana

Estaba encrespada la batalla cuando aparecieron los primeros aviones de la República, a la que sus soldados llamaban La Gloriosa. Fueron solamente nueve aparatos antiguos de la marina americana, conocidos por la tropa como Delfines, que pronto se replegaron por temor a la llegada de la aviación enemiga, mucho más numerosa y moderna.

Los nacionales ya tenían en aquel frente las divisiones 102.ª y 82.ª, con una potente reserva formada por cinco batallones de la 102.ª, tres batallones de la 105.ª, algunas fuerzas de la 74.ª, la 84.ª y la 4.ª, más dos banderas de la Legión. Los días 29 y 30 de julio se combatió duramente en todas partes porque los republicanos ya habían podido pasar algunos carros a la orilla derecha y, cerca de Corbera, atacaron Barrón, que pasó serio apuros a pesar de que su división estaba formada por tropas veteranas y bien entrenadas.

Llegó a El Vendrel la 3 Escuadrilla de Polikarpov I-16, los célebres cazas rusos, conocidos como Ratas o Moscas. La república se añadía al déficit de aviones la escasez de pilotos, agravada por la existencia de muchos hombres bisoños, que carecían de la experiencia fundamental para sobrevivir como pilotos de caza y perdían la vida en los primeros combates.

Se intentaba compensar afanosamente la escasez de hombres con nuevos cursillos de formación acelerada, difíciles de asimilar por muchos voluntarios, que eran obreros y campesinos jóvenes casi analfabetos. A estas dificultades se añadía la lejanía de la URSS, donde se realizaban los estudios, y no pocas dificultades de origen político.

Isaac Casillas Vallín era hijo de un capitán de aviación asesinado en 1936 por los militares sublevados en Zaragoza. Marchó a la URSS para seguir un curso de piloto de seis meses, con el que se pretendía proporcionarle la formación que costaba cuatro años a los rusos. Isaac se consideraba leninista y, como en la escuela de Kirovabad se negaba a gritar «¡Viva Stalin!», los rusos pretendieron apartarlo del curso, con la excusa de que su alta estatura le impediría desenvolverse en el interior de la cabina. Sin embargo, protestó enérgicamente y logró terminarlo, incorporándose al Ebro como piloto de I-16.

La falta de apoyo aéreo no había amilanado a los republicanos, cuyos pontoneros no abandonaban su trabajo de tender puentes y pasarelas durante la noche. Con la luz del día, las obras sufrían el ataque de la aviación enemiga, pero ellos continuaban incansablemente, despreciando el peligro, hasta el extremo de que el batallón con que contaba Tagüeña perdió un tercio de sus efectivos.

El desequilibrio aéreo tampoco disuadió a los republicanos de atacar por tierra. El 30 cargaron hacia Villalba y Pobla de Masaluca, y su 11.ª División, que se había situado en la sierra de Pandols, detuvo el avance de la 84.ª división nacional cuando inició un avance al pie de los acantilados. Igualmente, la 4.ª división de Navarra debió soportar una fuerte presión enemiga.

Los requetés de Montserrat defendían rabiosamente Villalba, molestos con su comandante, Manuel Martínez Millán de Priego, que no era requeté ni catalán y al que acusaban de esconderse en retaguardia en los momentos difíciles, sin que hubiera forma de encontrarlo.

Martín de Riquer, que luego se convertiría en el célebre humanista, era coautor del himno del Tercio, y se le rompió la pipa con tanto «cuerpo a tierra», privándole de su principal placer.

Intento enviar un telegrama a un amigo de retaguardia: «Perdida pipa campo de batalla. Urge sustitución». Pero la censura militar no dejó pasar el comunicado, sospechando misterios inconfesables en el mensaje.

Los combates contra Villalba fueron muy violentos el 30 y parecieron decrecer el 31, mientras se incrementaban en Gandesa, donde las divisiones nacionales, la 84.ª y la 4.ª de Navarra intentaba ganar terreno y los republicanos les mantenían el pulso. A pesar de las dificultades para que cruzaran el río los materiales pesados, los suministros y las reservas, el Ejército del Ebro se mostraba como un enemigo formidable. Sin otra preocupación que los ataques directos y frontales, la batalla comenzaba a ser una lucha de carneros, que se daban topetazos unos contra el otro.

Era normal que los republicanos cavaran trincheras en todos sus frentes, temerosos de un enemigo cuya capacidad militar conocían. A lo largo de toda la guerra, la preocupación por fortificar fue mayor en el bando republicano que en el nacional y lo mismo sucedió en el Ebro.

Los republicanos muy pronto cavaron trincheras y, gracias a ello, el 30 de julio detuvieron los contraataques nacionales contra la 42.ª división, que ocupaba la bolsa de Mequinenza, y contra las tropas de Líster, que asediaba Villaba.

Durante la madrugada entró en funcionamiento el puente de hierro de Flix, gracias al cual pasaron a la orilla derecha carros de combate y artillería que compensaron, en parte, las reservas nacionales que habían llegado al frente. La batalla quedó alimentada en ambos bandos y tomó nuevos bríos. Aquel a misma tarde, la aviación nacional averió también este puente de hierro. Había costado seis días, con sus noches, la operación de montarlo y apenas había funcionado medio día. A pesar de todo, permitió pasar numeroso material pesado y la 16.ª

División al completo. Aquel a misma noche, los zapadores comenzaron a reparar el puente maltrecho. Ya no se detendrían el enloquecimiento ciclo de trabajar en los puentes amparados en la oscuridad, con la seguridad de que la aviación enemiga los atacaría al hacerse de día.

Por primera vez, el Ejército del Ebro contó con armamento pesado en la orilla derecha y pudo lanzar ataques potentes contra Gandesa y Villalba, cuyos defensores se encontraron en apuros, a pesar de los refuerzos recibidos. Los combates se encarnizaron hasta llegar al cuerpo a cuerpo y, de madrugada, la artillería republicana castigó a los nacionales que ocupaban el cementerio de Gandesa, mientras la 13.ª brigada republicana atacaba el norte del pueblo, combinada con otras fuerzas que presionaban en el sur y el centro.

Aunque me tires el puente
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