Un físico en la batalla
Sólo con 25 años, el teniente coronel Manuel Tagüeña Lacorte mandaba el XV Cuerpo de Ejército, compuesto por unos 35.000 hombres. Tagüeña, su principal oponente, era un general profesional a pesar de su juventud; casi le doblaba la edad, pues cumpliría 47 el próximo noviembre.
Tagüeña no era un militar. Nacido en Madrid, de una maestra y un topógrafo aragoneses, pertenecía a una familia de clase media, entre cuyos antepasados se contaban un notario, un sastre, un médico y un general carlista. Brillante universitario, miembro de la FUE (Federación Universitaria Española), durante la República perteneció a la juventud Comunista y luego a la clandestina milicia comunista. Abandonó su trabajo de profesor de matemáticas en el instituto de Molina de Aragón para incorporarse al servicio militar, durante el cual fue alumno de la escuela de oficiales de complemento. Alcanzó los galones de brigada de ingenieros y, a pesar de obtener el número uno de su curso, le negaron el ascenso a alférez por motivos políticos. Al estallar la guerra, se incorporó a las milicias vistiendo su uniforme de brigada, que le concedió gran ascendiente entre los milicianos de primera hora. Luego participó en todas las grandes batallas mientras ascendía rápidamente gracias a su capacidad militar, ayudada por la pertenencia al Partido Comunista.
La vanguardia de su cuerpo había pasado rápidamente a la otra orilla y, cuando la crecida y los aviones eliminaron los puentes y pasarelas, ordenó que continuaran cruzando el río en barcas.
El calor de julio aplastaba a los soldados, que comenzaban a padecer el tormento de la sed. Era su peor desgracia y aumentó a medida que pasaba el tiempo. Bebían de cualquier sitio, aunque el agua fuera repulsa y pútrida. En este caso, la filtraban con el pañuelo que llevaban en el bolsillo y que podía estar tan sucio como el mismo líquido. Cerca de un camino, en medio de unas viñas, vieron un charco grande, que podía ser una balsa para el regadío o un abrevadero para el ganado. Se echaron ansiosos en el borde, un grupo tras otro, para beber y aprovisionarse de toda el agua que pudieran. Cantimplora a cantimplora, fueron vaciando la charca hasta que apareció el cadáver de un soldado tumbado en el centro. No cogieron más agua, pero tampoco tiraron la que tenían.
Cerca de Gandesa y de Pinell, los nacionales parecían estar en todas partes. Eran dos tabores de moros y un batallón de soldados que, al verse desbordados, se repartieron por el campo en pequeños grupos con fusiles ametralladores para dar la impresión de ser más numerosos. Sus resistencias no eran importantes, pero hacían perder el tiempo al aparentar que estaban en todas partes. Los soldados republicanos debían combatir de un lugar a otro, retrasando su avance e incrementando el cansancio y la sed.
Los moros eran mercenarios empujados a la guerra por la miseria, las autoridades coloniales españolas y sus propios dirigentes. En su mayoría procedían de las zonas rurales y montañosas más pobres de Marruecos, no sólo de la zona española, son también de la francesa, porque nada distinguía a unos y a otros y todos estaban bajo la misma autoridad del sultán de Fez, con independencia de que la zona de ocupación colonial o protectorado fuera español o francesa. Además de pagarles la muna, se respetaban su religión y sus costumbres, comían carne de cordero sacrificado según los usos religiosos del islam y cada unidad contaba con un servicio religioso que dirigía el rezo, lavaba y preparaba los cadáveres antes de ser enterrados y degollaba los corderos con dirección de la Meca para que pudieran formar parte del rancho de los creyentes. Les aseguraba que los soldados muertos en la guerra de España resucitarían después en Marruecos. Lo que, bien pensado, más parecía un castigo. Porque una buena recompensa habría sido resucitar en un lugar más ventajoso que en su mísera tierra, martirizada por la sequía.
Durante los dos último años apenas habían llovido en el Rif, incrementándose la habitual miseria de sus habitantes. Numerosos jóvenes, sobre todo adolescentes, fueron captados para la guerra de España con la promesa de buenos sueldos. Los militares sublevados contra la República contaron con la colaboración de muchos cadíes que recibieron ganado, cebada y dinero en pago de su colaboración. Los nuevos reclutas solían recibir 200 pesetas al mes, importante cantidad para un rifeño, más cuatro kilos de azúcar, una lata de aceite y pan diario proporcional al número de hijos.
Existieron también acicates psicológicos como la fogosidad juvenil y la tradición guerrera de su entorno. Alistarse permitía participar en una aventura en la cercana España y los reclutadores iniciaban a combatir contra los rojos. Esta guerra colmaba también ocultos deseos de vengarse de los españoles que los habían aplastado. Sin embargo, en ocasiones, el alistamiento tropezó con algunas dificultades y las autoridades amenazaron a cadíes de Gomara y Yebala, que presentaban problemas.
Por si fuera poco, los áscaris contaban con un suplemento de garantías morales. Los ulemas aseguraban que en esta campaña también regía el tradicional beneficio de los guerreros. Si abandonaban la cabila dejando a su mujer embarazada, Alá dormiría al niño en el seno de la madre hasta que regresara el soldado. Años más tarde, cuando algunos áscaris volvieron a sus aduares, hallaron a sus mujeres encinta. Sólo de pocos meses, por la gracia de Alá el misericordioso.
A estos soldados africanos les pasaban lista por su número de afiliación y no por su nombre, siempre difícil de pronunciar para los mandos europeos. Estaban sujetos a una disciplina tradicional y peculiar. Los oficiales españoles no interferían en sus costumbres, pero los trataban a fustazos y les imponían castigos de azotes. Cuando un marroquí cometía una falta grave, el capitán de la mía consultaba el caso con un experimentado suboficial indígena, que calculaba cuántos vergajazos debía darle y el culpable los recibía, sin chistar, de manos, de un cabo de su raza.
Eran muy impresionables, valientes y fieros en el ataque, dolientes y rácanos cuando las cosas pintaban mal y los oficiales no estaban a la vista. Con un sentido muy primitivo de la guerra, robaban, saqueaban y violaban si estaban lejos de sus mandos, que procuraban contenerlos, aunque, en ocasiones, hacían la vista gorda. Cuando los enemigos apretaban en serio, podían desmoralizarse con la misma facilidad con la que se entusiasmaban con la victoria. Pero, si estaban en cuadrado en sus disciplinadas unidades, podían ofrecer una resistencia coriácea.
Las guarniciones marroquís de Gandesa y Pinellse disgregaron para defenderse. En algunos casos, lucharon valerosamente; en otros, los áscaris, fraccionados y lejos de sus oficiales, se rindieron pronto. En ambos casos, hicieron perder el tiempo a los republicanos, incrementando su sed y su cansancio. Que no era poco.
La situación de Yagüe se volvía angustiosa. Sin embargo, no perdió la calma, desplazó rápidamente a la 13.ª división para que defendiera Gandesa y ordenó que los restos de la desecha 50.ª división se trasladara a Mael a con el fin de ser reorganizados. Para cortar el avance republicano estableció una línea a retaguardia de Gandesa y, mientras la 13.ª división taponaba el avance republicano, el Estado Mayor nacional hizo que diversas divisiones situadas como reserva se trasladaran inmediatamente al frente del Ebro. Al cabo de pocas horas comenzó a llegar en camiones la 84.ª división y, más tarde, lo hizo la 74.ª, que se instaló un poco más al norte.
Franco podía elegir entre varias posibilidades: contener la ofensiva republicana en el Ebro y completar la conquista de Valencia; detener la ofensiva y atacar por Lérida o empeñarse en una batalla frontal para destruir el Ejército del Ebro. Eligió lo último. Suspendió la ofensiva contra Valencia, que ya se había detenido el día 24 para reagrupar las fuerzas, abandonándola definitivamente al conocer que los republicanos habían cruzado al río. A las pocas horas de conocer la envergadura de la ofensiva republicana, ordenó Franco concentrar en el Ebro las divisiones 4.ª, 74.ª, 82.ª, 84.ª, 102.ª y 152.ª. Las mandadas por Barrón, Galera Paniagua, Delgado Serrano y Rada estaban relativamente cerca y llegaron muy pronto. Otras tardaron más, porque debieron trasladarse desde muy lejos. La decisión de Franco enfureció a Mussolini, que esperaban la inmediata caída de Valencia y el rápido final de una guerra que le costaba grandes cantidades de dinero con muy escasas contrapartidas. Pero Franco no tenía interés en que la guerra terminara pronto.