Una sierra para un duelo
Durante su marcha hacia Gandesa había ocupado la sierra de Pandols la mejor unidad de Líster, la 11.ª División, mandaba por el mayor Joaquín Rodríguez. En principio, era una operación desacertada porque cuando era preciso avanzar rápidamente para tomar el pueblo, aquel exceso de precaución carecía de sentido. En lo alto de aquella sierra únicamente deberían haberse situado algunos observatorios para vigilar al enemigo. En cambio, se inmovilizó una fuera importante. A pesar de tratarse de una buena posición defensiva, había sido absurdo encaramar a ella toda una división, en plena ofensiva contra Villalba y Gandesa, cuando las tropas no eran necesarias en la montaña sino en el llano.
La sierra marca la línea divisoria entre los términos de El Pinellde Brai y Gandesa. Su mayor altura es las Punta Alta o cerro de Santa Magdalena, de 705 metros de altitud. Tomó valor una vez que fracasó la ofensiva y los republicanos comenzaron a defender los áridos riscos donde se habían fortificado. Pandols se reveló entonces como una posición dominante sobre el llano que se extendía a sus pies. Frustrada la conquista de Gandesa, Líster decidió que resistiría en las alturas de aquella fortaleza natural a la que sólo se accedía por difíciles caminos, sorteando las escarpadas barrancadas y cortados que formaban sus bordes.
Resultaba difícil atacar aquella sierra, pero también vivir en ella. Sólo existía una fuente, junto a la ermita de Santa Magdalena, donde los republicanos cavaron trincheras y levantaron parapetos. Todo el resto era un seco pedregal, sin sombras ni casas, en cuyo suelo descarnado resultaba imposible cavar trincheras. Los suministros se transportaban hasta la cumbre a lomos de mulas, que trepaban penosamente por las sendas zigzagueantes. En ocasiones, ni los mismos animales podían remontar los farallones ásperos y se hacía preciso izar el agua, los alimentos y las municiones en sacos suspendidos de sogas, que los hombres halaban hasta sus posiciones en los riscos. Era de esperarse que, si tantas eran las dificultades durante los momentos de calma, cuando comenzaran los combates, la tragedia estaría servida, tanto para quienes esperaban parapetados en las alturas como para sus enemigos, que pretendían desalojarlos.
La vida era un infierno en las posiciones de Pandols, donde se perdía el contacto con la retaguardia. Entre los suministros llegaban algunos periódicos, siempre atrasados, y las cartas de la familia que ya habían sido revisadas por la censura militar. Era imposible saber si, desde la fecha en que habían escrito la carta, los parientes habían padecido alguna enfermedad o muerto bajo un bombardeo. Las cartas llevaban a la guerra un mensaje de amor y noticias sobre ellos, pero resultaba imposible saber qué había ocurrido después.
Los únicos compañeros permanentes de la tropa eran los parásitos. Sobre todo las moscas, que aprovechaban desde los excrementos hasta los desperdicios, y también los piojos, que infestaban la ropa, refugiándose en sus costuras y dobleces. Los hombres, martirizados por el picor, aprovechaban cualquier momento para quitarse las prendas y, pacientemente, tomar aquellos bichos inmundos, uno por uno, para aplastarlos con la uña del pulgar. Porque los malditos, además de picar como diablos, transmitían la bacteria causante de la fiebre quintana, llamada también «de las trincheras». Si apenas tenían agua para beber, mucho menos podían lavarse y la suciedad propiciaba también la aparición del arador de la sarna, que cavaba sus galerías bajo las capas superficiales de la piel para poner sus huevos, provocando terribles escozores, capaces de enloquecer a los hombres, sobre todo durante las noches de su existencia endemoniada. Como necesitaban compartir sus mantas y colchonetas, la enfermedad se contagiaba con facilidad pasmosa. A pesar de todo, no los evacuaban y, con su sarna, seguían en el frente. Sólo los enfermos muy graves lograban pasar a un hospital de retaguardia, donde los trataban con una pomada hecha con azufre mezclado con grasa animal.
No había agua ni apenas comida, pero las ratas se las arreglaban para vivir, sin temor a los hombres y disputándoles el mismo espacio. Los soldados se tapaban la cabeza con la manta, para dormir sin que se les pasearan por la cara o les arrancaran los cabellos. En ocasiones se despertaban en plena noche, entre irritados escalofríos de asco, porque los animales corrían sobre la manta y sus patitas les hacían cosquillas en el cuerpo.
Hasta muchos soldados entregados y valientes ansiaban recibir una herida que los llevara al hospital, librándoles de aquel infierno. Lo llamaban «un tiro de suerte» y, como no llegaba, algunos desesperados se automutilaban disparándose en un pie o en una mano. Con precauciones y colocándose un trapo para evitar las marcas que les deja la pólvora a bocajarro.
Si descubrían que ellos mismos se habían pegado el tiro, podían fusilarlos.