Soldados catalanes de Franco

La historia del Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat se remontaba a los primeros tiempos de la Guerra Civil, cuando se formaron algunas pequeñas unidades catalanas, hasta que, a comienzos de 1937, se permitió formar el Tercio de Montserrat. Contra las resistencias iniciales a que los catalanes contaran con una fuerza militar propia, se impuso la idea de utilizar aquella baza propagandística, que no podía contener ocultas maniobras políticas. Desde diciembre de 1936, todos los falangistas y requetés tenían la condición de soldado, estaban sometidos al Código de Justicia Militar y eran mandados por oficiales del Ejército.

Durante el verano de 1937, el Tercio de Montserrat había sido aniquilado en la batalla de Belchite y, cuando se reconstruyó meses más tarde, le destinaron algunos soldados ordinarios hasta que la presión de los requetés logró que la fuerza se formara únicamente con voluntarios carlistas catalanes, que conservaron sus costumbres, formando como una isla increíble para los usos de la zona nacional. En este tercio de requetés se hablaba habitualmente en catalán, las órdenes se daban en el mismo idioma y los soldados bailaban sardanas y levantaban sus castles. Entre su tropa no faltaban los campesinos y personas de condición humilde, pero abundaban los profesionales, intelectuales, estudiantes e hijos de industriales y burgueses cuyas propiedades habían sido incautadas por la revolución. Esta composición social supuso un nivel cultural elevado, que se refleja en las numerosas memorias y testimonios escritos por los antiguos combatientes del Tercio de Montserrat.

Como era normal en las fuerzas de requetés, la unidad demostraba un catolicismo ferviente y todos sus hombres eran practicantes. En el terrible ambiente de muerte y destrucción la religión prestaba un apoyo esencial para soportar los padecimientos y el miedo. Los capellanes del Tercio celebraban su misa diaria, administraban numerosas confesiones y, en todas partes, podían verse crucifijos, estampas, detentes y rosarios. Algunos llevaban en la culata de su fusil, el lema del Ángel del Alcázar: «Tirad mucho y bien, ¡pero tirad sin odio!». Terminada la guerra, veintidós antiguos requetés de este tercio se ordenaron sacerdotes.

Las noches sin combates, los requetés se reunían para rezar el rosario y cantaban canciones como El Virolai, L’emigrant y L’Ampurdà. Sus voces se elevaban por encima de los parapetos, propagándose en el aire tranquilo del verano hasta llegar hasta las trincheras contrarias, donde conmovían a muchos catalanes, silenciosos soldados republicanos. Conscientes del problema, los comisarios improvisaban reuniones y mítines para contrarrestar aquella propaganda inesperada.

El soldado republicano Antoni Quintana, de la Quinta del Biberón, escuchaba conmovido las canciones catalanas que llegaban desde el parapeto enemigo y las voces de los altavoces que invitaban a pasarse a quienes conservaban sus creencias religiosas. Creía que aquellos cánticos hacían más daño a la causa republicana que las balas y las bombas. Estuvo a punto de pasarse, pero la noche elegida tuvo miedo y, finalmente, no se atrevió.

No pocos se pasaron, sobre todo de noche. En ocasiones, encontraban algún conocido en las otras líneas, que facilitaba su integración. Éste fue el caso de un desertor republicano que reconoció a su primo, el teniente Arisó, de la compañía de ametralladoras de los requetés. En otros casos, quienes llegaban a las trincheras no eran desertores sino hombres extraviados en la confusión del campo de batalla, que originaban numerosos equívocos. Un soldado republicano llegó despistado a la trinchera carlista y, al decirle que estaba en territorio enemigo, creyó haber caído en una trampa urdida por el comisario político para probarlo.

Juró y perjuró su fidelidad a la República, hasta que le enseñaron las boinas rojas de los requetés y perdió el color de la cara. Entonces aseguró que era católico y, para probarlo, comenzó a recitar el credo. Se atascaba excesivamente y cambió al padrenuestro, con el que tampoco logró salir airoso. Embarullado y temeroso, rompió a llorar, hasta que el teniente Molinet le preguntó de dónde era. El pobre soldado dijo que de Figueroa, y entonces quien perdió la serenidad fue el teniente, que había dejado allí a su mujer, regentando una librería.

Preguntó por ella al soldado dándole su descripción y el hombre dijo, que pocas semanas antes, ella misma le había vendido papel y sobres.

Combatir en la propia tierra enfrentaba a catalanes con catalanes. Una noche, un escucha colocado en las alambradas descubrió cómo un grupo de republicanos se acercaba a la posición y los rechazó lanzándoles granadas de mano. Al salir el sol, una patrulla de reconocimiento encontró varios cadáveres de soldados enemigos. Uno de ellos era el hermano menor del escucha, un adolescente como él. El infeliz sufrió un ataque de locura y sus compañeros debieron utilizar la fuerza para apartarlo del cadáver.

El Tercio de Montserrat llegó a Villalba el 28 de julio y combatió durante 70 horas en una lucha horrible sin descanso. Sólo pudo contar con un viejo cañón, al que llamaban l’avi, y tres carros rusos capturados. Por suerte para ellos, sus ataques no tenían ni eso y fueron incapaces de demoler sus parapetos. En estas primeras 70 horas de combate, los requetés dispararon 120.000 cartuchos, 3.600 granadas de mano y 750 obuses de mortero. Murieron un capitán, cuatro alféreces, seis sargentos, cincuenta soldados y otros ciento setenta y tres hombres resultaron heridos. Parte de las bajas se debieron a una manía corriente entre las fuerzas carlistas, que se empeñaban en combatir con su visible boina roja en lugar del casco de acero.

Decían: «Si no llevamos la boina, no sabrán que somos requetés», y sólo utilizaban el casco durante los días de lluvia.

En aquella complicada situación, no faltaron los actos de heroísmo, en ocasiones, insensato, como el del alférez José Beotas, que, cuando escasearon las granadas, decidió que sólo él se encargaría de lanzarlas y se puso de pie en el parapeto, donde lo acribillaron inmediatamente.

Nunca faltaron en aquella tropa ejemplos de entrega, desde heridos que se negaban a ser evacuados para que otros pudieran salvarse hasta hombres que habían sobrepasado la edad militar y, casi ancianos, habían logrado alistarse recurriendo al general Monasterio, jefe de milicias.

A Juan, como era hijo de un mesonero, le habían asignado el destino de ranchero; él protestaba, diciendo que se había presentado voluntario para hacer la guerra. Hasta que decidió sabotear las comidas y confeccionar bazofias repulsivas. Naturalmente, logró su propósito y lo echaron de la cocina mandándolo a primera línea. Allí estaba, prestando el servicio de escucha, cuando descubrió la infiltración de una patrulla enemiga. Había realizado su propósito de combatir, que, aquella noche, le iba a costar la vida.

Aunque me tires el puente
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